El policía se echó a reír y su compañero lo imitó, haciendo muecas y palmeándose la pierna con la mano.
– Es evidente que va a hacer lo imposible por tenerla contenta, y ya sabes cómo van estas cosas, la pequeña y dulce Yolanda es muy avispada. Tal vez no sea una lumbrera en física nuclear, pero aprenderá rápidamente quién es quién y qué es qué, y pedirá las cosas más bonitas y más elegantes.
– Qué dulce es la vida -añadió Juan Rodriguez.
– Y ya sabes, todo eso cuesta dinero… -Anderson puso los ojos en blanco y elevó las palmas al cielo, como rogando que llovieran billetes.
– Ya me lo imagino -sonrió Rodriguez.
– Me encantaría ver cómo le jodes el negocio. Si tu sospechoso es de esta zona, entonces lo más seguro es que haya ido derecho al Helping Hand. Sólo hay un problema…
– ¿Cuál?
– Que el viejo Reginald sabe que no puede tener en su tienda esa mierda robada, porque incluso nosotros los polis tontos iríamos a por él. No sé cuáles son sus conexiones, pero creo que se está librando de la mercancía muy rápido.
Anderson asintió.
– Tal vez sea muy tarde para que encuentres ese material en la tienda. Y no vas a obtener una orden de registro por una corazonada.
El grandullón sonrió a su compañero.
– Aún así no haremos ningún mal si ayudamos a este hermano detective y vemos cómo el viejo Reg se retuerce un poco. Es probable que incluso él comprenda la diferencia entre recibir propiedad robada y ser cómplice de un asesinato en primer grado. Tal vez podamos ilustrarle al respecto.
Robinson acompañaba el tono divertido de los sargentos con una expresión adecuada, pero por dentro sentía urgencia y ansiedad: tal vez estaba recorriendo el camino correcto.
– Id delante -dijo en voz baja.
El Helping Hand tenía una fachada estrecha y ventanas protegidas con gruesos barrotes negros. La propia puerta estaba reforzada con planchas de acero y varios cerrojos, lo cual le confería a la entrada apariencia de sombría fortaleza medieval. Robinson vio que una serie de espejos evitaba que nadie entrase allí sin ser visto, puesto que no quedaba ninguna sombra donde esconderse. Una cámara de vídeo enfocada a la puerta se encendía cuando ésta se abría, un detalle que señaló Juan Rodríguez.
– Eh, Reginald, amigo -exclamó-. Tienes una mierda muy moderna. Alta tecnología, sí señor. Me gusta, de veras. Muy bueno.
– Tengo que proteger mi mercancía -dijo una voz hosca detrás del mostrador.
Reginald Johnson era un hombre bajo y fornido, ceñudo, de ojos muy juntos. Sus brazos de culturista llenaban las mangas de la camiseta que vestía. Llevaba una pistola de 9 mm enfundada en su cadera derecha para desalentar a los clientes belicosos y Robinson supuso que guardaba una escopeta del 12 en el estante del mostrador, fuera de la vista pero al alcance de la mano.
– ¿Qué se os ha perdido por aquí? Necesitáis una orden para registrar este sitio -dijo.
– Pero qué pasa, Reggie, si sólo estamos mirando la mercancía. Nos gusta ver lo que los comerciantes locales ofrecen. Es nuestra manera de ayudar a promocionar las buenas normas y las relaciones entre la comunidad -ironizó Juan Rodríguez-. Como esta vitrina llena de armas, Reg. Ya ves, ya sé que puedes sacar la documentación correspondiente a cada una de ellas, ¿verdad que sí?
Rodríguez tamborileó los dedos en el cristal del mostrador.
– ¡Vete a la mierda! -murmuró.
– Reg, ¿necesitas el archivo de registro de las armas? -se oyó en la oscura trastienda.
– Ahí tienes a Yolanda -susurró Anderson a Robinson-. ¡Eh, cariño, sal a saludarnos!
– ¡Yolanda! -le advirtió Reggie rápidamente, pero no lo suficiente.
– ¿Es usted, sargento Lion-man? -preguntó ella dejándose ver.
Walter Robinson vio que su amigo no había exagerado acerca de los atributos de Yolanda. Tenía una piel de color café con leche y una melena azabache que caía en cascada sobre sus hombros. Vestía una ceñida camiseta blanca de cuello en uve, que obligaba a mirar directamente su escote. La muchacha sonrió a Anderson, cuya atención estaba centrada en sus apenas contenidos pechos.
