– Estaba llamando a la puerta de Cecilia cuando apareció. Dijo, y cito literalmente, «Tu puta no está en casa».
– Sí, eso suena a frase de Harald -contestó Henrik tranquilamente.
– Ha llamado puta a su propia hija.
– Lleva mucho tiempo haciéndolo. Por eso no se hablan.
– ¿Por qué?
– Cecilia perdió su virginidad cuando tenía veintiún años. Ocurrió aquí en Hedestad; fue un amor de verano, el siguiente a la desaparición de Harriet.
– ¿Y?
– El hombre del que se había enamorado se llamaba Peter Samuelsson y trabajaba de asistente en el departamento de economía de las empresas Vanger. Un chico espabilado. Hoy en día trabaja para ABB. Si ella hubiese sido mi hija, yo me habría sentido muy orgulloso de tenerlo como yerno. Sin embargo, tenía un defecto.
– No me digas que es lo que me temo.
– Seguro que Harald le midió la cabeza o investigó su árbol genealógico, o qué sé yo. El caso es que descubrió que tenía una cuarta parte de judío.
– Dios mío.
– Desde ese momento empezó a llamarla puta.
– ¿Él sabe que Cecilia y yo…?
– Posiblemente lo sepa todo el pueblo, a excepción, tal vez, de Isabella; nadie en su sano juicio le contaría nada. Además, ella, gracias a Dios, tiene el detalle de irse a dormir hacia las ocho de la noche. Harald ha seguido, sin duda, cada uno de los pasos que has dado.
Mikael se sentó con cara de tonto.
– ¿Quieres decir que todo el mundo sabe…?
– Claro que sí.
– ¿Y tú no lo desapruebas?
– Pero, por favor, Mikael; eso no es asunto mío.
– ¿Dónde está Cecilia?
– Ya ha terminado el curso escolar. El sábado pasado cogió un vuelo a Londres para visitar a su hermana; luego se irá de vacaciones a… mmm, creo que a Florida. Volverá dentro de un mes o algo así.
Mikael se sintió aún más tonto.
– Es que, por decirlo de alguna manera, hemos dejado aparcada, de momento, nuestra relación.
– Entiendo, pero sigue siendo un asunto que no me incumbe. ¿Qué tal va el trabajo?
Mikael se sirvió café del termo de Henrik y miró al viejo.
– He encontrado nuevo material y creo que voy a necesitar un coche.
Mikael tardó un buen rato en dar cuenta a Henrik de sus conclusiones. Sacó su iBook de la bolsa y puso en marcha la serie de fotos que mostraban la reacción de Harriet en Järnvägsgatan. También le enseñó cómo había dado con la pareja de la cámara de fotos, y con la pegatina de la carpintería de Norsjö. Terminada su explicación, Henrik Vanger le pidió ver, una vez más, la película de fotografías en serie que había hecho Mikael.
Cuando Henrik Vanger levantó la vista de la pantalla, estaba pálido. De repente, Mikael se asustó y le puso una mano sobre el hombro. Henrik Vanger hizo un gesto, como quitándole importancia. Permaneció callado un rato.
– Maldita sea, has hecho lo que yo consideraba imposible. Has descubierto algo completamente nuevo. ¿Cómo vas a seguir?
– Tengo que encontrar esa foto, si es que existe.
No mencionó nada acerca de la cara de la ventana ni que sospechaba de Cecilia Vanger, demostrando de este modo que distaba mucho de ser un detective privado objetivo.
Cuando Mikael salió, Harald Vanger ya no estaba; seguramente se había vuelto a meter en su cueva. Al doblar la esquina, descubrió que había alguien sentado en la entrada de su casa, leyendo el periódico y dándole la espalda. Por una fracción de segundo tuvo la impresión de que se trataba de Cecilia Vanger, pero enseguida se dio cuenta de que no era así. En el porche vio a una chica morena a la que reconoció inmediatamente al acercarse un poco más.
– Hola, papá -dijo Pernilla Abrahamsson.
Mikael le dio un abrazo muy fuerte.
– ¿De dónde diablos sales tú?
– De casa, ¿de dónde si no? Voy de camino a Skellefteå. Me quedo aquí a pasar la noche.
– ¿Y cómo has dado con esto?
– Mamá sabía dónde estabas. Y pregunté en el café de allí arriba dónde vivías. La mujer me enseñó el camino. ¿Soy bienvenida?
