– ¿Y cómo se lo tomó?
– Fue todo un shock para ella, claro. Se fue al extranjero una temporada. Durante algún tiempo pensé que no iba a volver.
– Pero ha vuelto.
– Martin era una de las pocas personas de la familia con las que Cecilia siempre se había llevarlo bien. Fue muy duro descubrir la verdad sobre él. Ahora también sabe lo que has hecho tú por la familia.
Mikael se encogió de hombros.
– Gracias, Mikael -dijo Henrik Vanger.
Mikael volvió a encogerse de hombros.
– ¿Sabes? La verdad es que no tendría fuerzas para escribir la historia -dijo-. Estoy de la familia Vanger hasta la coronilla.
Se quedaron un momento pensando en ello antes de que Mikael cambiara de tema.
– ¿Cómo llevas lo de volver a ser director ejecutivo después de veinticinco años?
– Es una solución sumamente provisional, pero… ojalá fuera más joven. Ahora sólo trabajo tres horas al día. Todas las reuniones se hacen en esta habitación y Dirch Frode se ha vuelto a incorporar como mi matón por si alguien nos causa problemas.
– Que tiemblen los jóvenes. Tardé mucho tiempo en darme cuenta de que Dirch Frode no sólo era un discreto consejero económico, sino también una persona que te soluciona los problemas.
– Exacto. Pero todas las decisiones se toman de común acuerdo con Harriet; es ella la que está al pie del cañón en la oficina.
– ¿Qué tal le va? -preguntó Mikael.
– Ha heredado las partes tanto de su hermano como de su madre. Juntos controlamos más del treinta y tres por ciento del grupo.
– ¿Es suficiente?
– No lo sé. Birger no se rinde e intenta ponerle la zancadilla. De pronto, Alexander se ha dado cuenta de que puede llegar a ser alguien importante y se ha aliado con Birger. Mi hermano Harald tiene cáncer y no vivirá mucho tiempo. El único paquete de acciones importante que queda, un siete por ciento, lo tiene él pero lo heredarán sus hijas. Cecilia y Anita se aliarán con Harriet.
– Entonces, controlaréis más del cuarenta por ciento.
– No ha existido nunca en la familia semejante cártel de voces. Ya habrá suficientes accionistas con un uno o un dos por ciento que voten igual que nosotros. En febrero Harriet me sucederá como directora ejecutiva.
– No la hará muy feliz.
– No, pero es necesario. Necesitamos nuevos socios y sangre fresca. Además, tenemos la posibilidad de colaborar con su propio grupo en Australia. Hay posibilidades.
– ¿Dónde está Harriet hoy?
– Mala suerte. Está en Londres. Pero tiene muchas ganas de verte.
– Si ella te sustituye, la veré en enero en la junta directiva.
– Ya lo sé.
– Dile que nunca hablaré con nadie, excepto con Erika Berger, de lo que ocurrió en los años sesenta.
– Lo sé y Harriet también lo sabe. Eres una persona de ley.
– Pero dile también que todo lo que ella haga a partir de ahora podría ir a parar a la revista si no tiene cuidado. El grupo Vanger no estará exento de vigilancia periodística.
– Se lo advertiré.
Mikael dejó a Henrik Vanger cuando el viejo, al cabo de cierto tiempo, empezó a adormilarse.
Mikael metió sus pertenencias en dos maletas. Al cerrar por última vez la puerta de la casita de invitados dudó un instante, pero luego se acercó a casa de Cecilia Vanger y llamó. No había nadie. Sacó su agenda, arrancó una hoja y le escribió unas palabras: «Perdóname. Te deseo todo lo mejor». Dejó la hoja, junto con su tarjeta de visita, en el buzón. El chalé de Martin Vanger estaba vacío. Un candelabro eléctrico iluminaba la ventana de la cocina.
Cogió el tren de la tarde de vuelta a Estocolmo.
