– ¿Y eso?
– Bueno, si vas a dispararte, supongo que lo normal es poner el revólver así… -Se llevó un dedo a la sien-. O así… -Se introdujo el índice en la boca.
– Ya. Ahora que lo dice, es lógico. Nunca he querido matarme, así que no he pensado demasiado en ello.
– Pero sujetar un pesado revólver para apuntarte a la frente, como hizo Stein, es más bien raro. Verá, tienes que sostenerlo así y, entonces, apretar el gatillo. Y puede que tengas que ayudarte con el pulgar.
– Sí, es verdad. ¿Qué insinúa?
– Nada. Sólo que es raro.
– Bueno, un suicidio es un suicidio. También podría haber saltado por la ventana; vivía en un décimo piso. O haberse ahogado en el mar; lo tenía a una manzana. O haberse lanzado delante de un autobús. Hemos tenido de todo. De modo que sí, puede que sujetar así ese revólver del treinta y ocho no fuera cómodo, pero bueno, sobre gustos…
Richards lo observó con suspicacia.
– ¿Tiene experiencia en esta clase de asuntos, señor Winter?
– Fui policía en Miami City. Me retiré hace años.
– Vaya, mi padre también lo era. Pero le dieron en la pierna a finales de los sesenta. Tuvo que retirarse también.
Winter pensó un instante y recordó a un hombre corpulento y rubicundo.
– Lo recuerdo. En un atraco a un banco, ¿verdad? Persiguió al hombre seis manzanas, sangrando todo el camino. Al final lo atrapó.
– Pues sí, oiga -se alegró el inspector-. ¡Joder! ¡Menuda memoria tiene!
– ¿Cómo está su padre ahora?
– Sigue llevando un barco de pesca en Islamorada. Mucha cerveza fría y chicas que quieren broncearse. Le va muy bien.
– Me alegro.
– Oiga, señor Winter, ¿quiere que le haga copias del expediente? Quizá de esta forma se le ocurra algo más.
– Sí, gracias. Pero me gustaría hacerle otra pregunta rápida.
– Dispare.
– El revólver lo encontraron justo debajo de la mano, ¿verdad?
– Sí. Justo debajo. Faltaba una bala. Y quedaban cinco en el tambor.
– Pero, con la fuerza del disparo y las manos que se le fueron hacia atrás… -Simon abrió despacio los brazos y se echó hacia atrás en la silla para mostrarle lo que quería decir-. Bueno, ¿no sería de esperar que el revólver hubiera caído bastante más lejos?
– Es usted muy agudo, señor Winter -comentó el otro con una sonrisa-. Sí, podría ser si hubiera sido un arma pequeña del veintidós o del veinticinco. Pero un revólver del treinta y ocho pesa una tonelada. Como una piedra. No iría demasiado lejos.
Simon asintió.
– ¿La puerta estaba cerrada con llave cuando llegó la señora de la limpieza? -quiso saber.
– Sí. Entró con una llave maestra. Como le he dicho, no hay nada raro.
– Aun así, me gustaría tener esas copias -afirmó Simon.
– Ningún problema. Pero no se las enseñe a nadie. Son documentos oficiales de la policía, ya sabe.
– Hombre, las normas no han cambiado tanto desde que yo me sentaba en una mesa como la suya.
Richards sonrió y se dirigió a la fotocopiadora mientras Winter esperaba sentado, pensando en los últimos instantes de Herman Stein. Concluyó que todo estaba en orden y totalmente claro… y también rematadamente dudoso y oscuro. Ambas cosas a la vez.
Le costó varios intentos orientarse en el laberinto telefónico de la Universidad de Massachusetts; cada vez que marcaba la extensión directa del profesor G. W. Stein, iba a parar a un limbo telefónico. No consiguió que le pasaran la llamada hasta que logró hablar con la secretaria del departamento de Literatura Inglesa. Detestaba hacer esa clase de llamadas, ya desde que era inspector de policía. Pero le alivió pensar que habían pasado unos meses desde la muerte de Herman Stein, y quizá parte de la herida causada por aquel balazo habría cicatrizado.
– ¿Profesor Stein?
– Sí. No concedo prórrogas. Los trabajos finales deben presentarse el miércoles a más tardar. ¿Con quién hablo, por favor?
– Profesor, me llamo Simon Winter…
– ¿No es estudiante?
