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Winter sintió que lo inundaba un sentimiento de dureza.

«Ellos siempre eran fáciles, ¿verdad? Unas veces eran jóvenes asustados y otras viejos atemorizados, pero siempre se sentían desesperados y perdidos, y tú nunca fuiste así, ¿verdad? No, tú siempre conservabas el control. Pero cometiste un error cuando mataste a Sophie Millstein, porque ni te imaginaste que su vecino fuera a levantarse contra ti. En ningún momento imaginaste que en este ancho mundo pudiera haber alguien que considerara que dar contigo fuera un reto tan inmenso como tú consideras que lo es permanecer oculto. Y jamás se te ocurrió que ese hombre que ha decidido darte caza proviniera de un mundo que no conoces. Y yo también sé mucho sobre la muerte, tal vez tanto como tú, porque yo también soy viejo y no me queda tanto tiempo que me importe, lo cual me hace imprevisible y también me convierte en un hombre peligroso, y tú nunca te has enfrentado a un hombre peligroso, ¿verdad?»

Winter alargó la mano, cogió un bolígrafo y un cuaderno de páginas amarillas y empezó a escribir unas notas para sí mismo.

«¿Qué es lo que sé? -se preguntó. Y se respondió-: Más de lo que creo.

»Sé que eres viejo pero que quizás aparentas ser más joven. Sé que eres fuerte, porque los años te han tratado bien.

»¿Por qué matas? Para permanecer oculto.»

Winter hizo una pausa. «Eso no es suficiente, ¿no? Ahí hay mucho más que la simple intención de mantenerte seguro, ¿a que sí?»

Sonrió. «Disfrutas con ello, ¿verdad? ¿Te gusta la idea de que alguien pueda reconocerte? Cuando Sophie Millstein te descubrió frente a la heladería en el centro comercial Lincoln Road, no te produjo ningún escalofrío de miedo, ¿verdad que no? No, el escalofrío que sentiste fue de placer, porque estabas de caza una vez más y eso es lo que te gusta, ¿verdad?»

Entonces se le ocurrió una idea horrible, y por un segundo le tembló el bolígrafo sobre el cuaderno. «A lo mejor Sophie Millstein no te descubrió por accidente. A lo mejor tú llevabas un tiempo persiguiéndola. Y a los otros también. ¿A cuántos?»

Le rechinaron los dientes. Cuando todo parece apuntar en una dirección, de pronto surgen otras posibilidades. Se advirtió a sí mismo: «Cíñete a lo que esté al alcance de tu mano.»

Muy bien. Siguió hablando consigo mismo, maniobrando a través del laberinto de contradicciones que podía ser la Sombra. «Muy bien, ¿qué más sabes? Sé que no le da miedo la policía, porque fue a por mí sin mucha preparación. Simplemente iba a quitarme la vida y luego dejar que limpiara mis restos el detective Robinson. De modo que piensa que no pueden detenerle. ¿Por qué?»

La respuesta se le reveló de inmediato: «Porque no es un delincuente.»

«Si yo descubriera hoy cómo te llamas, ¿qué me diría tu nombre? Que nunca te han detenido. Que nunca te han tomado las huellas dactilares. Que nunca han introducido tu nombre en un banco de datos de delincuentes por ser sospechoso de ningún delito. Que nunca has engañado a la hora de pagar impuestos. Que nunca te has retrasado en un pago ni has dejado de abonar un préstamo ni has devuelto tarde un coche de alquiler. Que nunca te han parado por conducir bebido. Que ni siquiera te han puesto una multa por exceso de velocidad. Has llevado una existencia discreta invisible; una vida ejemplar con una única excepción: tú matas a personas.»

Simon Winter exhaló el aire despacio. Afirmó con la cabeza para sí. «Eso es lo que hace que te sientas seguro. Sabes que la policía opera en un mundo circunscrito por la rutina.» Se acordó de la famosa frase de Claude Rains en la película Casablanca: «Examina a los sospechosos habituales.» «Pero a ti jamás te atraparían en ese corral, ¿verdad? Porque tú no encajas en lo que nos han enseñado que debemos buscar. Leroy Jefferson sí que encajaba, y por eso al detective Robinson le fue tan fácil encontrarlo. Pero tú no eres un drogadicto de los bajos fondos podrido por el crack, ¿verdad que no?»

