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– ¡Mentiroso! -gritó el detective-. ¡Maldito mentiroso! ¡Nos haces perder el tiempo!

Joey se echó hacia atrás en la silla, levantando las manos para protegerse el rostro.

– ¡No! -gritó-. Es verdad. Lo juro.

– ¡Mentiroso! -repitió el detective.

Martínez se había retirado al fondo de la habitación y estaba recostado contra la pared, encendiendo un cigarrillo, como si allí no sucediera nada. El otro detective se puso de pie y rodeó la mesa hasta llegar junto a Joey. Se inclinó hacia éste, que se encogió, atemorizado.

– ¡Sólo has venido a contarnos una sarta de gilipolleces! ¡Eso es lo que son! ¡Gilipolleces! -El detective alzó la mano-. Debería darte una…

Luego se detuvo. Se impuso el silencio en la habitación, excepto por la respiración agitada de Joey. El detective se situó detrás de él y el joven giró sobre su silla, tratando de no perderlo de vista. De pronto, el detective se agachó hasta que su boca quedó a apenas unos centímetros del oído de Joey.

– ¡Maldito mentiroso! -gritó.

Joey se estremeció, como si lo hubiesen golpeado. El detective aferró el respaldo de la silla y le dio una fuerte sacudida; el hombre estuvo a punto de caer al suelo. Vi que Martínez daba una larga calada a su cigarrillo y hacía un gesto con la mano al otro detective, que asintió, volvió a inclinarse, gritó «¡Jodido mentiroso!» al oído de Joey y luego salió de su campo de visión.

– Bien, Joey -dijo Martínez muy despacio-, ¿por qué no volvemos a intentarlo?

Joey rompió a llorar y Martínez esperó con paciencia a que los sollozos cesaran.

– Lo siento -dijo Joey-. Todo era mentira.

Martínez se puso en pie y se desperezó. Tomó otro cigarrillo, lo encendió y se lo alargó al hombre.

– ¿Aún puedo pasar la noche en la cárcel? -preguntó Joey, fumando agradecido.

Martínez se echó a reír y, segundos después, se oyeron también las carcajadas del otro detective.

Finalmente, también se rió el joven, pero su risa era vacilante y él no dejaba de volverse con nerviosismo, buscando al detective con la mirada.

Wilson me tocó el brazo.

– Vámonos.

Nos encontramos con Martínez en el corredor.

– Todo un espectáculo -le comenté.

Sonrió.

– Ha sido fácil, no era ningún desafío. Pero esto se está volviendo muy molesto. Éste es el quinto que ha venido esta semana. Se presentan y dicen que son el asesino y que quieren descargar la conciencia. A veces tardamos una hora, dos, tres, en hacerle cambiar de idea, aunque desde el principio sabemos que no es él. No tienen la información ni la personalidad que lo acreditarían como el asesino. Y, lo que es más importante, no cuentan con la prueba principal: el arma.

Los detectives me acompañaron a la puerta. Después de estar en la pequeña habitación, fue un alivio para mí mirar el cielo oscuro. Les pregunté si habían avanzado en la investigación de los registros.

– No disponemos de ordenadores -dijo Martínez-. Tienen que revisar a mano cada dossier. Es un trabajo duro y lento.

Wilson me miró.

– ¿No ha vuelto a llamar?

– Aún no -respondí-. ¿Qué otros datos necesitáis?

– ¿Qué te parecen las fechas en que se alistó y en que se licenció, el rango que alcanzó? Eso serviría de mucho.

– Lo intentaré -dije.

Últimamente hacía esa promesa muy a menudo. Los dos detectives regresaron al edificio, y yo a la oficina. Mi descripción de la falsa confesión se convirtió en un artículo más. A Nolan le gustó, y también a los de la redacción. La publicaron en un rincón de la primera página.

Christine sólo estaba dispuesta a hacer el amor con el teléfono descolgado. Me explicó que no soportaba la idea de que el asesino llamase mientras estábamos, como decía ella, ocupados. Yo me encogía de hombros y accedía a sus deseos, pero después me levantaba de la cama y volvía a colocar el auricular en su lugar, preguntándome si en ese lapso habría perdido alguna oportunidad de contacto.

