»Esta mujer, la señora Kemp (¿sabe que yo ni siquiera sabía su nombre?), no fue la primera madre que maté. Hubo otra, que también llevaba un bebé, con la misma actitud protectora y asustada. En Vietnam. Como ya le he dicho, se produjo un incidente, y ella desempeñó un papel importante en él.
»Entonces tomó aliento, con una respiración rápida y ronca.
En la central telefónica el detective maldecía para sí. Eso estaba llevando más tiempo que la prueba.
– ¿Dónde estamos? -gritó a un técnico que estaba sentado ante una hilera de pantallas llenas de los números electrónicos que arrojaban los ordenadores.
– Cayo Vizcaíno -respondió el técnico-. Centrales siete sesenta y cinco.
Sus dedos introducían números en el teclado. De pronto, él se recostó en su silla y se volvió hacia el detective.
– ¡Lo tengo! -exclamó-. Está en el cayo.
El detective se volvió hacia el teléfono y llamó a la jefatura.
– No hablamos -continuó el asesino-. Ella estaba demasiado alterada. Todo el tiempo preguntaba: «¿Qué piensa hacer con nosotros?» Creo que temía que la violase. Intenté decírselo, pero no quiso escucharme. Finalmente, el sol se puso. Entonces la obligué a comer y le indiqué que alimentase a la criatura y le cambiara los pañales. Yo había construido el pequeño refugio para la niña, quien poco después, se durmió. Pero la mujer pasó la noche con los ojos clavados en mí. La luz de la luna le daba en la cara, que parecía inflamada de miedo. Después de mucho tiempo, renuncié a intentar conversar con ella. Me daba igual. Tenía las manos atadas, no podía ir a ninguna parte. Le dije que intentara dormir y la hice apartarse de la niña, hasta el sitio donde ustedes la encontraron. Estaba inquieta, pero el pánico deja exhausta a la mayoría de la gente, y finalmente, de madrugada, se durmió.
»Esperé hasta estar seguro de que ella no sentiría nada. ¿Sabe una cosa? El disparo ni siquiera despertó al bebé. Siguió durmiendo. Sin embargo, las aves levantaron el vuelo de repente, graznando y chillando. En su mayoría eran garcetas y gaviotas; vi sus plumas blancas. -No dijo nada por unos minutos-. Eso es todo -añadió al fin-. Estoy cansado.
– ¡No se vaya! -exclamé.
– ¿Qué? Volveré a llamarlo. Más tarde.
– Quiero que nos veamos -dije-. Cara a cara.
Silencio. Oí que Christine reprimía un grito y susurraba: «¡No!»
– No sea ridículo -espetó el asesino.
Rió brevemente y colgó. Me volví hacia Christine, pero ella ya estaba llorando, de espaldas a mí. Quería explicarle que ésa era la única oportunidad de atraparlo, pero no pude hallar las palabras, de modo que simplemente me senté frente a ella, sintiendo crecer la distancia entre nosotros.
En el sótano, el detective consultó su reloj. -¡Mierda! -dijo-. Ocho minutos.
El automóvil de Martínez y Wilson atravesaba rápidamente la oscuridad. Avanzaban por el centro de la ciudad, saltándose los semáforos en rojo. Martínez conducía; más tarde me contó lo excitado que estaba. Pensaba que todo aquello tocaba a su fin. Mientras Wilson ponía a punto su revólver, casi sin advertir la brusquedad con que su colega doblaba las esquinas. El rugido del motor se intensificó después de que pasaran por la cabina de peaje y tomasen la autopista. A ambos lados, la luna se reflejaba en las aguas de la bahía y más allá las luces de los altos edificios de apartamentos que descollaban sobre la costa brillaban como faros. Martínez aceleró a ciento veinte, luego a ciento cuarenta, y las ruedas chirriaron al pasar sobre el puente, dejando atrás las playas desiertas. En la central telefónica, el detective se enjugó el sudor del rostro.
– Ha colgado -dijo-. ¿Dónde estaba?
El técnico, inclinado sobre la pantalla, observaba la última criba que realizaba el ordenador. Lanzó una pequeña exclamación de alborozo y apretó el puño.
– ¡Lo tengo! -gritó. Marcó los números en el teclado, miró la pantalla que centelleaba y luego introdujo una dirección-. ¡La cabina telefónica de la caseta de información turística!
El detective gritó la dirección al auricular y luego se dejó caer sobre la silla.
– Lo tienen -dijo.
