– No te voy a cansar con todos los detalles, pero, cuando yo estuve allí, Hitler y Stalin seguían siendo buenos amigos y aún no existía el frente oriental. Todo el mundo estaba convencido de que Hitler era invencible. Había un sentimiento de… optimismo y desesperación; creo que ésas serían las palabras adecuadas. Más de medio siglo después todavía me cuesta describir el ambiente. No me malinterpretes, nunca fui nazi y Hitler me parecía un ridículo personaje de opereta, pero resultaba difícil no dejarse contagiar por el optimismo y la confianza en el futuro que reinaba entre la gente de a pie de Hamburgo. A pesar de que la guerra se iba acercando cada vez más, y de que varias escuadrillas aéreas bombardearon la ciudad durante el tiempo que pasé allí, la gente parecía pensar que aquello era algo pasajero; que pronto llegaría la paz y que Hitler instauraría su Neuropa, la nueva Europa. La gente quería creer que Hitler era Dios. En eso consistía el mensaje que difundía la propaganda.
Henrik Vanger abrió uno de sus muchos álbumes de fotografías.
– Éste es Hermann Lobach. Desapareció en 1944; probablemente murió durante alguna incursión aérea y fue enterrado. Nunca supimos lo que le ocurrió. Durante las semanas que pasé en Hamburgo llegué a estar muy unido a él. Me alojaba en casa de su familia en un piso elegante, en el barrio acomodado de la ciudad. Nos veíamos a diario. Era tan poco nazi como yo, pero estaba afiliado al partido por comodidad. El carné de miembro le abrió muchas puertas y aumentó sus posibilidades de hacer negocios para el Grupo Vanger; y negocios fue precisamente lo que hicimos. Construíamos vagones de carga para sus trenes; siempre me he preguntado si alguno de los vagones tendría Polonia como destino. Les vendíamos tela para los uniformes y tubos para las radios, aunque oficialmente no sabíamos qué uso le daban a la mercancía. Y Hermann Lobach sabía cómo hacer llegar a buen puerto un contrato; era ameno y campechano. El perfecto nazi. Al cabo de algún tiempo empecé a darme cuenta de que también era un hombre que intentaba desesperadamente ocultar un secreto.
»La noche del 22 de junio de 1941, Hermann Lobach llamó de repente a la puerta de mi dormitorio y me despertó. Mi habitación era contigua a la de su mujer y me hizo señas para que estuviera callado, me vistiera y lo acompañara. Bajamos a la planta baja y nos sentamos en la sala de fumadores. Resultaba obvio que Lobach llevaba toda la noche despierto. Tenía la radio puesta y me di cuenta de que había pasado algo dramático; se había puesto en marcha la Operación Barbarroja. Alemania había atacado a la Unión Soviética durante el fin de semana de Midsommar. -Henrik Vanger hizo un gesto resignado con la mano-. Hermann Lobach puso dos copas sobre la mesa y sirvió unos buenos chupitos de aguardiente. Estaba visiblemente afectado. Al preguntarle qué significaba todo aquello, contestó, con clarividencia, que era el fin de Alemania y del nazismo. Le creí sólo a medias porque Hitler parecía invencible, pero Lobach me propuso un brindis por la caída de Alemania. Luego habló de los asuntos prácticos.
Mikael asintió dando a entender que seguía escuchando la historia.
– Para empezar, él no tenía ninguna posibilidad de contactar con mi padre para recibir instrucciones, pero, por iniciativa propia, decidió interrumpir mi estancia en Alemania y mandarme a casa tan pronto como fuera posible. En segundo lugar, quería que yo hiciera algo por él.
Henrik Vanger señaló un retrato amarillento y desportillado de una mujer morena de perfil.
– Hermann Lobach estaba casado desde hacía cuarenta años, pero en 1919 conoció a una mujer mucho más joven que él, de una belleza deslumbrante, de la que se enamoró perdidamente. Ella era una pobre y sencilla costurera. Lobach la cortejó y, al igual que tantos otros hombres adinerados, se pudo permitir instalarla en un piso a poca distancia de su oficina. Ella se convirtió en su amante. En 1921 dio a luz a una hija que fue bautizada como Edith.
