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Tan pronto oyó las primeras palabras supo que era una persona mayor:

– ¡Oh, Dios mío, por favor, envíe a la policía enseguida! ¡Alguien la ha asesinado! ¡Oh, pobre señora Millstein! ¡Envíe una ambulancia! ¡Ayuda! ¡Por favor!

Su trabajo incluía manejar los ataques de histeria.

– De acuerdo, señora. Enseguida. Déme una dirección.

– Sí, sí, oh, The Sunshine Arms, 1290. Thirteenth Court. Por favor, dense prisa…

– Señora, ¿qué clase de asistencia necesita? ¿Qué ha sucedido? -prosiguió la operadora 3 con tono perfectamente monocorde.

– ¡Mi Henry y yo oímos ruidos y él bajó a investigar y el señor Finkel también bajó y ella estaba muerta! ¡Oh, Dios mío, cómo está el mundo! Envíe a la policía, por favor. Alguien la ha matado. ¡Oh, señor, adónde iremos a parar!

– No cuelgue, por favor. -Dejó la línea en espera y pulsó otro botón-: Atención. Posible diez-treinta en 1290 Thirteenth Court. Código Tres. Personas en el escenario del crimen. Oficial, por favor, responda… -Pulsó otro botón y se conectó con la central de ambulancias-. Tenemos un diez-treinta en el 1290 de Thirteenth Court, y hay ancianos implicados. Probablemente alguien necesite asistencia. -Éste no era precisamente el protocolo, pero hacía más de diez años que era operadora del 911 y sabía que, en más de una ocasión, las sirenas y la excitación causaban alteraciones cardíacas en los ancianos.

Después, con calma, volvió a la mujer frenética:

– Señora, la ayuda ya va de camino. Policía y ambulancia llegarán enseguida.

– Mi Henry lo vio en la parte trasera. Era un negro y Henry lo atrapó en el callejón, seguro, pero luego escapó y yo corrí a telefonear. ¡Oh, pobre señora Millstein!

– Señora, ¿el autor del crimen aún sigue ahí?

– ¿Qué? ¿Quién? No; escapó por el callejón.

– Señora, no cuelgue. Necesito su nombre y dirección.

De nuevo dejó la línea en espera mientras marcaba otro número.

– Miami Beach, Homicidios, soy el detective Robinson -contestó una voz.

– Detective, soy la operadora 3 del 911. Creo que ya no tendrá una noche tranquila. Acabo de recibir un posible diez-treinta en el complejo de apartamentos The Sunshine Arms, South Beach. Un coche patrulla ya va en camino, pero tal vez querrá enviar a alguien allí antes de que lo revuelvan todo.

Walter Robinson reconoció la voz.

– Lucy, mi noche no habría sido completa sin una llamada tuya.

Ella sonrió, deseando por un instante ser más joven, más atractiva y que su marido no estuviese en casa roncando en la gran cama de matrimonio, y luego repuso:

– Bien, detective, pues ya está completa. Tengo a una anciana histérica en línea, diciendo que el asesino ha escapado del escenario del crimen. Tal vez tenga suerte si se da prisa.

– ¿Suerte? -repuso Robinson-. Últimamente esta palabra escasea.

La operadora asintió. Alzó la mirada y vio que la número 17 entraba en la sala; parecía avergonzada por llegar tarde.

– Bien, detective, si no necesita suerte…

– No digo que no la necesite, Lucy. Sólo digo que no hay mucha disponible. Especialmente por la noche en esta ciudad.

– Amén -dijo ella mientras volvía a conectarse a la mujer y por el auricular oía una sirena distante que se acercaba, su aullido insistente alzándose por encima de los sollozos de la anciana.

Walter Robinson colgó y anotó la dirección en un papel, pensando que fuera hacía calor, un calor pegajoso como el aceite, asqueroso y espeso, que dificultaba la respiración. Ya sabía lo que encontraría cuando abandonase el frescor artificial de la oficina de Homicidios: un mundo compacto impregnado de una humedad oleosa que se pegaría a su pecho como una chaqueta ceñida.

Inspiró hondo y metió en un cajón los manuales de derecho que estaba estudiando; luego cogió su radioteléfono del cargador eléctrico. «Es una noche horrible para morir», pensó vagamente.

