Tras terminar de redactar el borrador, Martin Vanger llenó las copas de coñac. Henrik Vanger aprovechó la ocasión, se inclinó hacia delante y le explicó a Mikael en voz baja que este acuerdo de ninguna manera afectaría al que ya había entre ellos.
También se decidió que esta reorganización, con el fin de conseguir la máxima difusión entre los medios de comunicación, sería presentada el mismo día en el que Mikael Blomkvist ingresara en prisión, a mediados de marzo. Hacer coincidir un acontecimiento tan negativo con una nueva organización resultaba tan descabellado desde el punto de vista del marketing que no podría más que desconcertar a los detractores de Mikael y darle la máxima difusión a la reincorporación de Mikael a la revista. Pero también tenía su lógica: era la señal de que la bandera de peste que ondeaba sobre la redacción de Millennium estaba a punto de arriarse, y de que la revista tenía protectores dispuestos a jugar duro. Puede que el Grupo Vanger se encontrara en crisis, pero seguía siendo un grupo industrial de mucho peso que era capaz, si hiciera falta, de practicar un juego ofensivo.
Toda la conversación no fue más que un intercambio de palabras entre Erika, por una parte, y Henrik y Martin por otra. A Mikael nadie le preguntó su opinión.
Ya por la noche, en casa, Mikael estaba acostado en la cama con la cabeza apoyada en el pecho de Erika y mirándola a los ojos.
– ¿Cuánto tiempo lleváis hablando de este acuerdo Henrik Vanger y tú? -preguntó.
– Una semana, más o menos -contestó ella, sonriendo.
– ¿Christer está de acuerdo?
– Por supuesto.
– ¿Por qué no me dijiste nada?
– ¿Y por qué diablos iba a hablarlo contigo? Has dimitido del puesto de editor jefe, has abandonado tanto la redacción como la dirección y te has ido a vivir al quinto pino.
Mikael meditó la cuestión durante un rato.
– ¿Quieres decir que merezco ser tratado como un idiota?
– Oh, sí; claro que sí -le espetó con gran énfasis.
– Has estado muy enfadada conmigo, ¿verdad?
– Mikael, jamás me he sentido tan cabreada, abandonada y traicionada como cuando te marchaste de la redacción. Nunca me había sentido tan furiosa contigo.
Lo cogió por el pelo y empujó su cabeza hacia abajo.
Cuando Erika se fue de Hedeby el domingo, Mikael estaba tan molesto con Henrik Vanger que no quería arriesgarse a toparse con él ni con ningún otro miembro del clan. Así que se fue a Hedestad y pasó la tarde paseando por la ciudad, visitando la biblioteca y tomando café en una pastelería. Por la noche fue al cine y vio El señor de los anillos, que todavía no había visto pese a haberse estrenado hacía ya un año. De repente, le pareció que los orcos, a diferencia de los humanos, eran seres sencillos y nada complicados.
Remató la noche en el McDonald's de Hedestad y volvió a Hedeby con el último autobús, alrededor de medianoche. Preparó café, se sentó a la mesa de la cocina y sacó una carpeta. Se quedó leyendo hasta las cuatro de la mañana.
Había una serie de interrogantes en la investigación sobre Harriet Vanger que le parecían cada vez más peculiares a medida que iba profundizando en la documentación. No se trataba de descubrimientos revolucionarios que sólo él hubiera hecho, sino de problemas que habían tenido ocupado al inspector Morell durante largos períodos, sobre todo en su tiempo libre.
Durante el último año de su vida, Harriet Vanger había cambiado. En cierta medida, el cambio podía explicarse con aquella metamorfosis por la que todos, los adolescentes pasan, de una u otra manera, a cierta edad. Harriet se estaba convirtiendo en adulta, pero, en su caso, tanto los compañeros de clase como sus profesores y varios miembros de la familia daban testimonio de que se había vuelto reservada e introvertida.
La chica que dos años antes era una alegre adolescente completamente normal se había distanciado de su entorno. Resultaba obvio; en el instituto seguía relacionándose con sus compañeros, pero ahora lo hacía de una forma que una de sus amigas describió como «impersonal». La palabra usada por la amiga fue lo suficientemente inusual para que Morell la apuntara y continuara indagando. La explicación que le dio la amiga era que Harriet había dejado de hablar de sí misma, de contar cotilleos o de hacer confidencias.