– Vaya, sargento, ¿cómo es que no le vemos nunca por aquí? Le he echado de menos.
Anderson puso los ojos en blanco buscando inspiración para responder.
– Mira, cariño, si quisieras pasar todo el día con este viejo poli, tendrías la mejor protección policial que esta ciudad puede ofrecer. Me refiero a protección continua, las veinticuatro horas del día…
Yolanda rió y meneó la cabeza. Robinson se preguntó si tendría catorce o veinticuatro años. Ambas posibilidades cabían perfectamente.
– ¡Yolanda! ¡Ve a sacar esos documentos de la caja fuerte! -terció Reginald Johnson, exasperado.
La joven lo miró con ceño.
– ¡Antes te he preguntado si era eso lo que querías! -protestó.
– Ve a por ellos, así estos polis podrán marcharse de aquí.
– Ya voy.
– Vamos, muévete, chica.
– Te he dicho que ya voy. Enseguida vuelvo, sargento Lion-man -le dijo a Anderson, y miró de soslayo a Robinson-. A su pequeño compañero ya lo conozco, pero aún no me ha presentado a su nuevo amigo -añadió.
– Me llamo Walter Robinson, de la policía de Miami Beach -se presentó él.
– Miami Beach -repitió Yolanda como si se refiriese a algún lugar lejano y exótico-. Reggie nunca me ha llevado allí a ver las olas. Apuesto a que es realmente bonito, ¿verdad, señor detective?
– Tiene su atractivo -repuso Robinson.
– ¿Lo ves, Reggie?, te lo he dicho mil veces -dijo Yolanda dándose la vuelta con un mohín.
– ¡Yolanda! -se impacientó más Johnson, en vano.
– ¡Pequeño compañero! ¿Pequeño? ¡Yolanda, me has destrozado el corazón! -bromeó Juan Rodríguez-. Tal vez no sea un armario como éste, pero no tienes ni idea. ¿Has oído hablar de los amantes latinos, Yolanda? Son los mejores. ¡Lo hacen perfecto!
– ¿De veras? -dijo la joven sonriéndole-. Apuesto a que te gustaría demostrarlo.
Rodríguez se llevó teatralmente ambas manos al corazón y Yolanda soltó una risita.
– Ve a por esos malditos papeles de una puñetera vez -masculló Johnson y,
tras adelantarse hecho un basilisco, la cogió por el brazo y se la llevó hacia la trastienda, situada tras una puerta de tela metálica y triple candado-. No he hecho nada malo y no dejáis de joder alrededor de Yolanda -les espetó a los policías.
– Tu sobrina Yolanda -le recordó Anderson.
Johnson frunció el ceño de nuevo.
Robinson empezó a inspeccionar los objetos expuestos en varias vitrinas, un batiburrillo de armas, cámaras, tostadoras, video-cámaras, cuberterías, una sandwichera, varias guitarras y saxofones, ollas y sartenes. «Los accesorios de la vida cotidiana», pensó. Se acercó a una vitrina que contenía un surtido de joyas y examinó cada pendiente, collar y brazalete. Sacó la lista de objetos robados a la señora Millstein y empezó a comprobarlo con los expuestos.
Johnson se acercó a Robinson e, inclinándose por encima del mostrador, le dijo:
– Yo también tengo una lista con la procedencia de toda esta mierda, detective. No va a encontrar nada de lo que está buscando.
– ¿De verdad la tiene? -repuso Robinson con suave frialdad.
– Así es.
– Me han dicho que abre hasta muy tarde.
– A veces en este vecindario la gente necesita hacer alguna transacción por la noche. Tengo mucha competencia, ¿o no se ha dado cuenta? Sólo intento servir a mi clientela, detective.
– Apuesto a que sí. ¿Qué me dice del pasado martes?
– ¿Qué pasa con ese día?
– ¿Abrió hasta tarde?
– Tal vez, probablemente.
– ¿Algún cliente de última hora? ¿Tal vez a medianoche?
– No me acuerdo.
– Inténtelo.
– Lo estoy intentando, pero no recuerdo a nadie.
– ¿Te burlas de mí, Reg?
Johnson frunció el ceño.
– Deje de acosarme o llamo a mi abogado -amenazó.
Los dos hombres se miraron fijamente, y después Robinson dijo: