Levantó una mano y se secó el sudor de la frente, concentrado en el alijo.
«Sólo probaré una pizca», se repitió.
Se detuvo un momento delante de la puerta de su apartamento. Los deshilachados restos de cinta policial amarilla colgaban lacios del marco agrietado y astillado. La puerta en sí la habían cambiado, pero de manera poco eficaz. Alargó el brazo y la empujó, y se abrió. No estaba cerrada con llave.
– Malditos drogatas, probablemente me lo han robado todo -masculló.
Se revolvió en el asiento y bramó por encima del hombro:
– ¡Sois unos cabrones! ¡No tenéis respeto por las cosas ajenas!
De una habitación distante le llegó un grito: «¡Jódete!», y desde el otro extremo del pasillo alguien vociferó: «¡Cállate ya, puto negro!»
Aguardó un momento para ver si había alguna respuesta más, pero el pasillo quedó sumido en el silencio. No había visto a nadie en la calle y tampoco en los rellanos. Se sintió solo, lo cual no le molestó porque no tenía ninguna gana de compartir lo que le aguardaba debajo de aquella baldosa suelta.
Se acordó de lo que había dicho Walter Robinson: «Hogar, dulce hogar.»
Empujó la puerta para abrirla de par en par y pasó al interior con la silla de ruedas.
En el apartamento hacía calor y el aire estaba denso, como si las paredes acumularan un mes entero de días opresivos. Cerró de un portazo a su espalda y buscó el interruptor.
Pero su mano no llegó a tocar la pared, porque fue detenida por una garra que le aferró el antebrazo.
En el mismo instante una voz gélida dijo:
– De momento no vamos a necesitar luz, señor Jefferson.
El miedo lo recorrió de arriba abajo.
– ¿Quién es usted? -boqueó.
La voz se había situado a su espalda, y exhaló una breve risa antes de contestar:
– Pero si ya lo sabe, ¿no es así, señor Jefferson? -El hombre hizo una pausa y luego preguntó-: Dígamelo usted. ¿Quién soy?
Al mismo tiempo que aquellas palabras se esparcían en la oscuridad del apartamento, Jefferson se vio súbitamente lanzado hacia atrás cuando el hombre, soltándole el brazo, pasó a sujetarlo apretando un musculoso antebrazo contra la frente, un movimiento que le echó la cabeza atrás y le dejó el cuello al descubierto. Jefferson lanzó una exclamación ahogada y alzó las manos al sentir el frío helado de un cuchillo contra la garganta.
– No, señor Jefferson, baje las manos. No me obligue a matarlo antes de que hayamos tenido oportunidad de hablar.
Sus manos, con los dedos en tensión hacia el cuchillo, se quedaron inmóviles en el aire. Poco a poco las fue bajando hacia los costados, a las ruedas de la silla. Ahora su cerebro trabajaba a toda velocidad, más allá del miedo, intentando saber qué hacer. Abrió la boca para pedir socorro, pero volvió a cerrarla de golpe. «No acudirá nadie, grites lo que grites», se recordó. Y es muy posible que este tipo te rebane el cuello antes de que puedas pronunciar la segunda palabra. Se acordó del grito sofocado de Sophie Millstein antes de morir, y eso le provocó un escalofrío; el miedo le estaba aflojando el intestino, pero luchó contra él haciendo inspiraciones rápidas y profundas, controlando el temblor de las manos y el hormigueo en los párpados. «Convéncele para que te suelte -se dijo-. Sigue hablando. Intenta alcanzar un trato.»
– Así está mejor -dijo la voz-. Ahora, ponga las manos muy despacio detrás de la silla, con las muñecas juntas.
– No hace falta que haga esto, estoy dispuesto a decirle todo lo que quiera saber.
– Excelente, señor Jefferson. Eso me resulta muy tranquilizador. Ahora, mueva las manos muy despacio. Piénselo de esta manera: cualquier nudo que ate, siempre puedo desatarlo. Alejandro Magno lo demostró. ¿Usted sabe quién fue Alejandro Magno, señor Jefferson? ¿No? Eso me parecía. Pero sí que sabrá que siempre es más sensato complacer a un hombre que le ha puesto un cuchillo en la garganta.
