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– Sólo quería saludarte. ¿Te pillo en mal momento?

Ella evitó su mirada. Mikael advirtió de inmediato que no estaba muy contenta de verlo.

– No… no; entra. ¿Quieres un café?

– Con mucho gusto.

La acompañó hasta la cocina. Cecilia le dio la espalda mientras llenaba la cafetera de agua. Mikael se acercó y le puso una mano sobre el hombro. Ella se quedó de piedra.

– Cecilia, me da la sensación de que no tienes muchas ganas de invitarme a tomar un café.

– No te esperaba hasta dentro de un mes. Me has cogido desprevenida.

Mikael percibió su malestar y le dio la vuelta para poder ver su cara. Permanecieron callados un instante. Ella seguía sin querer mirarlo a los ojos.

– Cecilia, deja el café. ¿Hay algún problema?

Ella negó con la cabeza e inspiró profundamente.

– Mikael, quiero que te vayas. No me preguntes nada. Simplemente márchate.

Mikael se fue camino a casa. Al llegar, indeciso, se quedó parado junto a la verja. Acto seguido, bajó hasta la orilla, junto al puente, y se sentó encima de una piedra. Encendió un cigarrillo mientras ponía en orden sus pensamientos, preguntándose qué podía haber cambiado la actitud de Cecilia Vanger de un modo tan drástico.

De repente escuchó el ruido de un motor y vio un gran barco blanco entrando en el estrecho por debajo del puente. Al pasar ante él, Mikael descubrió a Martin Vanger al timón, con la mirada concentrada en el agua a fin de sortear los posibles escollos. La embarcación era un yate de recreo de doce metros de eslora. Una máquina de un poderío impresionante. Se levantó y caminó por la orilla siguiéndolo. Descubrió, entonces, que ya había más barcos en el agua -lanchas motoras, veleros y numerosos Pettersson- amarrados en distintos embarcaderos. En uno de ellos vio un IF cabalgando sobre las olas que el yate generaba al pasar. También había barcos más grandes y caros, entre los que divisó un Hallberg-Rassy. Era ya casi verano, así que pudo advertir la división social que había también en la vida marinera de Hedeby. Martin Vanger poseía, sin duda, el barco más grande y costoso de aquel lugar.

Se detuvo bajo la casa de Cecilia Vanger y miró de reojo hacia las ventanas iluminadas de la planta superior. Luego volvió a casa y puso la cafetera. Mientras esperaba que el café estuviera listo, entró un momento en su cuarto de trabajo.

Antes de ingresar en la cárcel, había devuelto a Henrik Vanger la mayoría de la documentación relativa a Harriet. No le pareció muy apropiado dejar todo ese material en una casa solitaria durante tanto tiempo. Ahora los estantes estaban vacíos. Todo lo que le quedaba de la investigación eran cinco de los cuadernos personales de Henrik Vanger, que se había llevado a Rullåker y que, a estas alturas, ya conocía de memoria. Y además, advirtió, un álbum de fotos que había olvidado en lo alto de la librería.

Lo cogió y se lo llevó a la cocina. Se sirvió el café y se sentó a hojear el álbum. Se trataba de las fotos hechas el día en el que Harriet desapareció. Al principio, la última instantánea de Harriet en el desfile del Día del Niño, en Hedestad. Luego seguían ciento ochenta fotografías, extremadamente nítidas, del accidente del camión cisterna en el puente. Ya había estudiado varias veces el álbum; foto a foto y con la ayuda de una lupa. Ahora lo repasaba distraídamente; sabía que no encontraría nada que le aportara algo nuevo. De repente, se sintió harto del misterio de Harriet Vanger y cerró el álbum de un golpe.

Inquieto, se acercó a la ventana y dirigió su mirada a la oscuridad.

Luego volvió a mirar el álbum de fotos. Fue incapaz de explicar muy bien por qué, pero, de pronto, un fugaz pensamiento le vino a la mente, como si hubiese reaccionado ante algo que acababa de ver, como si un espíritu invisible le hubiese soplado suavemente en el oído. Se le puso el vello de punta.

