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– Los asesinos de la mafia tienen una firma propia -dijo Winter en voz baja-. Hacen cosas que se supone que dejan un mensaje. Pero no es el caso de la Sombra. Sus asesinatos, al contrario, intentan ocultar una rutina. Esta vez me parece que se ha sentido frustrado. Frustrado y quizá presa de una ira racista. Para él, Leroy Jefferson no era más que un obstáculo infortunado. Opino que deberíamos actuar con rapidez, tal como hace él.

Robinson reflexionó sobre la propuesta de Winter y asintió con la cabeza.

– Simon, creo que estás en lo cierto. Debemos sacar a la señora Kroner y al rabino de Miami Beach hoy mismo. En este momento. Ahora.

Como Winter le dirigió una mirada inexpresiva, Robinson añadió con exasperación:

– ¡Maldita sea! Ellos dos son la explicación de todo esto, ¿no? Sin ellos ¿qué tenemos? Herman Stein se convierte de nuevo en un suicida, y Sophie Millstein entra en los archivos como caso no resuelto, agresor desconocido. Otra maldita estadística. Y en cuanto a Irving Silver, se queda para siempre donde esté. Se le clasifica como desaparecido, probablemente ahogado, y punto. ¿Cuántos otros hay en esa misma categoría? ¡Lo único que apunta a la Sombra en relación con varios asesinatos son estas dos personas! Sin ellos, jamás conseguiremos llevarlo ante un tribunal.

Winter tardó un momento en responder.

– Eso ya lo sé. -E iba a añadir algo más cuando Frieda Kroner lo interrumpió. Había palidecido ligeramente y sacudía la cabeza.

– Yo no pienso irme -afirmó.

Robinson la miró.

– Por favor, señora Kroner. Sé que su intención es loable, pero no es el momento. Estoy convencido de que corre usted un grave peligro, y la considero esencial para poder condenar a este asesino. Por favor, déjeme que la ayude…

– Sólo se me puede ayudar de una manera, detective: encontrando a la Sombra.

– Señora Kroner…

– ¡No! -contestó enfadada-. ¡No, no y no! Ya hemos hablado otras veces de irnos y hemos decidido que no. -Se puso en pie-. ¡No pienso huir ni esconderme! Si viene a por mí y estoy sola, le plantaré cara sola. Puede que me mate, ¡pero le presentaré batalla con uñas y dientes! ¡Una vez intenté esconderme de ese hombre y me costó mi familia entera! ¡No pienso repetirlo! ¿Lo entiende, detective? -Hizo una inspiración profunda-. Estoy asustada, sí, y también soy vieja. Pero no estoy tan débil y decrépita como para no tomar decisiones por mí misma, ¡y decido que voy a quedarme pase lo que pase! -Se giró hacia Rubinstein-. Rabino, esto sólo me concierne a mí, la vieja testaruda que le está hablando. Usted debe decidir por sí mismo…

– Y mi decisión es la misma -repuso él y le cogió la mano-, mi querida y vieja amiga. Sea cual sea la amenaza que pesa sobre nosotros, le haremos frente juntos. Prepare una o dos bolsas e instálese en la habitación de invitados de este apartamento durante una semana o el tiempo que dure esto. Entonces podremos afrontar juntos lo que venga. -Miró a Robinson-. Hemos perdido mucho por culpa de ese canalla. Familias y ahora amigos, y sólo quedamos nosotros dos. No sé si juntos seremos más fuertes que él, pero debemos intentarlo. Así que gracias, detective, por preocuparse por nuestra seguridad, pero nos quedamos aquí.

Robinson abrió la boca para decir algo, pero Winter lo cortó:

– Hazles caso, Walter.

Robinson se giró hacia el ex policía para replicar airado, pero se lo pensó mejor. Intentó conformarse pensando en la ventaja que le ofrecería contar con los dos ancianos cerca.

– Está bien -aceptó finalmente-. Pero les pondremos protección. Asignaré un agente que estará aquí las veinticuatro horas del día. -Recogió el retrato robot-. Ha llegado el momento de que esto nos sirva para algo.