La inexpresiva voz parecía paciente, fría, con un leve matiz de urgencia. Pero la hoja del cuchillo le estaba mordiendo la piel y su exigencia resultaba obvia. La presión se incrementó ligeramente, lo suficiente para hacer brotar un fino hilo de sangre. Jefferson puso las manos a la espalda tal como se le pedía. Sintió el cuchillo resbalar por el cuello en dirección al oído, a la nuca, y por fin apartarse.
Entonces experimentó un impulso momentáneo de saltar, de contraatacar, pero se disipó tan rápido como había llegado. Se dijo: «Conserva la sangre fría. No puedes huir ni puedes luchar.» De pronto se oyó el ruido de algo que se desgarraba y sintió que le sujetaban las manos con cinta aislante.
Cuando tuvo los brazos inmovilizados, la silla fue empujada hasta el centro de la habitación. Esperó, jadeando igual que un corredor que intenta alcanzar a los que van en cabeza.
– ¿Quién eres, tío? ¿Qué quieres? ¿Para qué me atas? No voy a irme a ninguna parte.
– Así es, señor Jefferson.
– ¿Quién eres? ¿Qué buscas?
– No, señor Jefferson. Ésa es la pregunta que quiero hacerle yo: ¿quién soy?
– Tío, no tengo ni idea. Algún blanco loco, eso serás.
La voz rió otra vez.
– No ha empezado bien, señor Jefferson. ¿Por qué me miente?
El hombre se inclinó y pinchó con el cuchillo en los vendajes de la destrozada rodilla de Jefferson. Aquello le provocó un relámpago de dolor que le recorrió todo el cuerpo.
– ¡Joder! ¿Pero qué hace? ¡No sé una mierda!
– ¿Quién soy, señor Jefferson?
– No lo sé. No lo he visto en mi vida.
– No me gustan las mentiras. Una vez más: ¿quién soy, señor Jefferson?
– No lo sé, no lo sé. Dios, ¿por qué me hace esto? -gimió Leroy con ansiedad.
El indeseado visitante suspiró. Jefferson sintió el cuchillo en la pierna; tensó los músculos del estómago para contrarrestar el dolor que vendría a continuación, pero en cambio la voz siguió hablando.
– Le he visto hoy, señor Jefferson. En la sala del tribunal, declarándose culpable de todos aquellos fingidos cargos. Abrigaba grandes esperanzas para usted cuando me enteré de su detención. Imagine la sorpresa que me llevé esta mañana al ver en el periódico que lo habían absuelto del asesinato de la señora Millstein y que iba a ayudar a la policía en sus investigaciones. Por supuesto, el periódico no decía qué investigaciones eran ésas, pero pensé que era mejor pecar de precavido. Así que fui a la sala del tribunal y me senté entre el público de las filas del fondo y esperé a que apareciera usted. Tenía cara de estar absorto en algo, señor Jefferson. Deseoso de dedicarse a lo suyo y sin prestar atención a su entorno. Ésa es una mala costumbre para toda persona de tendencias delictivas ¿no cree? Hay que ser más listo para estar al tanto de quién es quién y qué es qué, incluso en una sala de tribunal atestada. Debería haberse tomado la molestia de estudiar todas y cada una de las caras que había allí. Pero usted no hizo tal cosa, ¿verdad, señor Jefferson? En vez de eso, me proporcionó cómodamente su domicilio. Así que vine aquí y decidí esperarle. Porque tenía unas preguntas y ciertas dudas, y odio la incertidumbre. Usted es un delincuente profesional, señor Jefferson. ¿No cree que lo más inteligente siempre es asumir lo peor, asumir que existe un problema, y si al fin no existe uno se lleva una sorpresa de lo más
agradable? ¿No es verdad, señor Jefferson?
– Oiga, no sé de qué diablos me está hablando… -Pero lo interrumpió un dolor agudo, provocado por el cuchillo que se hundió de nuevo en los vendajes. Y jadeó en tono áspero-: Maldita sea, eso duele, tío. Yo no sé nada, está loco, déjeme en paz…
– ¿Quién soy, señor Jefferson?
Leroy no respondió. Las lágrimas de dolor que le resbalaban por las mejillas le humedecían el rostro. Muy poco de lo que decía resultaba inteligible. Lo único que notaba era un sabor ácido y seco en la boca.
– Usted es un asesino -dijo al fin.
El hombre dudó, y Leroy lo oyó aspirar profundamente.