Se llevó la mano a la cara y se frotó el mentón. Oí el sonido del roce de los dedos con la barba. Entonces habló, al principio en un tono enfático, dirigido a la grabadora.
– Me llamo Mike Hilson. Fui soldado del ejército de Estados Unidos. Me hirió un fragmento de metralla cuando nos bombardeaban con morteros en enero de 1971, cerca de un pueblucho del que ni siquiera recuerdo el nombre. En la península de Batangan. Un auténtico estercolero. ¿Sabe qué es lo peor? Que ya me quedaba poco tiempo allí. Había pasado nueve meses en el interior del país y casi estaba a punto de largarme, conseguir que me trasladasen del pelotón de combate a Saigón, o a Da Nang, o a algún otro lugar para trabajar como archivador durante un tiempo, con un horario regular. Bueno, el caso es que esa noche empezaron a llover proyectiles de mortero, y me desperté y oí gritos de «¡Nos atacan! ¡Nos atacan!» y las explosiones. Todo el mundo corría buscando refugio. Menos yo.
»Estaba ahí tendido boca abajo, preguntándome por qué no podía moverme y a qué demonios se debía el entumecimiento de mi espalda. Entonces todo empezó a dar vueltas y me sentí mareado, como cuando uno ha bebido demasiado y está en el último segundo antes de perder el conocimiento. Y eso fue lo que ocurrió. En el hospital de la base me extrajeron un trozo de metal y después me enviaron de vuelta a casa, a Estados Unidos. El único problema era que ya no podía usar las piernas. Tampoco podía tener una erección. Estuve unos tres años en el hospital de veteranos y después me echaron a la calle. -Paseó la mirada vidriosa por la habitación, las paredes desnudas y agrietadas, los muebles gastados.
– No parece un hogar, ¿verdad? Pues le diré que es una vista mucho más agradable que el pabellón de paralíticos. Hay una enfermera que viene por las tardes a echarme una mano. Me las apaño, ¿sabe?; el hospital no está muy lejos. Voy allí más o menos día sí día no. Salgo a comprar la comida, todo eso. -Hizo un amplio gesto con la mano…
– ¿Es usted de por aquí?
– Mis padres lo eran. Murieron hace un año en un accidente de tráfico, en el norte. Los dos pasaron a mejor vida. Tengo una hermana, vive en Orlando. Eso es todo.
– Bueno -dije-. Hábleme del asesino.
Rió.
– No conozco su verdadero nombre. Eso era bastante común en la guerra. Todo el mundo tenía un apodo. A mí me llamaban Brillantina porque me peinaba como en el instituto. En el pelotón a todos nos llamaban por un sobrenombre distinto. Era casi como si no quisiéramos ensuciar nuestro nombre auténtico matando en la guerra.
Bajó la mano y tamborileó sobre la rueda de la silla. Comenzó a hablar de la guerra, del pelotón. Cuando se entusiasmaba, golpeteaba la silla con los dedos para recalcar sus recuerdos. A veces se recostaba en la silla, levantaba las ruedas delanteras y las hacía girar bajo sus piernas mientras ordenaba sus ideas.
– Había un negro de Arkansas al que llamábamos Negrote y otro chico del Bronx, de Nueva York, al que llamábamos Calles. Un tipo, reclutado en alguna facultad de postín de Boston, era Universitario. ¿Entiende a qué me refiero? En el ejército nos obligaban a prendernos esas plaquitas de identificación en la camisa, aun cuando llevábamos uniforme de faena. Hilson, decía la mía. Creo que nadie, excepto algunos de los oficiales, me llamó jamás por ese nombre. Y si algún tipo no me conocía lo suficiente para llamarme Brillantina, me gritaba alguna palabrota, y eso daba el mismo resultado. -Extrajo un cigarrillo de un paquete abierto que tenía frente a sí y lo encendió-. Usted tiene que entender que en 1970 ése era un lugar muy extraño. Yo todavía no logro comprenderlo del todo, y eso que lo que hago la mayor parte del tiempo es pensar en ello. Se lo debo al ejército. -Señaló la silla-. Y tanto que sí.
Soltó el humo formando anillos que se elevaron hacia el techo del apartamento.