A Robinson, envejecido menos por los años que por el permanente cinismo callejero, le faltaba muy poco para conseguir licenciarse en derecho, un título que pensaba sería su pasaporte para dejar el trabajo de policía. Condujo a toda velocidad a través de las amarillentas luces de sodio que conferían a la ciudad un resplandor sobrenatural. Aunque no se consideraba nativo de Miami, ya que ésta era una categoría reservada a los chiflados que hablaban arrastrando las sílabas y los sureños de clase baja del condado de Dade, él había nacido y crecido en Coconut Grove, hijo de una maestra de escuela primaria.

Su segundo nombre de pila era Birmingham, aunque nunca lo usaba. Era demasiado difícil explicar a los policías de Miami Beach, sobre todo blancos e hispanos, por qué le habían puesto el nombre, al menos en parte, de una ciudad. Su madre era prima lejana de uno de los niños muertos en el atentado con bomba en una iglesia de Birmingham en 1963, de manera que cuando él nació, poco tiempo después, ella había aliviado parte de su frustración poniéndole el nombre de aquella ciudad de Alabama, algo que haría que, como a menudo le recordaba, nunca olvidase sus orígenes.

No obstante, olvidar sus orígenes no le parecía nada terrible. Walter Robinson nunca había estado en su homónimo de Alabama, y no le apetecía regresar a la parte de la ciudad donde había crecido. El Grove es una curiosa zona de Miami. Por un accidente del tiempo y el desarrollo, uno de los peores barrios bajos quedó ensamblado directamente en una de sus áreas más prósperas, creando un constante flujo y reflujo de miedo, furia y envidia. Robinson había vivido con todo ello y no disfrutaba especialmente al recordarlo.

Por otra parte, a pesar de llevar ocho años en el departamento de policía de Miami Beach, primero de uniforme y luego tres como detective, tampoco lo consideraba su hogar. Pensaba que su desarraigo no era normal y eso le preocupaba, aunque generalmente trataba de ignorarlo.

Bajó por Thirteenth Court y vio los coches patrulla aparcados delante del Sunshine Arms. Se alegró de que los uniformados ya hubiesen extendido la omnipresente cinta amarilla por gran parte de la zona. Salió de su coche sin distintivos y pasó andando junto a un grupo de ancianos reunidos en una esquina del patio. Un sargento le saludó por su nombre cuando se acercó al edificio, a lo cual respondió con un movimiento de la cabeza.

– Bien, ¿qué tenemos?

– Una víctima anciana, en el dormitorio. La puerta trasera parece forzada; da a un patio y es una de esas correderas que mi hijo de seis años podría abrir.

– Ya. ¿Signos de lucha?

– No demasiados. Al parecer, el sujeto arrambló con todo lo que pudo antes de que los vecinos llegaran. Debió de echar a correr cuando los oyó acercarse. Uno de ellos, un tal Henry Kadosh, del piso de arriba, lo alcanzó en el callejón y le vio bastante bien. Su mujer llamó al 911.

– ¿Y bien?

– Hombre de raza negra. Joven, de veintitantos. De uno sesenta a uno ochenta. Complexión delgada, tal vez unos 70 kilos. Zapatillas deportivas altas y camiseta oscura.

– Parece que me estés describiendo a mí -dijo Walter Robinson-. Antes de que me vaya de aquí alguien va a decir: «pero es que todos se parecen», seguro -añadió imitando la voz de un anciano.

El sargento sonrió burlonamente y dijo:

– Cuando te has acercado alguien ha gritado: «¡Ahí, es ése!»

Robinson rio.

– Probablemente. No sería la primera vez.

– Bien, he radiado una orden de búsqueda. Tal vez tengamos suerte.

– Eres la segunda persona que me dice esto en la última media hora, y esta noche no me siento precisamente afortunado.

El sargento se encogió de hombros.

– Sospecho que ella tampoco. -Hizo un gesto hacia el apartamento.

– ¿Crees que los testigos podrán trabajar con un dibujante para hacer un retrato robot?

– El anciano dice haberlo visto bien. Pero después de decirlo su mujer le dio sus gafas.

– Fantástico. ¿Están allí? -Robinson señaló un grupo de ancianos.

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