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– Esperábamos -dijo Martínez lentamente- que a estas alturas tú pudieras damos esa información.

– ¿Por qué no llama ese condenado? -espetó Wilson, y bebió un largo sorbo de su vaso.

Me encogí de hombros. Martínez miró de reojo a Wilson y prosiguió.

– No sé por qué la eligió, ni cómo. Es obvio que usaron un vehículo para llegar a los Glades. Además, a juzgar por los desperdicios que dejaron, resulta evidente que pasaron allí algún tiempo, tal vez toda la noche. Pero Dios sabe por qué.

– ¿Cómo la habéis identificado?

Martínez se volvió hacia Wilson. Éste asintió y tomó otro trago.

– No llevaba ninguna identificación, ninguna tarjeta con su nombre, ni permiso de conducir, nada. Tampoco el bebé. Pero esta mañana una mujer ha llamado a la oficina. Ha dicho que vive en ese complejo urbano, y que su vecina de al lado se ajusta a la descripción que publicaron los periódicos; no la había visto desde hacía días y estaba preocupada. Hemos ido a verificarlo; es un procedimiento de rutina, hay que hacerlo. El administrador nos ha dejado entrar en el apartamento; por lo visto él también estaba preocupado. Cruzamos la puerta y allí, en la pared, había una foto de la mujer y la niña. Tal vez haya sido tomada hace un mes. No hay duda de que se trata de ella.

– ¿Quién es?

Martínez se recostó y se llevó el vaso a la frente.

– Nadie especial -respondió-. Acababa de divorciarse. Era profesora de cuarto grado y estaba de vacaciones.

– ¿Estaba casada?

– Su marido es un hombre de negocios de Tampa. Ha llegado esta tarde y ha identificado el cadáver. Se llevará a la niña, cuando se recupere de la impresión.

– ¿Dónde está?

Wilson levantó la mano y Martínez lo cortó antes de que empezara a hablar.

– Oh, por favor -dijo el detective, sacudiendo la cabeza-. ¿No te parece que el hombre ya ha tenido suficiente por un día?

– Tal vez quiera declarar algo -repliqué-. En general, es así.

Wilson apoyó la cabeza contra el respaldo y cerró los ojos.

– Te propongo algo -dijo-. Se lo preguntaré. Le daré tu número de teléfono. Dejemos que él lo decida.

Asentí. De todos modos, era probable que el hombre estuviera en un cuarto de ese hotel. No resultaría difícil verificarlo.

– ¿Aún no tenéis idea de cómo la raptó el asesino?

– No -respondió Martínez-. Nadie en el complejo de apartamentos advirtió nada raro. Nadie vio a ningún extraño rondar por ahí. Nada.

– ¿Y los registros del ejército?

– Solicitamos los del período comprendido entre 1963 y 1973. Como mínimo, estamos hablando de varios miles de nombres…, además de aquellos que hay que examinar con más atención por el color de ojos. Después tenemos que buscar sus direcciones. Nos llevará muchísimo tiempo. -Hablaba con voz monótona, deprimida-. Tenemos más probabilidades de que alguien descubra algo aquí. A menos que él mismo revele algo más.

– El psiquiatra con quien hablé piensa que seguirá proporcionando información. Como un juego, para desafiarnos.

Wilson cerró los ojos.

– Eso es lo que más me irrita -murmuró. Parpadeó, abrió los ojos y me miró a través de la penumbra del bar.

– ¿Sabes? Hoy he decidido enviar a mi esposa y a mis hijos a casa de sus abuelos. En la maldita Minnesota, por Dios. Tal vez esté lo bastante lejos. -Soltó una risotada, o más bien una especie de bufido-. Martínez no tiene por qué preocuparse. Con tantas amiguitas, diablos, no echará de menos a una o dos.

Martínez esbozó una sonrisa, pero no se rió. Wilson continuó hablando, interrumpiéndose sólo para pedir otra copa.

– Salimos a patrullar las calles, a hablar con confidentes, con cualquiera que pueda damos una pista. En las últimas tres semanas he retorcido más brazos que en los últimos años. Nadie sabe nada. Joder, los drogadictos de Liberty City tienen tanto miedo como las madres de Kendall.