El plan era sencillo. Aquella noche, en los servicios religiosos de dos docenas de templos y sinagogas se leería un mensaje breve y contundente:

Un individuo conocido como la Sombra, presunto autor de crímenes contra los nuestros en Berlín durante las grandes tinieblas, es sospechoso de encontrarse viviendo en Miami Beach. Se insta a todo el que posea alguna información acerca de esta persona a que se ponga en contacto con el rabino Chaim Rubinstein o con el inspector Walter Robinson de la policía de Miami Beach.

No se iba a mencionar nada en relación con los asesinatos. Simon pensaba que el anuncio era ya demasiado específico y que corrían el riesgo de que la Sombra se asustara y huyera, pero Walter había insistido en que el texto tenía que ser directo, y si su presa huía, ya se dedicaría él a perseguirla sin prisas allá adonde fuera, dejando a los dos ancianos a salvo. Además, no creía que la Sombra se enterase directamente de aquel mensaje; pues era muy improbable que asistiese a ningún oficio religioso. Así pues, se enteraría de aquel mensaje por terceras personas. Una conversación en un vestíbulo o un ascensor. Tal vez en un restaurante o un quiosco de periódicos. Y abrigaba la esperanza de que aquel anuncio lo incitara a dar pasos sin precaución. Eso era lo único que quería, que la Sombra actuara sin pensar, sin preparar nada. Y entonces Robinson estaría esperándolo.

Más importante aún, y en eso estaba de acuerdo con Simon, era que la Sombra seguía sin saber que su anonimato corría peligro. Era meramente una cuestión de ponerle nombre al retrato.

Winter había sugerido añadir un elemento más al plan, y a Robinson le pareció sensato. Los dos debían llevar el retrato robot de la Sombra a los presidentes de varias comunidades de vecinos, entre ellas la del difunto Herman Stein. Tal vez alguien podría orientarlos en la dirección adecuada.

Cuando Robinson regresó a su oficina se encontró con que Espy había llamado. Había dejado información sobre la llegada de su vuelo y un mensaje de lo más críptico: «Misión cumplida con cierto éxito.»

No se permitió especular con lo que podía significar, aunque se lo comunicó a Winter cuando ambos se dirigían a Miami Beach, a un mundo de rascacielos de apartamentos.

– Tal vez ha conseguido el nombre -aventuró Simon.

– Seguramente ya no usará el mismo.

– Puede que no, pero mira, si desaparece de pronto, por lo menos tendrás algo con que empezar en los registros. Registros de inmigración, de impuestos, de organizaciones de ayuda humanitaria después de la guerra. Voy a convertirte en un historiador. Lo que creo es que entró en Estados Unidos con ese nombre antes de cambiárselo. Quizás haya algo en la Seguridad Social. Nunca se sabe.

– Augura un montón de trabajo.

– Y la gente cree que ser inspector de Homicidios es todo fama y gloria, ¿eh?

Robinson rió brevemente. Había dejado a la pareja de ancianos en el apartamento del rabino, preparando un té para el agente que les habían asignado como protección. Sus órdenes eran sencillas: no dejar pasar a nadie a menos que tuviera una autorización personal de él o unas credenciales en regla. Había cogido una copia del retrato robot y la había pegado con cinta adhesiva a la puerta de entrada, al lado de la mirilla. Los bloques de pisos tienen escasas ventajas, pero una de ellas es que cuando uno cierra la puerta el apartamento tiene las mismas características de seguridad que una cueva: una única entrada y una única salida. Eso le permitió tener la sensación de que todo estaba mínimamente controlado.

– Pero -añadió Simon- no creo que vayas a encontrar a ese individuo a través de métodos convencionales. Nunca ha sido así. Pienso que él te encontrará a ti. Tenemos que adelantarnos y robarle la posición.

– Así se dice en baloncesto, ¿no?

– Exacto. Cuando uno está jugando de defensa contra un rival muy bueno, intenta calcular en qué punto de la cancha pretende situarse el otro, y simplemente se coloca allí antes que él. -Hizo una pausa y añadió-: Él nunca ha experimentado esa sensación tan fastidiosa.

– Por lo menos, que nosotros sepamos -comentó Robinson.

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