El artículo continuaba con una descripción del apartamento y de las fotos en la pared. Intercalé en el texto citas de los vecinos y del marido. Referí su reacción de angustia en uno o dos párrafos en medio de la crónica. Volví a escribir sobre los esfuerzos de la policía y su frustración. Cité a Wilson, pero no mencioné su nombre, y omití las palabrotas.
Para finalizar, describí en el último párrafo los pósters colgados en la pared del apartamento de la víctima, el colorido brillante sobre fondo blanco en la imagen de Corita Kent, y los ojos severos y negros de los dos trabajadores torturados del cuadro pintado por Ben Shahn. Dejé que esa descripción condujera al mensaje del libro que estaba abierto junto a la cama.
Observé los ojos de Nolan mientras leía el final, la última página que había pasado por la máquina de escribir. Vi que movía la cabeza lentamente, en señal de aprobación. Sus dedos se deslizaron por el teclado para hacer una sencilla corrección y luego pulsaron la tecla que enviaba el artículo electrónicamente a los encargados de diagramación. Levantó la mano, en una especie de saludo militar, y sonreí. Miró el reloj de pared.
– Saldrá en casi toda la tirada -dijo-. Tal vez en toda la final y en toda la local. La de la calle ya ha salido, pero… -Se encogió de hombros. Me acompañó a mi escritorio y posó la mano sobre mi hombro-. ¿Por qué no te vas a casa, a descansar un poco?
"Pensé en mi padre. Cuando yo tenía diez u once años, a veces venía a jugar al tenis conmigo. Yo estaba aprendiendo; él era un experto. Sus robustas piernas le permitían alcanzar una velocidad notable. Tenía los brazos rápidos. Corría sin esfuerzo, me hacía ir de un lado a otro de la pista hasta que cometía un error inevitable. Entonces bromeaba: «¿Necesitas tomarte un respiro?»
Miré a Nolan y negué con la cabeza.
– Él llamará ahora. Tal vez mañana. Tal vez pasado mañana. Después de que lea la crónica.
– ¿Aquí o a tu casa?
– No lo sé. ¿Qué diferencia hay?
– En realidad, ninguna -dijo Nolan-. Pero de todos modos deberías descansar un poco.
Salimos juntos de la oficina, pero no volvimos a hablar esa noche. Me equivocaba. Sí había diferencia.
Entonces yo no sabía que Martínez y Wilson habían recurrido a un juez amigo suyo, ex policía, que les había concedido una autorización para intervenir mi línea telefónica privada. Tampoco sabía que la compañía de teléfonos había desarrollado un sistema lento pero preciso para rastrear las llamadas recibidas por medio de un ordenador en su central principal. Estos hechos me fueron explicados más tarde por Martínez, que me contó algunas cosas que habían ocurrido en mi ausencia. Yo había supuesto tontamente, cuando los detectives me dijeron que no podían rastrear las llamadas realizadas a mi oficina, que esta imposibilidad se extendía a mi teléfono privado. No vi al detective vestido con ropa de trabajo, pantalones color caqui y camisa tejana, que entró detrás de mí en el edificio y se dirigió al sótano, donde se hallaban las terminales telefónicas. Lo conocí más tarde: era un hombre con aspecto de ratón de biblioteca, un técnico con gafas. Él era el escucha; tenía dos cables conectados a la terminal de mi teléfono y uno que lo comunicaba con la jefatura de policía. Otro hombre esperaba en las oficinas de Southern Bell: era el operador que comenzaría a introducir posibles centrales en el sistema informático hasta dar con la correcta. Entonces todo era cuestión de hacer que el ordenador comprobara todas las líneas abiertas en dicha central hasta encontrar la conexión correcta.
Cuando realizaron una prueba, según me dijo Martínez, tardaron poco menos de diez minutos en rastrear un teléfono.
Christine ya no quería atender el teléfono cuando estábamos en casa, por la noche. Alegó que no quería que el asesino supiera que ella estaba allí; no quería que supiese nada. De hecho, apenas toleraba que llamase alguien; en varias ocasiones descubrí que lo había dejado descolgado.
La noche siguiente a la publicación de la última crónica, el asesino telefoneó. Ni siquiera miré a Christine, que, como la vez anterior, estaba sentada a la mesa de la cocina, observando y escuchando la mitad de la conversación, rellenando los huecos que dejaban mis largos silencios con la imaginación. Era casi medianoche cuando sonó el teléfono, y la insistencia de los timbrazos parecía indicar que se trataba del asesino. Puse en marcha la grabadora y levanté el auricular.