Se sentó y volvió a abrir el álbum. Lo repasó página a página, examinando cada una de las fotos del puente. Contempló la versión joven de Henrik Vanger, empapado de fuel-oil, y la de Harald Vanger, un hombre al que todavía no le había visto el pelo. La barandilla destrozada del puente, los edificios, las ventanas y los vehículos que se veían en las imágenes… No le resultó nada difícil identificar a Cecilia Vanger, de veinte años de edad, en medio de la muchedumbre de espectadores. Llevaba un vestido claro y una chaqueta oscura y se la veía en una veintena de fotos.

Sintió una repentina emoción. Con los años, Mikael había aprendido a fiarse de sus instintos. Había algo en el álbum que llamaba su atención, pero no sabía definir lo que era exactamente.

A las once de la noche seguía sentado a la mesa de la cocina, observando fijamente las fotos, cuando oyó abrirse la puerta.

– ¿Puedo entrar? -preguntó Cecilia Vanger.

Sin esperar una respuesta se sentó frente a él, al otro lado de la mesa. Mikael tuvo una extraña sensación de déjà vu. Ella llevaba un vestido claro, amplio y fino, y una chaqueta de color gris azulado, una ropa casi idéntica a la que vestía en las fotos de 1966.

– Tú eres el problema -dijo ella.

Mikael arqueó las cejas.

– Perdóname, pero antes me cogiste completamente desprevenida. Ahora me siento fatal, no puedo dormir.

– ¿Por qué te sientes mal?

– ¿No lo entiendes?

Mikael negó con la cabeza.

– ¿Te lo puedo contar sin que te rías de mí?

– Prometo no reírme.

– Cuando te seduje este invierno no se trataba más que de un acto impulsivo de locura. Quería divertirme. Nada más. Aquella primera noche sólo tenía ganas de marcha, y ninguna intención de iniciar una relación más duradera contigo. Luego se convirtió en otra cosa. Quiero que sepas que las semanas en las que fuiste mi occasional lover fueron algunas de las mejores de mi vida.

– Yo también me lo pasé muy bien.

– Mikael, durante todo este tiempo te he mentido y me he estado mintiendo a mí misma. En el terreno sexual nunca he sido demasiado desinhibida. He tenido cinco o seis parejas a lo largo de mi vida. La primera vez tenía veintiún años. Luego, con veinticinco años, conocí a mi marido, que resultó ser un hijo de puta. Y después, en unas cuantas ocasiones, estuve con tres hombres distintos, a los cuales conocí con un par de años de intervalo. Pero tú me has sacado algo que yo llevaba dentro. Y siempre quería más. Será porque contigo todo resultaba muy fácil y no había exigencias ni compromisos de ningún tipo.

– Cecilia, no hace falta que…

– Shh, no me interrumpas. Si lo haces, nunca seré capaz de contártelo.

Mikael se calló.

– El día que ingresaste en prisión lo pasé muy mal. De repente ya no estabas, como si nunca hubieses existido. La casa de invitados a oscuras; mi cama, fría y vacía. De pronto volví a ser tan sólo una vieja de cincuenta y seis años. -Permaneció un momento en silencio, mirándolo a los ojos-. Me enamoré de ti este invierno. Sin querer, pero pasó. Y en un abrir y cerrar de ojos me di cuenta de que tú estás aquí de paso y de que un día te habrás ido para siempre, mientras que yo me quedaré para el resto de mis días. Me dolió tanto que decidí no dejarte entrar en mi casa cuando salieras de la cárcel.

– Lo siento.

– No es culpa tuya.

Permanecieron un rato callados.

– Cuando te fuiste esta noche, rompí a llorar. Ojalá tuviera otra oportunidad para volver a vivir mi vida. Luego tomé una decisión.

– ¿Cuál?

Ella bajó la mirada.

– Que debo estar absolutamente loca si dejo de verte tan sólo porque un día no estarás. Mikael, ¿podemos volver a empezar? ¿Puedes olvidar lo que ha pasado esta noche?

– Está olvidado -dijo Mikael-. Pero gracias por contármelo.

Ella seguía con la mirada baja.

– Si quieres hacerme tuya, yo estaré encantada.

En ese mismo momento Cecilia volvió a mirarle a los ojos. Luego se levantó y se acercó a la puerta del dormitorio. Mientras iba caminando dejó caer la chaqueta al suelo y se sacó el vestido por la cabeza.

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