– ¿Es que no puedes pensar en otra cosa? -preguntó.

– Tú no entiendes -repliqué-. Una historia como ésta lo es todo. No puedo dejarlo de lado ahora, en la fase en que se encuentra. No soy el único. Cualquier periodista haría lo mismo.

Christine sacudió la cabeza.

– No lo creo -repuso.

Me dirigí a una ventana y dirigí la vista al exterior. Se formó una imagen en mi mente: yo, a los once años, mirando por la ventana del primer piso de mi casa. Estaba observando a los demás, mi padre, mi madre y mis hermanos en el patio, sentados cerca de una mesa de picnic. Mi hermano y mi padre se pusieron de pie y empezaron a arrojarse una pelota mientras mi hermana se sentó más cerca de mi madre. Entonces las cosas se sucedieron en etapas. Mi mano se cerró; oí el crujido del cristal al romperse. El dorso de mi mano sangraba, y en el marco quedaban trozos de vidrio. Me volví con un grito de niño y corrí al baño. Sumergí la mano en agua y me fijé en que el borde del lavabo se teñía de rosa y luego de rojo a causa de la sangre. Al cabo de un momento el dolor remitió un poco y me enrollé una toalla en la mano. Poco después, dejó de sangrar y vi que tenía un corte irregular sobre los nudillos y otro más profundo en el dedo índice. Con la mano bien envuelta en la toalla, regresé a mi habitación. No me asomé para ver si habían oído el estrépito. Tampoco levanté la mirada cuando, una hora después, mi padre asomó la cabeza por la puerta, echó un vistazo a la ventana y se sentó al borde de la cama. Recordé la sensación de su mano apoyada en mi frente, fresca, como una compresa fría.

Christine reparó en mi expresión, se levantó de la cama y me abrazó. Apoyó la cabeza en mi hombro y sentí que me acariciaba la nuca, casi como si me hubiese convertido de nuevo en aquel niño.

Anochecía cuando, una semana después del cuarto asesinato, Wilson me llamó. Oí voces al fondo y el tintineo de una caja registradora.

– Wilson al habla -anunció-. Sabemos quién es ella.

– ¿Quién? -pregunté, mientras buscaba papel y lápiz.

– Si quieres saberlo, reúnete conmigo aquí. Si no, espera a que se emita el comunicado de prensa esta noche.

Se encontraba en un bar llamado The Alibi, en un hotel que se alzaba frente a los tribunales del condado. Yo ya había estado antes en ese lugar, oscuro como la mayor parte de los bares, y con una decoración muy austera, excepto por las botellas de licor alineadas detrás de una barra de imitación caoba. Había reservados donde se podía conversar en voz baja, atendidos por mujeres de falda corta y medias negras de red. Era un sitio frecuentado por detectives, abogados defensores y fiscales, un lugar donde se prescindía de las formalidades, donde se cerraban tratos y se intercambiaban insultos. Siempre estaba lleno y siempre reinaba d bullicio. Avisté a Wilson en un reservado, en un rincón. Martínez estaba con él, con la cabeza echada hacia atrás y las piernas estiradas.

– ¿Qué quieres beber? -preguntó.

Pedí una cerveza. Miré a los dos detectives, esperando.

– Mierda -exclamó Martínez, enderezándose en la silla-. Aquí lo tienes.

Vi que Wilson seguía con la vista la mano del joven detective, que extrajo del bolsillo de su chaqueta un papel blanco. Me lo entregó y luego ambos hombres clavaron los ojos en mí mientras lo leía.

El encabezamiento de la página, sobre el sello del condado, rezaba:

COMUNICADO DE PRENSA.

Más abajo, se leían las palabras:

La cuarta víctima en el caso del Asesino de los Números ha sido identificada como Susan Kemp, de 29 años, residente en el edificio 6, puerta 110, en el complejo de apartamentos Fontainebleau Park. La niña ha sido identificada como su hija Jennifer, de 21 meses. La criatura se mantiene en condición estable en el hospital Jackson Memorial. La investigación continúa.

– Esto no me dice gran cosa -señalé-. ¿Cómo habéis realizado la identificación? ¿Cómo la eligió el asesino?

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