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Espy dio un paso en dirección a la puerta, pero Frieda la agarró del brazo.

– ¡No! -exclamó-. ¡Es él! ¡Está aquí!

Los demás se giraron hacia ella.

– Es la alarma de incendios -dijo el policía-. Hay que permanecer juntos y salir de aquí enseguida.

La anciana dio un taconazo en el suelo.

– ¡Le digo que es él! ¡Viene a por nosotros!

El policía la miró como si estuviera loca.

– ¡Es un incendio, maldita sea! ¡Vamos, en marcha!

Entonces habló el rabino, con voz temblorosa pero calma:

– Frieda está en lo cierto. Es él. Está aquí. -Y se volvió hacia Espy-. No se mueva, señorita Martínez.

El joven policía miró a los ancianos e intentó replicar con tono profesional, aunque la serenidad se le había esfumado.

– ¡Oiga, rabino, joder, estos edificios antiguos son muy peligrosos cuando se declara un incendio! ¡Se extiende en un segundo! ¡Lo he visto antes! ¡He visto a personas quedarse atrapadas! ¡Tenemos que salir ahora mismo! ¿En qué planta estamos?

Rubinstein le dirigió una mirada de extrañeza.

– En la sexta.

– Coño, en todo Miami Beach no hay una sola escalera de bomberos capaz de subir hasta aquí arriba. ¡Debemos bajar por las escaleras, y tiene que ser ya!

La alarma continuaba sonando machaconamente. Oyeron voces y ruido de pasos en el pasillo. Todos aguzaron el oído y oyeron varios chillidos de pánico.

– ¿Lo ven? ¡Maldita sea! -gritó el policía-. ¡Todo el mundo está huyendo! ¡Un incendio en un edificio como éste es una trampa mortal! ¡Explota todo! ¡No nos queda tiempo! ¡A las escaleras, deprisa!

Frieda Kroner se sentó bruscamente en un sofá.

– Es una trampa, sí, pero nos la ha tendido la Sombra. -Se cruzó de brazos y repitió con voz temblorosa-: Viene a por nosotros.

El rabino se sentó a su lado.

– Frieda tiene razón -afirmó'-. Si salimos al pasillo moriremos.

– ¡Y si nos quedamos aquí nos freiremos! -insistió el policía, mirando a la pareja de ancianos como si estuvieran chalados.

– Ni hablar -se obstinó la anciana-. Yo no me voy.

– Ni yo -dijo el rabino-. Así fue como acabó con muchos de nosotros. Esta vez no lo conseguirá.

– Están locos -dijo el policía-. Oigan, por favor, yo les acompañaré en todo momento. Aunque ese cabrón esté ahí fuera, no intentará nada estando yo con ustedes. ¡Venga vámonos!

– No y no -repitió Frieda.

El joven levantó los ojos implorando al cielo un poco de sensatez en aquellos dos viejos tercos.

– ¡Vamos a morir! -gritó-. Señorita Martínez, ayúdeme.

Pero Espy tenía la mirada fija en los ancianos.

– De acuerdo -dijo el policía en tono inseguro, tras un breve silencio-. Escúchenme: saldré a echar un vistazo para asegurarme de que ese hombre no está aquí y luego volveré a por ustedes. Intentaré traer a un bombero. ¿Lo han entendido? Bien. Quédense aquí sentados, que yo regresaré con ayuda. Señorita Martínez, usted se viene conmigo, ¿de acuerdo? ¡Bien, vámonos!

Corrió hacia la puerta. Espy dio un paso detrás de él, pero se detuvo de pronto.

– No; vaya usted. Yo me quedo con ellos.

El policía se giró en redondo.

– No sea loca -le dijo.

– ¡Váyase! -respondió ella-. Yo me quedo.

El joven titubeó unos segundos antes de abrir la puerta de un tirón y desaparecer por el pasillo, ahora desierto, en dirección a las escaleras.

Al principio los dos hombres guardaron silencio mientras el coche, con la luz de emergencia y la sirena destellando a todo trapo, atravesaba la somnolienta ciudad. Simon se aferró a la puerta hasta que se le pusieron los nudillos blancos debido a la tensión. La ciudad pasaba rauda por su lado, igual que una película a cámara rápida.

El inspector conducía sintiendo el aliento de la muerte en la nuca. Mientras el motor rugía y los neumáticos chirriaban, iba pensando que se enfrentaba a un problema de verdad. Todo lo que significaba algo para él de pronto parecía amenazado por la Sombra: la mujer que podría amar, su carrera, su futuro. Y comprender aquello le producía desesperación y furia. Aceleraba con más urgencia que nunca antes y jadeaba en busca del aire que la velocidad parecía robarle.