– No. Soy investigador. Le llamo desde Miami.
– ¿Investigador? ¿Y qué está investigando?
Winter buscó una respuesta concisa para esta pregunta. No se le ocurrió ninguna.
– Profesor, le pido disculpas por llamarlo para hablar sobre un tema difícil, pero antes de su muerte, su padre escribió una carta a mis… -buscó una palabra que describiera a aquellos tres ancianos- a mis clientes.
– ¿Mi padre escribió una carta? ¿A quién?
– A un rabino que no conocía. Otro hombre que vivió en Berlín durante la guerra hasta que lo atraparon y lo enviaron a un campo de concentración.
– No me diga. ¿Una carta a un hombre que no conocía? ¿Y qué decía en ella?
– Que había reconocido a un hombre al que no había visto desde…
– La guerra.
– Exacto. Este hombre…
– La Sombra -dijo el profesor con frialdad.
Winter dio un respingo.
– Correcto -dijo.
El profesor guardó silencio un momento. Después prosiguió con sequedad:
– Mi padre solía ver a Der Schattenmann, señor Winter. Lo veía en sueños que se convertían en pesadillas, y se despertaba gritando y sudando, y mi madre tardaba horas en tranquilizarlo. Lo veía haciendo cola en el banco, entre los espectadores del cine y en el pasillo del supermercado. Veía a Der Schattenmann en los coches que nos adelantaban en la autopista y en la parada del autobús. Una vez lo llevé a un partido de béisbol en el Fenway Park, y vio a Der Schattenmann en los servicios. Otra vez lo vio en las gradas de un partido de los New York Knicks que estábamos viendo por televisión. La Sombra estaba en todas partes, señor Winter. Mi padre lo imaginaba en todas partes.
Simon se hundió en el asiento. Estaba en el salón de su casa, sentado en su raído sofá con un bloc de papel y varios lápices en la mesilla, y de repente se sintió ridículo.
– Así que si justo antes de su muerte… -dijo vacilante.
– ¿Contó a alguien que había visto a Der Schattenmann?
Sólo
sería ligeramente extraño, señor Winter.
– ¿Ligeramente?
– Sí. Lo único fuera de lo corriente es que casi siempre, y no se me ocurre ninguna vez que fuera distinto, me llamaba a mí, o a mi hermano o a mi hermana, para explicarnos que lo había visto. Y uno de nosotros repasaba con él las circunstancias y los recuerdos hasta que lográbamos quitarle de la cabeza lo que creía haber visto. No recuerdo que nunca se pusiera en contacto con un desconocido para hablar de ese asunto.
– ¿No cree que alguna vez viera realmente…?
– No, claro que no. Además, hablé con él un día antes de su muerte y no me mencionó nada. Estaba alterado. Más nervioso más ansioso, más deprimido que nunca. Pero todo el rato habló sobre nuestra madre, no sobre Der Schattenmann. Creo que me lo habría mencionado si lo hubiera visto.
– ¿Y usted habría podido tranquilizarlo y convencerlo de que no lo había visto en realidad?
– Exacto.
– ¿Parecía asustado?
El profesor tardó un momento en contestar.
– Quizá. Quizá pudiera añadirse miedo a la mezcla de todas las cosas que sentía. Recuerdo que me quedé preocupado y llamé a mis hermanos. Decidimos que uno de nosotros debería ir a verlo a Miami, pero, para cuando lo tuvimos todo organizado, ya era demasiado tarde.
El profesor vaciló de nuevo antes de añadir:
– ¿Le parezco frío, señor Winter? ¿Insensible?
– No -mintió Winter.
– Es extraño, señor Winter, odiar a alguien a quien amas por hacerse algo a sí mismo. Sientes muchas cosas contradictorias.
– Lamento habérselo recordado de esta forma.
– No; descuide. En cierto modo, es más fácil hablar con un desconocido que con alguien a quien conoces. ¿Conocía a mi padre, señor Winter?
– No.
– Era un hombre excepcional.
– ¿En qué sentido?
– Tenía muy presentes sus deudas. Siempre estaba intentando pagar sus deudas.
– ¿Monetarias?
– No. Deudas del alma, señor Winter. -El profesor rió, como si recordara algo divertido-. Le pondré un ejemplo. Mi nombre completo es George Washington Woodburn Stein. No es un nombre normal y corriente, ¿eh?