– Gracias -dijo Randall, colgando abruptamente el aparato.
Se levantó de su silla, y a zancadas salió de su oficina. En el privado secretarial, Lori estaba acomodando sus efectos en el escritorio.
Mientras pasaba apresuradamente frente a ella, Randall le dijo:
– Llame por mí al doctor Deichhardt y dígale que voy en camino a verlo. Que sólo necesitaré medio minuto. Dígale que es importante.
Se precipitó hacia el corredor, listo para la batalla.
Veinte minutos después, Randall se hallaba acomodado en el asiento trasero de la limusina «Mercedes-Benz», y Theo, el chófer, lo conducía a través del Dam en la oscuridad de la incipiente noche.
Había ganado la batalla.
Aunque con gran renuencia, el doctor Deichhardt había estado de acuerdo en que si el consorcio de editores quería que su Nuevo Testamento Internacional fuera promovido, entonces su director de publicidad debería tener la oportunidad de leerlo. Pero le había impuesto ciertas condiciones explícitas respecto del préstamo de la Biblia. A estas alturas, a Randall se le facilitaría la copia solamente durante una noche. Debería leerla dentro de los confines de su habitación. No debería hacer anotaciones. Debería devolverle la copia al doctor Deichhardt a la mañana siguiente. No debería revelar a nadie -ni siquiera a los miembros de su equipo- lo que había leído. Debería limitar el uso del contenido de la obra a esbozar sus ideas publicitarias, y debería conservar tales ideas en su archivo de seguridad.
Al cabo de dos semanas, Herr Hennig llegaría a Amsterdam procedente de Maguncia llevando ejemplares terminados de la Biblia. Entonces, y sólo entonces, Randall y sus colaboradores recibirían las copias que les correspondían. A partir de ese momento, Randall estaría en libertad de discutir las ideas que pudieran haberle surgido de su lectura privada de esa noche, y todo el equipo publicitario podría entonces preparar su campaña promocional.
Randall había aceptado instantáneamente esas condiciones y se había comprometido a tomar todas las precauciones. Después de eso, había aguardado con expectación hasta que el guardián de la bóveda, el señor Groat, hubo aparecido con la edición norteamericana de las pruebas de galerada.
El señor Groat resultó ser un holandés alegre y de baja estatura que parecía tan irreal como una figura de cera del Museo de Madame Tussaud. Usaba un tupé plano y mal ajustado, lucía un pequeño bigote como de dentista, mostraba modales de burócrata inferior y llevaba una enorme y extraña pistola (Randall averiguó después que era una F.N. 7.6, de manufactura belga) dentro de una pistolera que llevaba bajo la axila y que se dejaba ver bajo la desabotonada chaqueta negra que evidentemente le iba pequeña. Groat le había facilitado la Biblia a Randall (las pruebas encuadernadas en unas blanquísimas carpetas alargadas y estampadas con una gran cruz azul) de una manera formal, solemne, como si le estuviera confiriendo en propia mano un mensaje del Creador.
Ahora, al lado de su asiento, llevaba el portafolio repleto de documentos que contenían el Nuevo Testamento Internacional, las fotografías del descubrimiento de Ostia Antica y los papeles que le habían entregado sus colaboradores. Randall se relajó para disfrutar de ese tranquilo interludio, mientras iba dejando atrás su primer día entero con Resurrección Dos.
A través de la ventana trasera del automóvil, Randall pudo ver que estaban saliendo del Dam y entrando a una ancha calzada, delineada por árboles, llamada Rokin. Pronto, Rokin desembocó en la calle Muntplein y luego el auto continuó por Reguliersbreestraat. Theo aminoró la velocidad de la limusina cuando cruzaron una plaza ruidosa. Era Rembrandtsplein, una de las plazas más populares de la ciudad, que los holandeses llamaban su Broadway. A través del pequeño parque central, Randall pudo distinguir el «Hotel Schiller», el «Hof van Holland», con su terraza, y una fila de jovencitos frente a la taquilla del Teatro Rembrandtsplein.
Una vez que dejaron atrás la plaza, la ciudad se tornó repentinamente silenciosa. Excepto por el tránsito de unos cuantos automóviles, había muy poco movimiento; la calle sobre la que iban parecía agradable. Randall echó un vistazo en la oscuridad para localizar el nombre de la calle (quería recordarla para dar un paseo por allí un día), y finalmente supo que se llamaba Utrechtsestraat.
