Esta idea lo enfureció, porque sabía que era cierta.
Siguió mirando la ventana abierta, como si pudiera obligarla a proporcionarle alivio, casi como si esperara ver cómo el viento se colaba entre sus lamas de cristal. Su frustración lo puso alerta, de modo que cuando lo que entró por la ventana fue ruido en lugar de aire fresco, no le costó nada percatarse de lo que estaba ocurriendo.
Unos pasos vacilantes por la escalera significaban que algún vecino volvía a casa borracho. Los pasos de dos personas que se movían despacio, pausadamente, significaban que algún camello y su matón iban a cobrar una deuda. Pero el toc-toc-toc de varios zapatos pesados que corrían por la escalera sólo significaba una cosa. Leroy Jefferson se levantó de un brinco, con lo que lanzó la cánula al suelo, y tras tropezar con la silla cruzó la habitación de una zancada. Su novia soltó un ronquido y abrió los ojos sorprendida cuando la empujó a un lado para alcanzar el revólver que guardaba bajo el colchón. Susurró con premura la palabra «policía» a la vez que un puño golpeaba la puerta y Lion-man gritaba la misma palabra. El policía y el sospechoso de asesinato habían hablado prácticamente al unísono.
La chica tiró de la sábana para cubrirse hasta los pechos y gritó:
– ¡Leroy, no!
Pero Leroy Jefferson no le hizo caso. Se giró medio agachado junto al colchón y, tras levantar el revólver, disparó dos veces, a través del salón, hacia la puerta principal, justo cuando se combaba abruptamente debido a un mazazo.
En cuanto hubo llamado y anunciado su presencia, el sargento se había hecho a un lado para que el Leñador tuviese espacio para maniobrar con la maza. El fornido inspector bramó como un animal herido cuando, justo al asestar el primer golpe al marco de la puerta, la segunda bala de Jefferson rebotó en el cerrojo y se le incrustó en el brazo izquierdo. Hubo un estallido de piel, sangre y músculo, convertidos en una masa de un vivo escarlata. El Leñador se retorció y la maza cayó al suelo con un ruido sordo, golpeando la reja de la barandilla. El Leñador siguió aullando mientras movía las piernas de forma espasmódica, como un corredor que intenta en vano acelerar con los pies hundidos en la arena. Sus alaridos, puras manifestaciones de dolor, se elevaron por encima del repentino griterío de los demás policías, que se lanzaban al suelo para protegerse o se apretujaban contra las paredes del edificio.
Los dos novatos que estaban atrás oyeron los disparos y los gritos atormentados del Leñador, y corrieron con las armas preparadas hacia la parte delantera del edificio.
Al ver al inspector retorcerse de dolor, el sargento Lion-man se agachó para tomar la maza sin dejar de soltar juramentos. La echó atrás con el movimiento de un bateador y la descargó contra la puerta. La madera se astilló al tiempo que se oyó otro disparo procedente del interior del piso. Esta bala atravesó también la puerta y zumbó por encima de la cabeza del sargento, que encadenó una segunda tanda de juramentos a la vez que descargaba de nuevo la maza contra la madera.
Robinson sujetó al Leñador y lo apartó de la posible línea de fuego. Oyó cómo, detrás de él, Juan Rodríguez renegaba en español y, tras mezclar piadosamente un «mierda» tras otro con algún «ave María Purísima», gritaba a Lion-man que se quedara donde estaba. Oyó cómo otro miembro del equipo comunicaba un 10-45 (agente abatido) por radio. Lion-man bramó otra vez, furioso como un poseso, y levantó la maza para asestar el golpe final que arrancaría la puerta del marco. En la fracción de segundo que el sargento tardó en dirigir su último ataque, Robinson escuchó, en medio del estruendo de gritos, pasos, maldiciones y ruido de cristales rotos, un tono que no alcanzó a discernir.
Cuando el marco se partió y la puerta se abrió de repente tras una violenta patada del sargento, Robinson se enderezó y entró rápidamente.