Durante su infancia, Harriet Vanger fue todo lo cristiana que una niña puede serlo a esa edad: iba a catequesis, rezaba sus oraciones por la noche e hizo la primera comunión. En el último año también parecía haberse vuelto muy devota. Leía la Biblia y acudía regularmente a misa. Sin embargo, no había confiado en el pastor de la isla de Hedeby, Otto Falk, amigo de la familia Vanger; en su lugar acudió, durante la primavera, a una congregación pentecostal en Hedestad. Su compromiso con la iglesia pentecostal, sin embargo, no duró mucho. Al cabo de tan sólo dos meses abandonó la congregación y, en su lugar, empezó a leer libros sobre la fe católica.
¿Exaltación religiosa propia de la adolescencia? Tal vez, pero nadie más en la familia Vanger había sido particularmente religioso y resultaba difícil saber qué impulsos gobernaron sus pensamientos. Naturalmente, una posible explicación de su interés por Dios podría haber sido el fallecimiento de su padre, que había muerto ahogado por accidente un año antes. Gustaf Morell llegó a la conclusión de que había ocurrido algo en la vida de Harriet que la preocupaba o la influyó, pero le resultó difícil determinar de qué se trataba. Morell, al igual que Henrik Vanger, había dedicado mucho tiempo a hablar con sus amigas para intentar encontrar a alguien en quien Harriet hubiera confiado.
Depositaron ciertas esperanzas en Anita Vanger, hija de Harald Vanger y dos años mayor que ella, que pasó el verano de 1966 en la isla de Hedeby y que era considerada íntima amiga de Harriet. Pero tampoco Anita Vanger pudo dar explicaciones. Aquel verano pasaron mucho tiempo juntas: se bañaban, paseaban, hablaban de cine, de los grupos de pop y de libros. A menudo, Harriet acompañaba a Anita a sus clases de conducir. En una ocasión se medio emborracharon tras beber una botella de vino que robaron de la cocina. Además, durante semanas vivieron completamente solas en la cabaña que Gottfried tenía al final de la punta de la isla: una pequeña casa rústica que el padre de Harriet construyó a principios de los años cincuenta.
La cuestión sobre los sentimientos y pensamientos íntimos de Harriet quedó sin responder. Sin embargo, Mikael advirtió una discrepancia en la descripción: los datos que hablaban de su carácter reservado venían en gran parte de los compañeros del instituto y, en cierta medida, de los miembros de la familia, mientras que Anita Vanger en absoluto la había percibido como reservada. Tomó nota de ello para comentarlo con Henrik Vanger cuando tuviera ocasión.
Un interrogante más concreto, en el que Morell había puesto bastante más interés, era una misteriosa página de la agenda de Harriet Vanger, un bonito cuaderno de tapas duras que le regalaron la Navidad anterior a su desaparición. La primera mitad contenía un dietario donde Harriet apuntaba reuniones, fechas de exámenes del instituto, deberes y otras cosas por el estilo. La agenda tenía mucho espacio para notas personales, pero Harriet llevaba un diario sólo esporádicamente. Lo empezó en enero, llena de ambición, escribiendo unos breves apuntes sobre las personas con las que estuvo durante las vacaciones de Navidad, y unos comentarios sobre películas que había visto. Después, no anotó nada personal hasta su último día de clase, cuando, posiblemente -dependiendo de cómo se interpretaran los apuntes-, se interesó, desde la distancia, por un chico cuyo nombre no figuraba en la agenda.
La segunda parte era una agenda telefónica. Pulcramente apuntados en orden alfabético, incluía a familiares, compañeros de clase, ciertos profesores, unos miembros de la congregación pentecostal y otras personas de su entorno fácilmente identificables. El verdadero misterio lo constituía, no obstante, una última página parcialmente en blanco y ya fuera de la lista alfabética. Contenía cinco nombres y cinco números de teléfono: tres nombres femeninos y dos iniciales.