– Claro. Ven, entra. Tenías que haberme avisado y habría comprado alguna comida especial o habría preparado algo.
– Me dejé llevar por un impulso. Quería felicitarte por la salida de la cárcel y como no me has llamado…
– Lo siento.
– No pasa nada. Mamá me ha contado que siempre andas absorto en tus pensamientos.
– ¿Eso es lo que dice de mí?
– Más o menos. Pero da igual. Te quiero de todas maneras.
– Yo también te quiero, pero ya sabes…
– Lo sé. Ya soy mayorcita.
Mikael preparó té y sacó bollos y pastas. Se dio cuenta de que, en efecto, lo que decía su hija era verdad. Ya no era una niña, tenía casi diecisiete años y pronto sería una mujer adulta. Tenía que aprender a dejar de tratarla como a una cría.
– Bueno, ¿y cómo ha sido?
– ¿El qué?
– La cárcel.
Mikael se rió.
– ¿Me creerías si te dijera que ha sido como unas vacaciones pagadas en las que he podido dedicarme a pensar y escribir?
– Totalmente. No creo que haya mucha diferencia entre una cárcel y un monasterio; y la gente siempre se mete en monasterios para meditar y desarrollarse como personas.
– Pues sí, es una manera de verlo. Espero que no hayas tenido problemas por tener un padre en la cárcel.
– En absoluto. Estoy orgullosa de ti y aprovecho cualquier oportunidad para alardear de que te metieron en la cárcel por tus convicciones.
– ¿Convicciones?
– Vi a Erika Berger en la tele.
Mikael se puso pálido. Se había olvidado por completo de su hija cuando Erika diseñó la estrategia; según parecía, ella pensaba que su padre era tan inocente y puro como la nieve recién caída.
– Pernilla, yo no era inocente. Siento no poder hablar de lo que pasó, pero no me condenaron injustamente. El tribunal dictó sentencia basándose en los datos que tenía.
– Pero nunca les contaste tu versión.
– No, porque no puedo probarla. Metí la pata hasta el fondo y por eso tuve que ingresar en prisión.
– Vale. Entonces, contéstame a esta pregunta: ¿es un canalla Wennerström o no?
– Es uno de los cabrones más malvados que he conocido en toda mi vida.
– Vale. Ya está. Con eso me vale. Tengo un regalo para ti.
Sacó un paquete de su bolsa. Mikael lo abrió y encontró un cede con lo mejor de Eurythmics. Ella sabía que era uno de sus grupos favoritos. Él le dio un abrazo, metió inmediatamente el disco en su iBook y escucharon juntos Sweet Dreams.
– ¿Qué vas a hacer en Skellefteå? -preguntó Mikael.
– Estudios bíblicos en el campamento de una congregación que se llama La Luz de la Vida -dijo Pernilla como si fuese la cosa más natural del mundo.
A Mikael se le puso el vello de punta.
Se percató del gran parecido que había entre su hija y Harriet Vanger. Pernilla tenía dieciséis años, los mismos que Harriet cuando desapareció. Las dos contaban con un padre en cierto sentido ausente. Ambas se sentían atraídas por el entusiasmo religioso de sectas algo raras; Harriet por la congregación pentecostal del lugar y Pernilla por la filial de un grupo igual de chalado como La Palabra de la Vida.
Mikael no supo muy bien cómo abordar ese recién despertado interés de su hija por la religión. Temía entrometerse en su vida, inmiscuirse en su derecho a decidir por ella misma qué camino seguir. Al mismo tiempo, La Luz de la Vida era precisamente el tipo de congregación que Erika y él -sin duda alguna y de muy buena gana- no vacilarían en denunciar en un sarcástico reportaje de Millennium. Decidió tratar el tema con la madre de Pernilla en cuanto tuviera ocasión.
Esa noche Pernilla durmió en la cama de Mikael; él, por su parte, se instaló en el arquibanco de la cocina. Se despertó con tortícolis y los músculos doloridos. Pernilla estaba ansiosa por seguir su viaje, de modo que Mikael preparó el desayuno y luego la acompañó a la estación. Les quedaba un rato antes de que saliera el tren, así que compraron café en Pressbyrån y se sentaron en un banco al final del andén para charlar un rato. Unos minutos antes de llegar el tren, Pernilla cambió de tema.