Al otro lado de él, visibles a través del azul lechoso de la noche, no muy lejos de la angosta calle, estaban las quietas aguas del canal. Podía contemplar los botes anclados, algunos de los cuales eran atractivos barcos vivienda, con las luces interiores encendidas. En uno de ellos había una niña en camisón que pasó frente a una ventana. Los reflejos de las luces del bote resplandecían trémulamente sobre el agua.
Mientras caminaba lentamente hacia el final del canal Prinsen, la mente de Randall recorrió vagamente los sucesos del día. Pensó en Darlene, y deseó que ella hubiera disfrutado de sus paseos por la ciudad. Pensó brevemente en la reunión que había tenido con su equipo, tanta gente joven, alerta y despierta. Y pensó también en el almuerzo con los magnates editores y sus teólogos; en el gran conflicto que había debajo de un propósito común. Y pensó en Lori Cook. Esto condujo a su mente más hacia atrás, a su hija Judy, y pensó cuánto deseaba que ella estuviera ahora con él y cuán molesta debería estar su hija con motivo de la demanda de divorcio. Sin embargo, los rostros de aquellos que estaban involucrados en su vida… Judy, Bárbara, Towery, McLoughlin, su padre, su madre, Clare, Tom Carey… todos parecían vagos y distantes en esa quieta noche.
Se detuvo brevemente, mientras un gato con manchas caminaba sin rumbo maullando frente a él y, justo en el momento en que reanudaba su caminata, las brillantes luces de un automóvil le golpearon la cara, cegándolo momentáneamente. Instintivamente, se protegió los ojos y pudo vislumbrar la figura del vehículo que había virado sobre esta calle viniendo de dirección del río, y que ahora se dirigía calle abajo, hacia donde él estaba, a una velocidad acelerada.
Paralizado durante unos segundos por lo inesperado, Randall vio cómo el sedán negro se precipitaba hacia él más y más amenazante, agrandándose para atropellado. ¿Qué, no lo había visto ese estúpido maldito? ¿O no había visto a Theo detrás de él? El monstruoso auto casi le daba alcance, cuando los zancos que Randall tenía por piernas volvieron a la vida. Comenzó a irse hacia atrás, como un cangrejo, poniéndose fuera del camino del veloz vehículo, pero el brillo implacable de las luces amarillas lo seguía.
Entonces vio que el auto se había desviado directamente hacia él y, acercándose rápidamente, casi lo atropellaba. Pronta y confusamente se dirigió hacia el canal en un intento por salvarse, pero entonces tropezó y empezó a caerse, el portafolio se le escapó del puño y abrió las palmas de las manos para protegerse el cuerpo al caer sobre el pavimento que se le venía encima.
Randall cayó de frente, cuan largo era. Tumbado, sin aliento, dolorido, esperó a que el coche pasara. Pero, a cambio de eso, hubo un patinazo y el chirrido de los frenos y las llantas sobre el cemento. Randall rodó hacia un lado justo a tiempo para ver que el pequeño sedán patinaba quedando completamente de lado frente al «Mercedes», obligando a Theo a frenar repentinamente.
Postrado como estaba, Randall pudo distinguir que un hombre que usaba una gorra con visera, el chófer, abandonaba el sedán y de un tirón abría la puerta de Theo. De inmediato, Randall dirigió su atención hacia otra figura, un segundo hombre, mientras la puerta trasera del vehículo se abría de golpe. Un hombre sin cabello, sin rostro… grotesco, aterrador… un hombre con una media apretadamente colocada sobre la cabeza… había salido y se alejaba apresuradamente del auto, pero no hacia Randall, sino hacia un objeto que estaba en la calle, detrás del automóvil.
En ese instante, Randall sintió que se le helaba el corazón.
El objeto que yacía allí tirado era su portafolio.
Todos los nervios de su cuerpo lo impulsaron a ponerse de pie. Empujándose hacia arriba recuperó la verticalidad. Luego se tambaleó, sus rodillas doblándosele como goznes, y se agarró de un parquímetro para mantener el equilibrio.
La monstruosa y repelente figura, con su grotesco cráneo envuelto en una placenta de nylon, había levantado el portafolio y estaba dando la vuelta para regresar a su auto.