– Todos los días -dijo Martínez- recibimos llamadas, a veces cada hora, especialmente cuando ya ha salido la primera edición del Journal. Alguien que quiere delatar a su vecino, que actúa en forma sospechosa, o alguien que cree haber visto una pistola calibre 45 en casa de su cuñado. Tomamos nota de la información y luego vamos a verificarla. Lo verificamos todo: cada detalle, lo que sea. Y no hemos avanzado nada.

– Algo aparecerá -dije.

– Sí, claro. -Martínez resopló-. Como que el maldito deje tirado el próximo cadáver a la entrada de la jefatura. Al menos, así nos enteraríamos antes que el resto del mundo.

Wilson levantó la vista y la fijó en un hombre que se acercaba a nosotros con una copa en la mano.

– Oh, mierda.

El hombre se detuvo por un momento en el límite de la oscuridad. Miró a los dos policías e hizo caso omiso de mí. Se llevó lentamente el vaso a los labios y, sin apartar la mirada de los detectives, lo vació. Luego habló con voz insegura.

– Bien -dijo-. Así que no están de servicio, ¿eh? No hay por qué buscar asesinos cuando se puede tomar un trago, ¿verdad?

Martínez se puso de pie y arrimó una silla de una mesa contigua.

– Señor Kemp -dijo-, siéntese, por favor.

Saqué de nuevo mi libreta.

– No quiero sentarme con ustedes -repuso el hombre, pero se dejó caer en la silla.

– Señor Kemp -dijo Martínez-, éste es Malcolm Anderson. Es periodista del Journal.

Asentí con la cabeza, a manera de saludo.

– Usted es el que habla con ese tipo, ¿verdad?

– Así es. ¿La víctima era su esposa?

– Sí.

El hombre llevaba un traje azul muy formal, pero éste parecía colgar de sus hombros, como si, en el transcurso del día, él hubiese empequeñecido.

– Lo siento -dije.

Me fulminó con la mirada.

– No, no lo siente. Y ellos, tampoco…

Me disponía a replicar, pero él levantó la mano en un movimiento que delataba una ligera embriaguez.

– No lo tome a mal -dijo-. En realidad, ¿por qué habría de importarle? ¿Por qué habría de importarle a nadie? -Advertí que se le empañaban los ojos-. ¿Sabe?, lo más gracioso es que hace dos meses, cuando tramitamos el divorcio, nos gritábamos todo el tiempo. Por el bebé, por la casa, el coche, por todas esas tonterías. Debo de haber deseado su muerte una docena, cientos de veces. Y ahora está muerta. -Me miró por un instante, con los ojos llorosos. Luego, muy despacio, se volvió hacia los policías-. Sólo un cadáver más. Seguro que han visto un montón, ¿verdad?

– Señor Kemp… -protestó Martínez, pero el hombre lo interrumpió con el mismo gesto de la mano.

– Oh, no se enfaden por mi actitud -dijo el hombre, sacudiendo la cabeza torpemente-. Ella no era nada especial. No fue una pérdida terrible. Sólo otra víctima de asesinato. Oigan, si les queda un poco de tiempo libre, tal vez encuentren a ese tipo. Sé que tienen mejores cosas que hacer. -Se puso en pie de pronto y su silla cayó hacia atrás con un estrépito que provocó el silencio en el bar e hizo que todos los ojos se volvieran en nuestra dirección-. ¡No, no se levanten! -exclamó al ver que Martínez comenzaba a ponerse de pie-. No se esfuercen demasiado. Sigan con su pequeña investigación, y usted siga escribiendo sus articulitos… -Me miró-. No significa nada. Nada significa nada. -Dio media vuelta, con movimientos inseguros, y se dirigió a los hombres que lo miraban desde otras mesas-. Que os jodan a todos.

Nadie se movió. Sus palabras quedaron flotando en el aire durante unos segundos. El hombre cerró el puño y lo blandió hacia los demás. Luego se detuvo, echó un vistazo alrededor y, con la cabeza escondida entre las manos, huyó del lugar.

En la semi oscuridad, me apresuré a garabatear las palabras y notas sobre la actitud, para tenerlo todo en mi libreta. Wilson me observaba.

– ¿Lo has anotado todo? -preguntó, con sarcasmo. Alcé los ojos hacia él y no respondí de inmediato.

– De eso se trata -dije.

Me levanté para marcharme y Wilson me siguió con la vista. Por un momento, nuestras miradas se encontraron y me pareció que él daba vueltas a algo en la cabeza. Finalmente, habló.

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