Vaciló un instante mientras caminábamos. Oí una sirena y levanté la vista hacia el imponente edificio del Journal, erguido sobre la bahía, con las luces de las oficinas aún encendidas.
– Ya ves cuál es la situación. Tenemos que estar bien seguros de lo que escribimos. Sí, lo sé, siempre somos cuidadosos. Pero la gente cuenta con nosotros. Más de lo que tú y yo imaginamos.
Nos detuvimos en el aparcamiento.
– ¡Vaya manera de hacerse famoso! -comenté. Nolan sonrió.
– Ya ti te encanta -dijo-. A todos nos encanta. Un artículo es algo vivo, ¿no es cierto? Escurridizo, palpitante de vida, difícil de aprehender, difícil de conservar. Pero nos encanta.
Nos estrechamos la mano en señal de complicidad.
A la mañana siguiente recibí la carta.
Estaba escrita a máquina, sin orden ni concierto, y con una cinta muy gastada, de modo que las palabras apenas habían quedado marcadas en la única hoja de papel. Examiné el sobre barato antes de abrirlo. Había llegado con el correo matutino, junto con los comunicados de prensa y las declaraciones políticas. No llevaba remite: sólo mi nombre, la dirección del Journal y un sello de correos. Lo abrí y leí la carta.
He seguido con mucho interés sus artículos relacionados con la reciente ola de asesinatos que se han cometido en Miami.
Pero sólo después del último homicidio advertí que la pauta que el asesino dice seguir reproduce un incidente que presencié mientras servía en el ejército de Estados Unidos en Vietnam. El asesinato de la madre y el abandono de la niña me convencieron de que yo fui testigo de los hechos que el asesino intenta recrear.
Estoy dispuesto a hablar sólo con usted. Nada de policías, nada de cámaras, nadie más. Si veo alguna otra persona, lo negaré todo.
Estaré en mi apartamento del número 671 de la Avenida 13 Noroeste a la una de la tarde en la fecha en que usted reciba esta carta. Apartamento número cinco.
La carta no estaba firmada.
Conduje mi automóvil por el gueto céntrico: un conjunto de casas decrépitas de madera y edificios de apartamentos de dos pisos construidos con bloques de hormigón. En las aceras había una mezcla de indigentes y miembros de la clase más baja: hombres negros cansados, con el rostro surcado de arrugas que semejaban cicatrices de la edad; vagabundos y personas sin ocupación fija; habitantes de Miami, con el pelo entrecano por el tiempo y ropa andrajosa. Se recostaban contra las fachadas blancas de los edificios, con la mirada perdida. El sol se filtraba a través del calor del día; el cielo tenía el mismo tono celeste, intenso y vivo, que sobre los yates lujosos y las lanchas que atravesaban la bahía. Era un mundo desolado bañado en una luz implacable. Al pasar, noté que los ojos se posaban en mí. Se oía a lo lejos el ruido profundo y amortiguado del trabajo en una obra en construcción, mezclado con el bullicio de los niños que correteaban esquivando a los marginados y los sonidos de las partidas de dominó que se jugaban sobre la acera. Había un letrero junto a la puerta del edificio que yo buscaba: «Habitaciones amuebladas.» Se trataba de un típico edificio céntrico, pero estaba pintado de un rojo pálido, en contraste con el blanco de las demás viviendas. Tenía tres pisos, por lo que descollaba ligeramente sobre los otros edificios de la manzana. Una escalera externa, de acero negro, empinada, conducía a los pisos superiores. Había dos apartamentos por piso y un pequeño patio cruzado por tendederos, donde algunas sábanas y camisas ondeaban con la suave brisa.
Me detuve al pie de la escalera dudando, contuve el aliento, acalorado, intentando no dejarme intimidar por las miradas de los vecinos que se habían asomado a la calle para observarme. Supongo que pensaron que era un cobrador o un detective. Ninguno de ellos dijo palabra. Subí la escalera lentamente.