Espontáneamente, Randall sintió un deseo irresistible de caminar; de estirar las piernas y respirar aire fresco. Todavía no tenía apetito y, a pesar de que estaba ansioso por leer el Nuevo Testamento que traía en su portafolio, no le importó dejar de lado ese entusiasmo para un poco más tarde. La mera idea de salir de un recinto, el «Krasnapolsky», hacia los confines de un segundo recinto, este «Mercedes», para todavía volverse a encerrar en un tercer recinto, su suite en el «Hotel Amstel», le resultaba deprimente. Definitivamente (tomando las precauciones recomendadas por Heldering), Randall se permitiría una caminata y un respiro del limpio y fresco aire holandés.
– ¿Qué tan lejos estamos del «Hotel Amstel», Theo?
– Wif zinjn niet ver van het hotel. Cerca, no lejos. Seis, siete manzanas tal vez.
– Está bien. Deténgase aquí en la esquina, Theo; la esquina de la intersección con el canal.
El chófer, asombrado, dio media vuelta sobre su asiento.
– ¿Usted quiere que me detenga, señor Randall?
– Sólo para bajarme. Quiero caminar lo que falta para llegar al hotel.
– Mis instrucciones, señor Randall, son de no perderlo de vista hasta que lo haya dejado a salvo en el hotel.
– Ya sé cuáles son sus instrucciones, Theo, y pretendo que las siga. Usted me tendrá a la vista; puede ir tras de mí pisándome los talones, seguirme todo el camino hasta el hotel. ¿Qué le parece eso?
Theo se veía indeciso.
– Pero…
Randall meneó la cabeza. Esos autómatas siguiendo sus malditas instrucciones; programados, literales, siempre inflexibles.
– Mire, Theo, nos estamos apegando a las reglas. A mí me interesa que así se haga, tanto como a usted. Me tendrá puesto el ojo todo el camino. Es simplemente que no he salido a la ciudad desde que llegué. Necesito un poco de ejercicio. Así es que, por favor, déjeme aquí, y usted puede ir quince metros detrás de mí.
Emitiendo un audible suspiro, Theo se acercó a un lado de la calle y se detuvo. Saltó de su asiento para abrir la portezuela trasera, pero Randall ya había salido del auto con su portafolio en la mano.
– Nada más dígame dónde estoy -dijo él-. Señáleme la dirección correcta.
Theo señaló hacia la izquierda, a lo largo del canal.
– Camine de frente al lado de este canal, el Prinsengracht, hasta el final. Entonces llega al río Amstel. Siga derecho una, dos, tres calles, hasta Sarphtistraat, y luego a la izquierda cruzando el puente, y la próxima calle pequeña es Profesor Tulpplein, donde llegamos al «Hotel Amstel». Tocaré la bocina si se equivoca.
– Gracias, Theo.
Randall permaneció en donde estaba parado hasta que Theo se puso tras el volante del inmóvil «Mercedes-Benz».
Luego, ofreciendo al chófer una breve señal apreciativa, Randall empezó a caminar. Sintiéndose libre por primera vez desde su llegada, Randall inhaló hondamente llenando de aire sus pulmones; luego exhaló, dio un confortable apretón a su pesado portafolio y continuó andando tranquilamente por en medio del angosto camino que corría junto al canal Prinsen.
Después de uno o dos minutos, Randall echó un vistazo sobre su hombro. Obedientemente, a unos quince metros, Theo mantenía el «Mercedes-Benz» avanzando lentamente tras de él.
«Está bien -pensó-; instrucciones, reglas.» Mientras tanto, la caminata le venía maravillosamente, y se sintió profundamente revivido.
Aquí todo era encantador, tranquilo, pacífico, después del alboroto del día. La tensión le comenzaba a desaparecer de los músculos y los nervios de brazos y espalda. Varios automóviles minúsculos estaban estacionados frente a parquímetros nocturnos. A uno de sus lados, en la oscura calle tenuemente sombreada por el débil alumbrado público, había hileras de casas de exquisito arcaísmo, con breves escalones que conducían a las viejas puertas frontales; casas principalmente sin cortinas ni iluminación, y casi sin señales de vida tras las ventanas. «Los buenos burgueses de Amsterdam -pensó Randall-, se han acostado temprano.»