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«En 1949, Gottfried tenía veintidós años. El primer asesinato ocurrió en su tierra. En Hedestad. Rebecka Jacobsson, oficinista del Grupo Vanger. ¿Dónde la conociste? ¿Qué le prometiste?»

Lisbeth Salander se mordió el labio inferior. Obviamente, el problema era que Gottfried Vanger se había ahogado, borracho, en 1965, mientras que el último asesinato se cometió en Uppsala en febrero de 1966. Se preguntaba si no se habría equivocado al introducir el nombre de Lena Andersson, la estudiante de diecisiete años, en la lista. «No. No se trataba exactamente del mismo modus operandi, pero sí de la misma parodia de la Biblia. Tiene que estar relacionado.»

A las nueve ya había empezado a oscurecer. Hacía más frío y lloviznaba. Mikael estaba sentado junto a la mesa de la cocina tamborileando con los dedos cuando el Volvo de Martin Vanger pasó por el puente y desapareció en dirección a la punta de la isla. Fue eso, en cierta medida, lo que condujo el asunto hasta sus últimas consecuencias.

Mikael no sabía qué hacer. Todo su cuerpo ardía en deseos de hacerle preguntas, de enfrentarse a él. No se trataba de una actitud muy inteligente si sospechaba que Martin Vanger era un asesino loco, autor del crimen de su hermana y de una chica de Uppsala, y que, además, había intentado matarle a tiros. Pero Martin Vanger le atraía como un imán. E ignoraba lo que Mikael sabía, así que podía acercarse a verle con el pretexto de… bueno, por ejemplo, ¿para devolverle la llave de la casita de Gottfried? Mikael cerró la puerta con llave y se fue paseando lentamente hacia la punta.

Como ya era habitual, la casa de Harald Vanger estaba a oscuras. La de Henrik Vanger tenía todas las luces apagadas, excepto la de una habitación que daba al patio. Anna ya se había acostado. En la casa de Isabella también reinaba la oscuridad. Cecilia no estaba. Había luz en la planta superior de la casa de Alexander Vanger, pero no en las dos casas habitadas por personas que no pertenecían a la familia Vanger. No se veía ni un alma.

Indeciso, se detuvo ante la casa de Martin Vanger, sacó el móvil y marcó el número de Lisbeth Salander. Seguía sin contestar. Apagó el teléfono para que no sonara.

Había luz en la planta baja. Mikael cruzó el césped y se paró a unos pocos metros de la ventana de la cocina, pero no percibió ningún movimiento. Continuó rodeando la casa deteniéndose en cada ventana sin ver a Martin Vanger. En cambio, descubrió que la puerta lateral del garaje estaba entreabierta. «No seas idiota.» Pero no pudo resistir la tentación de echar un rápido vistazo.

Lo primero que apreció, encima de un banco de carpintería, fue una cajita abierta con munición de escopeta para cazar alces. Luego, justo debajo, vio dos bidones de gasolina. «¿Preparándote para hacer otra visita nocturna, Martin?»

– Entra, Mikael. Te he visto en el camino.

El corazón de Mikael se paró. Volvió la cabeza lentamente y vio a Martin Vanger en la penumbra, junto a la puerta que llevaba al interior de la casa.

– No puedes evitar meter tus narices donde no te llaman, ¿a que no?

La voz resultó tranquila, casi amable.

– Hola, Martin -contestó Mikael.

– Entra -repitió Martin Vanger-. Por aquí.

Dio un paso hacia delante y otro a un lado, y le hizo un gesto con la mano izquierda invitándole a entrar. Levantó la mano derecha y Mikael descubrió el apagado reflejo de un metal.

– Llevo una Glock en la mano. No hagas ninguna tontería. A esta distancia no fallaría.

Mikael se acercó despacio. Al llegar donde estaba Martin Vanger se detuvo y le miró a los ojos.

– Tenía que venir. Hay muchas preguntas.

– Lo entiendo. Por esta puerta.

Mikael entró lentamente en la casa. El pasadizo conducía a la cocina, pero, antes de llegar, Martin Vanger le detuvo poniéndole ligeramente una mano en el hombro.

– No, hasta la cocina no. A la derecha, allí. Abre la puerta lateral.