Cuando el coche perdió el rumbo brevemente y después se enderezó con un angustiante chirrido de neumáticos, Simon gruñó:

– ¡Date prisa!

– ¡Ya lo hago! -farfulló Robinson y apretó los dientes. Gritó un juramento cuando se les puso delante un deportivo rojo. Hubo un furioso intercambio de bocinas cuando lo adelantaron a toda velocidad.

– Sólo quedan dos manzanas -lo instó Winter.

Robinson distinguió el edificio allá delante. Vio el despliegue policial y las luces de los bomberos girando en la noche. Pisó el freno con los dos pies y el automóvil derrapó hasta el bordillo.

Se apearon a toda prisa y Robinson observó un momento la mezcolanza de gente en bata, pijama y albornoz que pululaba delante del bloque de apartamentos, y se apresuró a quitarse de en medio cuando los bomberos empezaron a extender las mangueras hacia una boca de riego mientras otros cogían botellas de oxígeno y hachas.

– ¡Espy! -gritó-. ¡Espy! -Se volvió hacia Winter-. No la veo por aquí -chilló-. Voy a subir.

– ¡Ve! -contestó Winter, instándolo con un gesto de la mano.

Pero en aquel preciso instante, mientras Robinson se daba la vuelta, Winter tuvo otra idea, un pensamiento frío e implacable como el acero. No fue detrás de Robinson cuando éste, frenético, cruzó disparado la calzada y, haciendo caso omiso de los gritos de protesta y avisos de peligro que le gritaban los bomberos, entró en el edificio. En vez de eso, Winter se dirigió hacia un lado de la calle y se ocultó en un espacio en sombras, al abrigo de un edificio, a escasos metros del sitio en que poco antes había estado la Sombra, aunque él no lo sabía. Buscaba un punto adecuado para poder verlo casi todo. Ante sí se extendía el panorama de bomberos y vehículos, policías y socorristas. Pero mantuvo la vista clavada en el grupo de personas que habían escapado del edificio y se movían asustadas y nerviosas, empujadas por el miedo y por los policías hacia un lado del edificio, en bata y con cara de angustia.

En los pasillos continuaba oyéndose la alarma. Espy se volvió hacia los ancianos cuando Frieda se levantaba del sofá.

– Hemos de prepararnos -dijo.

Pero antes de que pudiera moverse, de pronto el apartamento quedó sumido en la oscuridad.

Espy lanzó una exclamación ahogada.

– ¡Conserven la calma! -exclamó el rabino-. ¿Dónde estás, Frieda?

– Estoy aquí. Aquí, rabino, a tu lado.

– ¿Señorita Martínez?

– Estoy aquí. ¡Oh, Dios mío, cómo odio esto! ¿Dónde están las luces?

– Muy bien -dijo el anciano en tono calmo-. Esto es muy propio de él. Es hombre de oscuridad, lo sabemos. Se presentará aquí en cualquier momento. ¿Frieda?

– Estoy preparada, rabino.

Los tres permanecieron en el centro de la sala, atentos a cualquier sonido que no fuera la alarma de incendios. Al cabo de unos instantes, por detrás de dicho sonido, percibieron el aullido distante de sirenas que se acercaban. Y a continuación percibieron un olor penetrante y terrorífico que empezó a extenderse alrededor de ellos.

– ¡Humo! -exclamó Espy con voz ahogada.

– ¡Conservad la calma! -insistió el rabino.

– Yo estoy calmada -dijo Frieda-. Pero tenemos que prepararnos.

Su voz dio la impresión de desplazarse por la habitación, y Espy la oyó perderse en la cocina. Se oyó ruido de cajones que se abrían y cerraban, y después unos pasos que volvían. Casi al mismo tiempo, el rabino pareció moverse y Espy oyó un cajón que se abría y luego se cerraba de golpe.

– Muy bien -dijo Rubinstein-. Ahora vamos a esperar el regreso del policía.

El olor a humo, no fuerte pero sí insistente, formaba volutas a su alrededor.

– Paciencia -dijo el rabino.

– Coraje -añadió Frieda.

La joven fiscal sentía que la oscuridad la ahogaba, envolviéndola como la niebla de un cementerio. Se esforzaba por conservar la calma, pero poco a poco notaba en las entrañas la mordedura del pánico. Oyó su propia respiración, entrecortada y jadeante, como si cada inspiración no lograra llenarle los pulmones, y, al igual que una persona que se ahoga, sintió el impulso de forcejear para ascender a la superficie. Ya no sabía qué era lo que temía más: la noche, el incendio o aquel asesino que los ancianos tanto temían. Todas aquellas cosas se mezclaron en su imaginación junto con antiguos miedos sin resolver, y se quedó rígida como una estatua en la sala a oscuras, con la sensación de estar metida en una terrible centrifugadora.

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