Desde el día de Navidad hasta el de Nochevieja, Lisbeth Salander estuvo desconectada del mundo. No cogió el teléfono y no encendió el ordenador. Dedicó dos días a lavar ropa, fregar el suelo y arreglar un poco la casa. Amontonó cajas de pizza y pilas de periódicos de hacía más de un año y los tiró. En total, seis grandes bolsas negras de basura y una veintena de bolsas de papel llenas de periódicos y revistas. Era como si se hubiese decidido a empezar una nueva vida. Pensaba comprarse una nueva casa -cuando encontrara algo que le gustara-, pero hasta ese momento la que tenía estaría más limpia y reluciente que nunca.
Luego se quedó paralizada, pensando. Nunca antes en su vida había sentido una añoranza así. Quería que Mikael Blomkvist llamara a su puerta y… ¿qué? ¿Que la cogiera en sus brazos? ¿Que la llevara apasionadamente al dormitorio y le arrancara la ropa? No, en realidad, sólo quería su compañía. Quería oírle decir que la quería por ser quien era, que era especial en su mundo, en su vida. Quería que le diera una prueba de amor, no sólo de amistad y compañerismo. «Me estoy volviendo loca», pensó.
Dudaba de sí misma. Mikael Blomkvist vivía en un mundo poblado de gente con profesiones respetables y vidas ordenadas; todo muy maduro y adulto. Sus amigos hacían cosas, aparecían por la tele y salían en los titulares. «¿Para qué te serviría yo?» El terror más grande de Lisbeth Salander, tan grande y tan negro que había adquirido dimensiones fóbicas, era que la gente se riera de sus sentimientos. Y de repente le pareció que tenía toda su autoestima, la que tanto trabajo le había costado levantar, por los suelos.
Fue entonces cuando tomó una decisión. Le llevó horas reunir todo el coraje necesario, pero tenía que verlo y contarle cómo se sentía.
Cualquier otra cosa resultaba insoportable.
Necesitaba una excusa para llamar a su puerta. Todavía no le había regalado nada por Navidad, pero sabía lo que le iba a comprar. En una tienda de cosas antiguas había visto una serie de carteles publicitarios de hojalata de los años cincuenta, con figuras en relieve. Uno representaba a Elvis Presley con una guitarra en la cadera. Le salía un bocadillo, como los de los cómics, que contenía la frase Heartbreak Hotel. Lisbeth no tenía el más mínimo gusto para la decoración de interiores, pero incluso ella se dio cuenta de que el cartel quedaría estupendamente en la casita de Sandhamn. Costaba setecientas ochenta coronas, pero ella, por principios, regateó el precio, que se quedó en setecientas. Se lo envolvieron para regalo, lo cogió bajo el brazo y se fue paseando hacia su casa de Bellmansgatan.
En Hornsgatan, por casualidad, le echó un vistazo al Kaffebar y, de repente, descubrió a Mikael saliendo en compañía de Erika Berger. Él le decía algo a Erika y ella se reía poniéndole un brazo alrededor de la cintura y dándole un beso en la mejilla. Desaparecieron por Brännkyrkagatan en dirección a Bellmansgatan. Sus gestos no dejaban lugar a malentendidos: resultaba obvio lo que tenían en mente.
El dolor fue tan inmediato y detestable que Lisbeth se detuvo en seco, incapaz de moverse. Una parte de ella quiso correr tras ellos. Quería coger el cartel de hojalata y usar el afilado borde para cortar en dos la cabeza de Erika Berger. Sin embargo, no hizo nada. Los pensamientos se arremolinaban en su mente. «Análisis de consecuencias.» Al final, se tranquilizó.
«Salander, eres una idiota deplorable», se dijo en voz alta.
Dio la vuelta y se fue a casa, a su recién limpiado apartamento. Cuando pasaba por Zinkensdamm se puso a nevar. Tiró a Elvis en un contenedor de basura.
* * *