Los ojos de Randall buscaron a su protector tras el volante del «Mercedes»; pero Theo no estaba allí. Theo no se veía por ninguna parte. El otro atacante, el chófer con la gorra, estaba otra vez dentro del sedán negro, abriéndose camino frente a la limusina «Mercedes» y dirigiendo su automóvil hacia abajo, sobre la vacía calle. Y su cómplice, portafolio en mano, casi había llegado al sedán.
– ¡Suelte eso! -gritó Randall-. ¡Policía! ¡Policía!
Luego, saltó hacia delante. El otro tipo había alcanzado la puerta abierta, haciendo una pausa antes de entrar, cuando Randall rápidamente acortó la distancia que había entre ellos y se lanzó sobre el hombre, derribándole por las rodillas. Contra el hueso de la mejilla sintió el impacto de los toscos pantalones y las duras piernas del ladrón, y pudo oír un sofocado grito mientras ambos daban un bandazo contra la puerta del auto y luego caían sobre la calle.
Frenético, Randall dejó a su adversario, arrastrándose precipitadamente sobre manos y rodillas para recuperar el portafolio. Su mano alcanzó a tocar la suave piel del maletín cuando una fuerza demoledora lo golpeó directamente sobre la espalda y unos dedos lo tomaban por la garganta, estrangulándolo. Randall tiró violentamente de las garras y comenzó a gritar a todo pulmón. Tratando de hacer palanca para liberarse, tratando de golpear a la figura que tenía detrás, se percató vagamente, por encima del sonido de los jadeos y resoplidos, de un sonido extraño y penetrante.
Era un silbato que se iba haciendo más audible, más cercano, más sonoro.
Randall escuchó un angustiado grito que provenía del sedán.
– De politie… de politie komt! Ga in de auto! Wij moeten blub weggaan!
De repente, sintiéndose liberado y aliviado, echó la cara hacia delante. Las garras ya no estaban en su garganta; los puños se habían ido ya. Esforzándose por arrodillarse, agarró su portafolio y lo abrazó contra el pecho. La puerta del auto se cerró violentamente detrás de él. El motor aceleró, la caja de velocidades crujió y las llantas patinaron contra el pavimento. Ligeramente tambaleante y todavía de rodillas, Randall miró sobre su hombro. El auto se había alejado como un cohete, evaporándose, engullido por la noche.
Todavía con vértigos, Randall intentó levantarse y fracasó. Después, gradualmente, se percató de que unos brazos fuertes lo habían tomado por las axilas y que alguien lo estaba ayudando a ponerse de pie. Giró la cara para darse cuenta de que la persona que lo asistía vestía una gorra de oficial, de color azul marino y con una visera, y tenía un rostro amplio, sonrojado y preocupado; el resto de su uniforme consistía en una chaqueta azul pizarra, pantalones azul oscuro, un silbato colgando de una cadena, una placa de metal, una cachiporra y una pistola como la que usaba el señor Groat. La placa de metal… Un policía holandés. Y corriendo venía otro policía, con idéntico uniforme. Los guardianes estaban intercambiando palabras que Randall no podía entender.
Bamboleándose, Randall vio por fin a Theo, pálido y sin aliento, que mientras se sobaba el magullado cuello se abría paso entre los policías, hablándoles rápidamente en holandés.
– Señor Randall, señor Randall -gemía Theo-, ¿está usted lastimado?
– Estoy bien; perfectamente bien -dijo Randall-. Sólo muy asustado, eso es todo. ¿Qué pasó con usted? Lo busqué…
– Intenté ayudarlo… traté de sacar el revólver del compartimento de guantes… pero la cerradura se atoró y antes de que yo pudiera… uno de ellos me agarró por detrás, me golpeó tan fuertemente que me noqueó y caí sobre el asiento. ¿Tiene usted su portafolio? Ah, bueno; bueno.
Randall se percató de la presencia de un «Volkswagen» blanco, que traía una luz azul sobre el techo y la insignia policíaca pintada sobre la puerta, estacionándose frente al «Mercedes» de Theo. Un oficial llamó al policía que estaba sosteniendo a Randall del brazo.