– ¿Estuvo usted allí? -preguntó.
Mi mente se llenó de imágenes de esos años: el instituto, la universidad. Me asaltó un recuerdo fugaz de la conversación con mi padre. Huir o no huir, ésa había sido la cuestión. Recordé la carta de reclutamiento en la que se me emplazaba a presentarme para un examen físico. Me habían vuelto a declarar disponible para el servicio militar. Mi padre se había puesto furioso y me había echado la bronca con el rostro enrojecido. Yo no había rellenado en su momento la solicitud de que renovasen mi prórroga por estudios. «Mierda -había exclamado mi padre-. ¿Cómo es posible?» Yo no le respondí. No me había olvidado. Había recordado los formularios: todo lo que tenía que hacer era escribir mi nombre, mi número de clasificación, el número de créditos que había obtenido en la universidad y mi dirección. Luego debía depositarlos en el buzón de la secretaría: ellos se encargaban del resto. Pero los formularios habían permanecido sobre mi escritorio durante meses. De vez en cuando, los contemplaba extrañado, preguntándome por qué no quería rellenados. Era como desafiar al mundo real, el que existía fuera de la universidad: «Venid a buscarme.» Y lo intentaron.
Sin embargo, solucioné el asunto con bastante facilidad. El servicio de asesoramiento local sobre reclutamiento, que tenía oficinas en la universidad, me sacó del aprieto. Fui aplazando mi reconocimiento médico durante el semestre crítico y, cuando me llegó el turno de presentarme, dejé pasar la fecha. Al final, renovaron mi prórroga. Fue así de simple.
Sentado en ese pequeño apartamento, pensé en todos los aspectos en que la guerra había afectado a mi vida. Todos los días leía las últimas noticias: miraba las fotografías en blanco y negro de los hombres sin rostro, con cascos y uniformes que avanzaban por aquel extraño país. Yo participaba en marchas, repartía panfletos, coreaba consignas en docenas de manifestaciones, saludaba con el puño en alto a cientos de oradores diferentes. Pero en realidad no sabía lo que hacía.
En mi último año de la universidad, el ocupante del cuarto contiguo en la residencia de estudiantes era un veterano de la guerra: un hombre alto de cabello negro y rebelde que le caía en grandes rizos sobre las orejas y el cuello. Cojeaba al caminar y usaba bastón, como recuerdo de una herida en el pie. En la pared de su habitación tenía una foto de sí mismo, tomada por un fotógrafo de la revista Life, a todo color. Él estaba en el centro agachado, con el rostro contraído y los brazos extendidos hacia el suelo mientras un chorro de sangre manaba de su zapato. El fotógrafo había capturado la escena como una naturaleza muerta: un médico saltando sobre algunos sacos de arena, otro tendiendo la mano. Al fondo, una explosión arrojaba tierra y lodo al aire. Todos parecían manchados por la misma suciedad, dominados por el mismo terror.
Mi vecino no participaba en manifestaciones: tampoco asistía a las reuniones ni a los discursos. Rehusaba hablar de la guerra y daba con la puerta en las narices a los activistas de la universidad que acudían a pedirle su apoyo. «No lo entendéis», decía, y luego cerraba la puerta. Una vez le pregunté por qué, pero él simplemente sacudió la cabeza.
Una mañana, poco después de la graduación, vi su fotografía en el periódico. Un grupo de veteranos había organizado una marcha hacia el Congreso; aquellos soldados con sus viejos trajes de faena habían avanzado en una fila desigual, desacompasados, por las calles que conducían al Capitolio. Iban a devolver sus medallas. La fotografía, transmitida por Associated Press, mostraba a mi vecino de pie junto a una cerca, arrojando su condecoración a los escalones del Congreso. El pie de imagen decía que devolvía una Estrella de Plata, la segunda medalla más importante que otorga la nación en reconocimiento del valor. Me pregunté qué habría hecho él para merecer ese honor. Era como si los veteranos llevasen dos vidas: la del hogar, la normalidad, las hamburguesas con queso y los automóviles veloces; y, por otro lado, la de la guerra. Nunca volví a ver a mi vecino, pero leí en la revista de ex alumnos de la universidad que se había graduado en medicina.