Apoyó el cuaderno sobre el reposabrazos del sillón. Se preguntó si Walter Robinson habría conseguido que preparasen el retrato robot. De pronto lo invadió el deseo de ver al hombre del que había estado tan cerca y durante tan pocos segundos en la oscuridad de su apartamento. «Estoy empezando a entenderte, Sombra -susurró para sus adentros-. Y cuanto más te entiendo, más luz arrojo sobre tu sombra.»

Miró los libros esparcidos a su alrededor y de pronto se le ocurrió una idea. «Estoy buscando en el sitio que no es -pensó-. Estoy preguntando a quien no debo preguntar. El rabino, Frieda Kroner, Esther y el Centro del Holocausto, todos los historiadores… Me estoy equivocando de gente. De lo único que saben ellos es del miedo y la amenaza que creó el hombre llamado la Sombra. He de encontrar a uno de los hombres que ayudaron a crearlo a él.»

Simon Winter tomó un libro del montón que tenía al lado, titulado: Enciclopedia del Tercer Reich. Pasó las páginas rápidamente hasta que encontró un organigrama. Anotó varios números y denominaciones en su hoja de notas y después aspiró profundamente.

«Dudo que resulte -pensó-. Pero en situaciones más difíciles me he visto. Y además es algo que tú no te esperas, ¿verdad?»

Recogió sus cosas y se levantó. Justo al salir de la biblioteca había una fila de teléfonos, y repitió el número de Esther Weiss en el Centro del Holocausto y también los de los historiadores con los que había hablado. Por un instante vio su imagen reflejada en el cristal de la ventana de la puerta principal de la biblioteca y se dio cuenta de que había movido los labios mientras llevaba a cabo aquella conversación unilateral. Aquello le hizo gracia. Las personas mayores siempre están hablando consigo mismas, porque no las escucha nadie más. Forma parte de la inofensiva locura que conlleva la edad. A veces hablan con los hijos ausentes, o con amistades que han perdido hace tiempo, o con hermanos desaparecidos. En ocasiones conversan con Dios. A menudo charlan animadamente con fantasmas. «Yo -pensó Simon sonriendo para sí- hablo con un asesino oculto.»

Walter Robinson también se sentía frustrado.

El retrato robot de la Sombra le devolvió la mirada desde su mesa de trabajo. El dibujante había trazado el rostro con una sonrisa leve, casi burlona, que irritaba al detective. No era el dibujo en sí, sino la sonrisa, porque hablaba de anonimato y de un carácter esquivo.

Había empezado a ejecutar varias operaciones rutinarias de detección, las típicas tareas que suelen realizar los policías y que suelen obtener cierto éxito. Pero hasta el momento sus esfuerzos habían resultado infructuosos. Había enviado por fax la huella parcial del dedo pulgar tomada del cuello de Sophie Millstein al laboratorio del FBI en Maryland, para ver si el ordenador era capaz de encontrar alguna coincidencia. El matrimonio entre la tecnología de huellas dactilares y los ordenadores se ha desarrollado con lentitud. Durante años, los emparejamientos los realizó el ojo humano, lo cual, naturalmente, requería que el policía que buscaba una coincidencia supiera quién era su sospechoso para que el técnico pudiera comparar la huella encontrada en la escena del crimen con un ejemplar tomado como Dios manda. Sólo en los últimos años se ha creado una tecnología informática que permite introducir una huella desconocida en una máquina y extraer una identidad de los millones de huellas archivadas. El ordenador del condado de Dade, una versión en pequeño del que utilizaba el FBI, ya había fracasado. Robinson no abrigaba muchas esperanzas de que el Bureau aportara algo distinto. Y debido a la inmensidad de la muestra del FBI, el examen de la misma llevaría más de una semana, y no sabía si disponía de ese tiempo.

Pasó varias horas irritantes en el ordenador buscando en los datos algún indicio de la Sombra. Había dos entradas con la palabra «sombra» en «apodos conocidos», pero una de ellas correspondía a un asesino a sueldo hispano, al que se suponía muerto víctima del habitual ajuste de cuentas entre narcotraficantes, y la otra se refería a un violador que trabajaba en la zona de Pensacola y cuyo mote se lo había puesto el periódico local. Probó con diversas variantes, pero sin éxito. Incluso tuvo la ingeniosa idea de repasar las listas de contribuyentes usando el apellido alemán Schattenmann, pero resultó un callejón sin salida.

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