– Ten cuidado -me advirtió Christine mientras lo hacía.
– ¿Sí? -contesté.
– Soy yo. Supongo que me esperaba.
– Sabía que llamaría.
– Sí. -Su voz sonaba distante, imprecisa, como si pensara mientras hablaba-. Creo que sí. Así que era divorciada. Me dijo que su marido regresaría pronto a casa, que ella debía estar allí para recibirlo. Casi todo el tiempo estuvo histérica, y sólo recobró la cordura cuando la niña comenzó a llorar.
En el sótano, el detective se puso rígido. Por un momento sintió una oleada de calor. Escuchó durante sólo unos segundos antes de marcar el número de la jefatura. Era un hombre joven, excitable. Marcó mal y maldijo; luego lo intentó de nuevo. Según dijo más tarde, la oscuridad del sótano le parecía más profunda que la de la noche. Al cabo de un segundo, contestó un detective de la jefatura.
– Es él -susurró el hombre del sótano-. ¡Están hablando ahora!
Y siguió escuchando la voz del asesino.
– Ella fue la más difícil de raptar, ¿sabes?
Hablaba en un tono sereno y pausado, desprovisto por completo de su jocosidad habitual. Yo tomaba notas con la mayor rapidez posible.
– Tuve que observarla durante varios días para comprender su rutina. Parecía una persona metódica, limpia y ordenada, de esas que recorren el mismo camino todos los días. A media tarde, sacaba a pasear a la niña. Salían del apartamento y doblaban a la derecha, hacia las pistas de tenis. Allí la esperé. Fingí estar reparando mi automóvil, junto a la acera. Tenía el capó y el maletero abiertos. Recuerdo que era un día tan claro que me pareció que el sol era un reflector que me buscaba, iluminándolo todo… cada pequeño movimiento, con su haz. Ella se acercaba. Miré alrededor y no vi a nadie. Preparé la automática. Ella estaba más cerca. Notaba la tensión en mi boca, respiraba el miedo con cada bocanada de aire. Es que nunca había trabajado en pleno día, ¿sabe? Entonces ella llegó junto a mí, me miró y me dedicó una sonrisa tímida, amistosa.
A continuación hizo una pausa, pero yo no llené el silencio con una pregunta.
En la central telefónica, el detective supervisaba el ordenador. Primero introdujo todas las combinaciones de tres cifras con que comenzaban los números de teléfono de todas las zonas de Miami. Él también sudaba, observando cómo el sistema digería los datos y rechazaba cada serie de tres cifras; luego, introducía una nueva.
Wilson y Martínez también aguardaban en el aparcamiento de la jefatura de policía. El motor del coche patrulla estaba encendido y tenían el aire acondicionado a toda potencia. Esperaban que les hablaran por radio para darles una dirección.
– Ella no gritó al ver la automática. Se tapó la boca con la mano, como para ahogar un grito, pero conservó la calma. Le indiqué que subiera al coche con el bebé. Parecía aturdida, de modo que hube de repetírselo. Pero no tuve que tocarla, eso fue lo más extraño. Enseguida comenzó a cooperar; levantó a la niña del cochecito y subió. Plegué el cochecito y lo puse en el asiento trasero, junto con las provisiones que llevaba. Sin soltar la automática, y procurando que ella no la perdiese de vista, arranqué.
De nuevo se quedó callado.
– ¿Por qué ella? -pregunté.
– Una madre y su bebé -dijo-. Yo quería una madre con su bebé.
Hizo otra larga pausa y yo cerré los ojos.
– Hay una fotografía muy famosa -prosiguió-, tomada al principio de la Segunda Guerra Mundial. En Hong Kong, creo. No, era en Shanghai. Cuando los japoneses bombardearon la ciudad. En el centro de la foto aparece un bebé, cubierto de polvo, con la boca abierta, llorando de miedo y llamando a su madre a gritos. Al fondo, lo único que se ven son restos quemados, escombros; el cataclismo causado por las bombas. Recuerdo que, al ver esa fotografía, me pregunté dónde estaría la madre. Y me pregunté qué habría sido de la criatura. Supongo que ambos murieron. Supongo que los niños siempre mueren.