Cruzó la abertura, seguido por Rodríguez y dos policías más. Todos gritaron «¡Policía!» y «¡No se muevan!» y apuntaron sus armas, que sujetaban con ambas manos, a izquierda y derecha, como les habían enseñado. Lo primero que vieron fue a la novia de Leroy Jefferson, desnuda y de pie en el centro de la habitación, chillando fuera de sí. Les lanzó un vaso de agua que se hizo añicos contra la pared, y uno de los agentes de Miami City se agachó y le disparó. Falló. La bala se incrustó en la pared detrás de ella, a apenas quince centímetros de su oreja, lanzando un hilo de polvo de yeso al aire. Juan Rodríguez tuvo la presencia de ánimo de alargar la mano para sujetar la del agente y bajársela para que no volviera a disparar, a la vez que, enfadado, gritaba incoherentemente en dos lenguas distintas.
Robinson echó un vistazo alrededor. Había tanta confusión y tanto ruido que le dificultaban la visión. Fue casi como si pudiera notar la ausencia repentina del sospechoso. Se volvió hacia la novia desnuda, que estaba muy rígida, con los ojos desorbitados, sin intentar cubrirse, como si le sorprendiera haber recibido un disparo y seguir viva.
– ¿Dónde está? -gritó Robinson.
Ella lo miró sin comprender.
– ¿Dónde está? -bramó Robinson.
Esta vez la cabeza de la joven se ladeó y Robinson siguió con los ojos la breve mirada que dirigió al cuarto de baño.
– ¡Mierda! -masculló.
Cruzó de un salto la habitación, como un saltador de altura que se acerca al listón, y se apretujó contra la pared, junto a la puerta cerrada. Alargó con cautela la mano hacia el pomo y lo giró. No se abrió. Inspiró hondo y retrocedió para dar un puntapié enérgico a la endeble puerta. Ésta se combó y se abrió de golpe.
Robinson entró en el reducido cuarto de baño y vio al instante la ventana rota. Apartó la silla que se había utilizado para romper el cristal y se metió en la bañera de un salto. Tras casi caerse de un resbalón, se aferró al alféizar. Se asomó al exterior y vio el lugar donde tendrían que estar los dos novatos. Pero sólo vio la figura vaga y fantasmagórica de Leroy Jefferson, dos pisos más abajo, incorporándose tambaleante en el patio trasero bajo una tenue luz, revólver en mano.
– ¡Quieto! -gritó.
Jefferson alzó la vista hacia la ventana y al punto se giró y huyó corriendo.
– ¡Maldita sea! -soltó Robinson-. El muy cabrón ha saltado. -Y en ese momento se percató de que no había nadie en el exterior del edificio, salvo Espy Martínez-. ¡Joder! -exclamó-. ¡Espy! ¡Ten cuidado! -chilló impotente a través de la ventana rota.
Luego se dio la vuelta y corrió desesperadamente hacia la puerta principal.
Sola, donde empezaba la oscuridad, Espy empezó a avanzar Pero se detuvo. Apenas distinguió la advertencia que le gritó Robinson, al surgir de la noche y el ruido, y sólo sirvió para aumentar la confusión que ya sentía.
¿De qué debía tener cuidado?
Había visto el asalto al piso desde su punto de observación, donde estaban estacionados los vehículos policiales; se había desarrollado como una obra de teatro lejana, interpretada en una lengua desconocida. Los disparos, los gritos, los golpes resonantes de la maza contra la puerta… Sabía que algo había salido mal, pero, desde su posición, no sabía qué.
Empezó de nuevo a avanzar. Le pareció importante hacer algo: moverse, actuar. La obstinación le recorría el cuerpo armando revuelo en su interior, enfrentándose con las repentinas sensaciones de duda y miedo que querían encadenarle las extremidades. Mientras estas emociones encontradas luchaban por hacerse con el control, vio que una figura se dirigía a toda velocidad hacia ella.
Leroy Jefferson corría descalzo por la tierra y las zonas de cemento que formaban la entrada de los apartamentos. No tenía una idea clara de hacia dónde se dirigía, ya que sólo pensaba en escapar. Unos trozos de cristal roto le lastimaron la planta de los pies, pero no les prestó atención.
De repente, le pareció estar en la cancha, delante de todo el mundo, con la pelota en las manos, elevándose hacia el aro. Los gritos de los policías se desvanecían tras él, mezclados con distantes vítores recordados de un gimnasio hasta los topes.