El sótano. Cuando Mikael había bajado ya la mitad de la escalera, Martin Vanger accionó un interruptor y se encendieron varias luces. A la derecha estaba el cuarto de la caldera. Desde enfrente le vino un olor a detergente. Martin Vanger lo guió por la izquierda, hasta un trastero con muebles viejos y cajas. Al fondo, otra puerta. Una puerta blindada de acero con cerradura de seguridad.

– Es aquí -dijo Martin Vanger mientras le lanzaba un juego de llaves-. Abre.

Mikael abrió la puerta.

– Hay un interruptor a la izquierda.

Mikael acababa de abrir la puerta del infierno.

A eso de las nueve, Lisbeth se fue a por un café y un sándwich de la máquina del pasillo. Seguía hojeando viejos papeles buscando algún rastro de Gottfried Vanger en Kalmar en 1954. Sin éxito.

Pensó en llamar a Mikael, pero decidió repasar también los boletines informativos antes de retirarse.

La habitación medía aproximadamente cinco por diez metros. Mikael supuso que, geográficamente, se extendía bajo el lado norte del chalé.

Martin Vanger había decorado su cámara de tortura privada con esmero. A la izquierda, cadenas, argollas metálicas en el techo y el suelo, una mesa con cuerdas de cuero para atar a sus víctimas. Y un equipo de vídeo. Un estudio de rodaje. Al fondo había una jaula de acero en la que podía encerrar a sus invitados durante mucho tiempo. A la derecha de la puerta, una cama y un rincón para ver la televisión. Sobre una estantería, Mikael pudo ver numerosas películas de vídeo.

En cuanto entraron en la habitación, Martin Vanger apuntó con la pistola a Mikael y le ordenó que se tumbara boca abajo en el suelo. Mikael se negó.

– Vale -dijo Martin Vanger-. Entonces, te pegaré un tiro en la rodilla.

Apuntó. Mikael cedió. No tenía elección.

Había esperado a que Martin bajara la guardia durante una décima de segundo; sabía que ganaría una pelea contra él. Se le presentó una pequeña oportunidad en el pasadizo de arriba, cuando Martin le puso una mano en el hombro, pero en ese preciso momento dudó. Luego Martin no se había vuelto a acercar. Sin rodilla estaría perdido. Se tumbó en el suelo.

Martin se aproximó por detrás y le dijo que pusiera las manos en la espalda. Se las esposó. Luego le pegó una patada en la entrepierna, seguida de una buena tunda de violentos puñetazos.

Lo que ocurrió después parecía una pesadilla. Martin Vanger oscilaba entre la racionalidad y la enfermedad mental. Por momentos, en apariencia, estaba tranquilo. Acto seguido caminaba de un lado para otro del sótano como una fiera enjaulada. Pateó a Mikael repetidas veces. Mikael no pudo hacer otra cosa que intentar protegerse la cabeza y encajar los golpes en las partes blandas del cuerpo. Al cabo de unos minutos, el cuerpo de Mikael presentaba un buen número de dolorosas heridas.

Durante la primera media hora, Martin no pronunció ni una palabra y resultó imposible comunicarse con él. Luego pareció tranquilizarse. Fue a por una cadena, se la puso a Mikael alrededor del cuello y la cerró con llave en torno a una argolla del suelo. Le dejó solo durante aproximadamente un cuarto de hora. Al volver, traía una botella de agua mineral de un litro. Se sentó en una silla observando a Mikael mientras bebía.

– ¿Me das un poco de agua? -preguntó Mikael.

Martin Vanger se inclinó hacia delante y le dejó beber generosamente de la botella. Mikael tragó con avidez.

– Gracias.

– Siempre tan educado, Kalle Blomkvist.

– ¿A qué han venido esas patadas? -preguntó Mikael.

– Es que me cabreas mucho. Mereces ser castigado. ¿Por qué no volviste a casa? Te necesitaban en Millennium. Yo lo decía en serio: la habríamos convertido en una gran revista. Podríamos haber colaborado durante muchos años.

Mikael hizo una mueca mientras intentaba poner el cuerpo en una posición más cómoda. Estaba indefenso. Lo único que le quedaba era su voz.

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