– Hombre rico mayor, joven mujer pobre y una hija como fruto del amor; supongo que eso no fue un gran escándalo, ni siquiera en los años cuarenta -comentó Mikael.
– Correcto. Si no hubiera sido por un detalle: la mujer era judía y, por lo tanto, Lobach era padre de una hija judía en plena Alemania nazi. En la práctica, era un «traidor de la raza».
– Ah, eso, indudablemente, cambia las cosas. ¿Y qué pasó?
– La madre de Edith fue detenida en 1939. Desapareció y sólo nos queda imaginar su destino. Era bien conocido que tenía una hija que todavía no había sido registrada en ninguna lista de deportados, pero a la cual buscaba ahora una sección de la Gestapo, cuya misión era perseguir a los judíos fugitivos. En el verano de 1941, la misma semana que yo llegué a Hamburgo, se vinculó a la madre de Edith con Hermann Lobach, y él fue convocado a un interrogatorio. Confesó la relación y la paternidad, pero declaró que no tenía ni idea de dónde se encontraba su hija y que llevaba diez años sin saber de ella.
– ¿Y dónde estaba la hija?
– Yo la veía todos los días en casa de los Lobach. Era una chica de veinte años guapa y callada que limpiaba mi habitación y ayudaba a servir la cena. En 1937 la persecución de los judíos llevaba ya varios años y la madre de Edith le suplicó a Lobach su ayuda. Y él la ayudó; Lobach quería tanto a su hija ilegítima como a sus otros hijos. La ocultó en el sitio más inimaginable, ante las mismas narices de todos. Le consiguió papeles falsos y la contrató como asistenta.
– ¿Sabía su esposa quién era?
– No, ella no tenía ni idea de la situación.
– ¿Y qué pasó?
– Eso había funcionado durante cuatro años, pero ahora Lobach se sentía con la soga al cuello. Era sólo una cuestión de tiempo que la Gestapo llamara a su puerta. Todo esto me lo contó sólo unas semanas antes de que yo volviera a Suecia. Luego buscó a su hija y nos presentó. Era muy tímida y ni siquiera se atrevió a mirarme a los ojos. Lobach me suplicó que salvara su vida.
– ¿Cómo?
– Lo tenía todo organizado. Según los planes, yo me quedaría allí otras tres semanas más y luego cogería el tren nocturno a Copenhague para cruzar el estrecho en barco; un viaje relativamente seguro, incluso en tiempos de guerra. Dos días después de nuestra conversación, un carguero, propiedad del Grupo Vanger, iba a zarpar del puerto de Hamburgo con destino a Suecia. Entonces Lobach quiso sacarme de Alemania, sin más demora, en ese buque. Los cambios de planes tenían que ser aprobados por los servicios de seguridad. Unos simples trámites burocráticos; no habría problemas. Pero Lobach insistía en que yo me fuera ya.
– Junto con Edith, supongo.
– A Edith la subieron a bordo clandestinamente, escondida en una de las trescientas cajas que contenían maquinaria. Mi misión era protegerla en el caso de que fuese descubierta en aguas alemanas, e impedir que el capitán del barco hiciera una estupidez. Pero si todo iba bien, debía esperar hasta que nos alejáramos un buen trecho de Alemania antes de dejarla salir.
– Vale.
– Parecía fácil, pero el viaje se convirtió en una pesadilla. El capitán del barco se llamaba Oskar Granath; y no le gustó nada la idea de tener bajo su responsabilidad al engreído heredero de su jefe. Zarpamos de Hamburgo hacia las nueve de la noche, a finales de junio. Estábamos a punto de salir del puerto interior cuando la alarma empezó a sonar. Un ataque aéreo inglés, el peor que he visto en mi vida; y el puerto constituía, por supuesto, una zona prioritaria. No exagero si te digo que por poco me meo en los pantalones cuando vi que las bombas empezaban a caer cerca de nosotros. Pero de alguna manera sobrevivimos; y después de una avería en el motor y de una noche miserablemente tormentosa navegando por aguas minadas, llegamos a Karlskrona al día siguiente por la tarde. Y ahora me vas a preguntar qué pasó con la chica.
– Creo que ya lo sé.