La voz de la radio sonaba débil, incorpórea. Les comunicó la dirección a los dos detectives y luego emitió una llamada a todas las unidades del cayo. Martínez soltó una palabrota e hizo dar al vehículo un giro de trescientos sesenta grados: las ruedas chirriaron y el volante vibró bajo sus manos.
– ¡Maldición! -dijo Wilson-. Nos hemos pasado. Los detectives enfilaron el camino de regreso a la carretera, en sentido contrario por la calzada de cuatro carriles.
La caseta de información turística es una construcción pequeña con una ventanilla. Sólo está abierta durante la temporada de invierno. Detrás de ella, hay un teléfono público, a unos treinta metros de la calle, rodeado de palmeras y helechos. Es un lugar solitario.
Para entonces, el sonido de las sirenas inundaba toda la zona. Los dos detectives llegaron primero: su automóvil patinó y se inclinó a un lado bajo la presión de los frenos. Según me contó Martínez, ya había sacado su arma mientras bajaba y se agazapaba en la oscuridad. Wilson corrió con la pistola en la mano hacia la cabina. Estaba vacía.
– ¡Maldición, el puente! -gritó Wilson.
Corrió al automóvil, tomó la radio y ordenó al operador que mandase cortar el tráfico del puente y no dejase salir los vehículos que circulaban por él. Había ya media docena de coches de policía frente a la cabina: sus luces proyectaban sombras sobre los helechos y las palmeras, despidiendo destellos rojos y azules en la oscuridad.
Los agentes regresaron a sus coches y se dirigieron hacia el puente, situado a casi cinco kilómetros de allí. Martínez avistó la barrera al salir de debajo de los árboles, a la tenue luz de la luna. Había cuatro automóviles detenidos, esperando. Él y Wilson bajaron del coche patrulla, empuñando sus armas, y comenzaron a recorrer la fila lentamente, escudriñando en la penumbra a las personas que ocupaban los vehículos.
En el primero, una camioneta, había una familia: un hombre, una mujer y dos niños dormidos en el asiento trasero, cubiertos con una manta. El hombre bajó la ventanilla.
– ¿Qué sucede? -preguntó-. Venimos de visitar a unos amigos.
Pero ninguno de los dos detectives le respondió. Siguieron caminando hacia el frente: Martínez del lado del conductor y Wilson del lado del acompañante.
En el siguiente automóvil, un Volkswagen, había dos jóvenes. Se quedaron mirando las pistolas de los policías en silencio, asustados. Martínez oyó detrás de sí el sonido de portezuelas que se abrían y se cerraban mientras los demás agentes hacían bajar a la gente. Era vagamente consciente de la presencia de Wilson, que avanzaba al mismo ritmo, como si marcara el paso con él.
En el tercer automóvil había una pareja de personas mayores; los detectives pasaron de largo. La mujer ahogó una exclamación al ver las armas. Más tarde, Martínez me dijo que el flujo de la sangre en sus oídos, constante, palpitante, le recordaba el rumor de las olas. Sentía calor bajo el cuello de la camisa; era un momento de emoción abrumadora.
En el último coche de la fila había una sola cabeza, la del conductor. Mantenía la vista fija al frente. Martínez notó que los músculos de la mano se le tensaban casi hasta acalambrarse en torno a la culata de su revólver. Por un momento, pensó en la pequeña automática suplementaria que llevaba sujeta a la pantorrilla, bajo los pantalones. Se preguntó si le habría quitado el seguro. No podía recordado.
Él y Wilson continuaron avanzando lentamente, con paso vacilante, como si caminaran sobre hielo. A poca distancia de la puerta, Martínez se detuvo.
– ¡Usted! -gritó-. ¡El del coche! ¡Policía! ¡Salga con las manos en alto!
Entonces hubo un momento en que Martínez contuvo el aliento. Vio que la figura comenzaba a moverse despacio. El detective advirtió que el arma de su compañero apuntaba a la cabeza del conductor. Observó, con el revólver levantado, que la puerta se abría y salía primero una pierna y luego un torso. Se esforzó por distinguir algo contra la luz de la luna y las de la ciudad, que resplandecían al otro lado de la bahía. El sudor comenzó a caerle sobre los ojos y parpadeó para aclarar la vista. Tenía una linterna en la mano izquierda. Cuando la figura se volvió hacia él, el detective gritó: «¡No se mueva!» y la encendió. El potente haz de luz atravesó la oscuridad y dio de lleno en la cara del conductor, que se llevó la mano a los ojos. Entonces Martínez oyó la voz de Wilson, atronadora y furiosa: