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Todo estaba cerrado. Hedestad estaba prácticamente desierto; la población entera parecía haberse ido a celebrar la fiesta de Midsommar al campo. Al final, Mikael encontró abierta la terraza del Stadshotellet; allí podría pedir café y un sándwich, y sentarse a leer los periódicos vespertinos. No había sucedido nada importante en el mundo.

Dejó los periódicos de lado y se puso a pensar en Cecilia Vanger. Ni a Henrik ni a Dirch Frode les había contado nada sobre sus sospechas de que fue ella la que abrió la ventana de la habitación de Harriet. Temía que si lo hacía, la convertiría en sospechosa, y lo último que quería era hacerle daño. Pero tarde o temprano tendría que formularle la pregunta.

Se quedó en la terraza una hora, antes de decidirse a aparcarlo todo momentáneamente y dedicar la noche a otra cosa que no fuera la familia Vanger. Su móvil permanecía en silencio. Erika estaba de viaje divirtiéndose con su marido en alguna parte, así que Mikael no tenía con quién hablar.

Regresó a la isla de Hedeby hacia las cuatro de la tarde y tomó otra decisión: dejar de fumar. Desde que estuvo en la mili había hecho ejercicio con regularidad, bien yendo al gimnasio o bien corriendo a lo largo de Söder Mälarstrand, pero perdió la costumbre por completo cuando empezaron los problemas con Hans-Erik Wennerström. Hasta que ingresó en la cárcel de Rullåker no volvió a levantar pesas, más que nada como terapia, pero desde que salió de allí se había movido más bien poco. Ya era hora de volver a empezar. Decidido, se puso un chándal y empezó a correr a un ritmo bastante perezoso por el camino que iba a la cabaña de Gottfried. Giró hacia La Fortificación y, saliéndose del camino, aceleró el paso corriendo a campo través. No hacía orientación desde que estuvo en la mili, pero siempre le había gustado más correr por el bosque que en pistas. De vuelta hacia el pueblo, siguió en paralelo a la valla que cercaba el terreno de la granja de Ostergården. Se sentía completamente machacado cuando, jadeando, dio los últimos pasos hasta su casa.

Sobre las seis de la tarde ya se había duchado. Mientras hervía unas patatas, puso en el jardín una mesa un poco coja con arenques a la mostaza acompañados de cebolleta y huevo cocido. Se sirvió un chupito de aguardiente y se lo tomó a su salud. Luego abrió una novela policíaca titulada The Mermaids Singing, de Val McDermid.

Alrededor de las siete, Dirch Frode pasó a verle y, algo apesadumbrado, se sentó en la silla de enfrente. Mikael le sirvió un chupito de Skåne.

– Hoy has despertado bastantes resentimientos -le dijo Frode.

– Ya me lo figuraba.

– Birger Vanger es un payaso.

– Ya lo sé.

– Pero Cecilia Vanger no lo es y está furiosa contigo.

Mikael asintió.

– Me ha pedido que me encargue de que no continúes hurgando en los asuntos privados de la familia.

– Entiendo. ¿Y tu respuesta?

Dirch Frode observó el chupito de Skåne y, acto seguido, se lo bebió de un trago.

– Mi respuesta es que Henrik me ha dado instrucciones muy claras sobre tu cometido. Mientras no cambie de opinión, sigues contratado según el acuerdo que firmamos. Lo que espero de ti es que hagas lo imposible para cumplir tu parte del contrato.

Mikael asintió. Levantó la mirada a un cielo que amenazaba lluvia.

– Se avecina una tormenta -dijo Frode-. Si el viento sopla con mucha fuerza, yo te sujetaré; no te preocupes.

– Gracias.

Guardaron silencio durante un rato.

– ¿Me das otro trago? -preguntó Dirch Frode.

Tan sólo unos minutos después de que Dirch Frode se fuera a su casa, Martin Vanger frenó delante de la casita de invitados y aparcó su coche en el borde del camino. Se acercó a saludar. Mikael le deseó una buena noche de Midsommar y le ofreció un chupito de aguardiente.

– No, mejor no. Sólo voy a casa a cambiarme; luego tengo que coger el coche hasta la ciudad para pasar la noche con Eva.

Mikael aguardaba.

– He hablado con Cecilia. Anda un poco nerviosa estos días; tiene una relación muy estrecha con Henrik. Espero que la perdones si dice algo… desagradable.

– Yo quiero mucho a Cecilia -contestó Mikael.

– Eso tengo entendido. Pero puede resultar complicada. Sólo quiero que sepas que ella está totalmente en contra de que investigues en el pasado de la familia.

Mikael suspiró. Todo el mundo parecía comprender por qué Henrik lo había contratado.

– ¿Y tú qué piensas?

Martin Vanger hizo un gesto con la mano.

– Henrik lleva décadas obsesionado con lo de Harriet. No lo sé… Era mi hermana, pero, en cierto modo, ya me parece algo muy lejano. Dirch Frode dijo que tienes un contrato blindado que sólo Henrik en persona puede rescindir; y me temo que eso, en su estado actual, le haría más daño que otra cosa.

– ¿Así que quieres que continúe?

– ¿Has avanzado algo?

– Lo siento, Martin, pero rompería mi contrato si te contara algo sin el permiso de Henrik.

– Entiendo -dijo, sonriendo-; Henrik es muy aficionado a las teorías conspirativas. Pero no me gustaría que le infundieras falsas esperanzas.

– Te lo prometo. Sólo hechos demostrables.

– Bien… Por cierto, cambiando de tema: también hemos de pensar en otro contrato. Con la enfermedad de Henrik y su incapacidad para cumplir con sus deberes en la junta directiva de Millennium, yo tengo la obligación de sustituirle.

Mikael aguardaba la continuación.

– Creo que debemos convocar una reunión y analizar la situación.

– Es una buena idea. Pero, si no he entendido mal, se ha decidido que la próxima reunión no se celebre hasta agosto.

– Ya lo sé, aunque a lo mejor habría que adelantarla.

Mikael sonrió educadamente.

– Es posible, pero no te estás dirigiendo a la persona apropiada. De momento no formo parte de la junta de Millennium. Abandoné la revista en diciembre y no ejerzo ninguna influencia sobre la junta. Sugiero que te pongas en contacto con Erika Berger.

Martin Vanger no se esperaba esa respuesta. Reflexionó un instante y, acto seguido, se levantó.

– Tienes razón. Voy a hablar con ella.

Se despidió de Mikael dándole unas palmaditas en el hombro y se fue hasta el coche.

Mikael se quedó mirándolo pensativo. Aunque Martin Vanger no se había mostrado explícito, la amenaza flotaba claramente en el aire: la estabilidad de Millennium pendía de un hilo. Al cabo de un rato, Mikael se sirvió otro chupito y retomó la novela de Val McDermid.

Hacia las nueve, la gata parda apareció frotándose contra sus piernas. La levantó y la rascó por detrás de las orejas.

– Ya somos dos aburriéndonos esta noche -dijo.

Apenas empezó a llover, entró y se acostó. La gata quiso quedarse fuera.

Ese mismo viernes de Midsommar, Lisbeth Salander sacó su Kawasaki y dedicó la mañana a darle un buen repaso. Una moto de 125 centímetros cúbicos tal vez no fuera la máquina más chula del mundo, pero era suya y sabía manejarla. La había puesto a punto ella misma y había trucado el motor para poder correr más.

A mediodía se puso el casco y el mono de cuero y se fue a la residencia de Äppelviken, donde pasó la tarde en el parque con su madre. Lisbeth sentía una punzada de inquietud y mala conciencia. Durante las tres horas que estuvieron juntas, sólo intercambiaron unas pocas palabras sueltas. Su madre parecía más ausente que nunca y ni siquiera dio la impresión de saber con quién estaba hablando.

Mikael perdió varios días intentando identificar el coche con la matrícula AC. Tras numerosos quebraderos de cabeza y gracias, finalmente, a la ayuda de un mecánico jubilado de Hedestad al que consultó, pudo saber que se trataba de un Ford Anglia; al parecer, un modelo normal y corriente del que Mikael no había oído hablar en su vida. Luego contactó con un funcionario de Tráfico para ver qué posibilidades había de conseguir un listado de todos los Ford Anglia que en 1966 tuvieran una matrícula que empezara por AC3. Tras unas cuantas averiguaciones más, le comunicaron que ese tipo de excavaciones arqueológicas tal vez se pudieran realizar en el registro de Tráfico, pero que les llevaría mucho tiempo y se alejaba un poco de lo que se consideraba el derecho del ciudadano a la información pública.

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