Encontré el apartamento cinco al final de la escalera. No había ninguna placa ni un buzón con el nombre del inquilino, sólo un número pintado sobre una vieja puerta de madera. La puerta mostraba señales de maltrato: una profunda muesca junto a la cerradura, tal vez como resultado de un robo frustrado. Llamé una vez y luego cuatro veces más. Los golpes reverberaron en el aire caliente que me rodeaba.
La puerta se entreabrió. No alcancé a ver el interior, pero sentí que los ojos del inquilino me recorrían de arriba abajo, examinándome. Una voz apagada preguntó: «¿Viene solo?», y respondí que sí.
Tardé un momento en poder de inspeccionar el lugar: el paso de la luz a la oscuridad me había cegado. Parpadeé deprisa, tratando de acelerar la dilatación de las pupilas.
– Me alegra que esté aquí -dijo la persona-. No estoy seguro de lo que habría hecho si usted no hubiese venido.
Bajé la vista y vi que la voz provenía de un hombre en una silla de ruedas. Asentí con la cabeza; él hizo girar la silla y luego se dirigió al interior del apartamento. La tenue luz que se colaba por una ventanita arrojaba sombras en la habitación y arrancaba destellos a los rayos de las ruedas y el acero pulido del armazón.
– Venga -me indicó, señalando con una mano un asiento junto a la mesa de la cocina.
Había pocos muebles en el apartamento: un sofá deformado, una mesa forrada de plástico junto a unos hornillos y una pequeña nevera, algunas sillas dispersas. Sobre todas las superficies planas había ceniceros con colillas. Vi algunas revistas (Time, Newsweek, Playboy, desordenadas y también una pila de periódicos en el suelo. Encima de todo estaba el número en que aparecía mi último artículo. Advertí que varios párrafos estaban encerrados en grandes círculos rojos. Me senté y extraje mi libreta y la grabadora. El hombre de la silla de ruedas se quedó mirándolos.
Llevaba grandes gafas de aviador con los cristales amarillos: sus mechones rubios, apartados de la frente, le caían sobre las orejas. Tenía una barba de varios días, que parecía más oscura por contraste con el amarillo de las gafas. Sus brazos eran largos y musculosos. Iba vestido con una camiseta gris y pantalones vaqueros, pero tenía las piernas tapadas con una sábana blanca. Un costado de su cara parecía hinchado; al percatarse de que lo miraba, dijo:
– No se preocupe. Es sólo un absceso en una muela. Mañana iré al hospital de veteranos para que me la saquen. Allí me atienden bastante bien.
Sus ojos se volvieron hacia la grabadora.
– ¿Va a usar esa cosa?
Costaba entender sus palabras, debido a la hinchazón.
– Si me lo permite -respondí.
Se encogió de hombros.
– Diablos, ¿por qué no?
Guardó silencio. Al cabo de un momento, prosiguió:
– ¿Sabe? He pasado tanto tiempo preguntándome si usted aparecería por aquí, que ahora no sé qué decir.
– ¿Por qué no comenzamos por su nombre? -sugerí, mientras pulsaba la tecla de grabación.
– No estoy seguro de que deba decírselo -repuso-. Tiene que prometerme que no lo usará.
– ¿Por qué?
– Porque conozco a ese tipo, el asesino, y sé que no dudaría un instante en venir a acabar conmigo. -Se rió-. Ya estoy bastante acabado -dijo, señalando sus piernas-. Tengo que tratar de conservar lo poco que me queda.
Reflexioné un momento. ¿Por qué no? Primero conseguiría la historia, luego el nombre.
– Está bien. Le garantizo el anonimato, pero sé que la policía querrá hablar con usted.
– Déjeme pensarlo -dijo-. Primero le contaré lo que sé.
Titubeó de nuevo.
– Supongo que no sacaré un centavo de esto; ¿para los gastos, tal vez?
Negué con la cabeza.
– Me lo imaginaba. Pero había que intentarlo, ¿sabe? La pensión que recibo del Tío Sam no da para mucho. Éste no es un lugar muy bonito donde vivir.
Volví a asentir.
– ¿Qué le ocurrió? -pregunté-. Es decir, si no le importa.
Sacudió la cabeza enérgicamente.
– Ya no me molesta mucho.