– No podrá hacerlo, señor. Lebrun está muerto.
– ¿Así que sólo tenemos la palabra de usted?
– Hay algo más, Su Señoría. La prueba del engaño de Lebrun está en el fragmento que sus oficiales me confiscaron en el aeropuerto. Verá usted, señor, los muertos a veces hablan. Porque, por así decirlo, el propio Lebrun, aun después de su muerte, me condujo al descubrimiento de su evidencia.
Randall relató cómo los efectos personales que había examinado en el depósito de cadáveres de Roma lo habían llevado a la excavación de Monti en las afueras de Ostia Antica.
– Una vez que hube desenterrado la prueba de Lebrun -concluyó Randall-, tuve que asegurarme de que era, verdaderamente, una falsificación. Desde Roma telefoneé a la oficina del profesor Aubert para concertar una cita. Quería yo que él hiciera la prueba del radiocarbono con el fragmento. Luego llamé al dominee De Vroome y solicité su colaboración para determinar si el texto arameo del papiro (y la escritura invisible que Lebrun había agregado al fragmento) confirmaban la confesión de fraude de Lebrun. En mi mente no había duda alguna acerca del engaño, pero yo sabía que necesitaría una opinión más autorizada para convencer a los editores de que todo era un fraude que debía ser abandonado. Así que, naturalmente, salí de Roma y llegué a París con el trozo de papiro, consciente de que no era ningún tesoro nacional y de que no tenía ningún otro valor que el de una evidencia para detener el proyecto de Resurrección Dos. Cuando el oficial del aeropuerto quiso confiscar mi única prueba, yo traté instintivamente de recobrarla. No tenía la intención de agredirlo. Sólo quería conservar una pequeña prueba que evitaría al público una mentira más y que impediría que los editores cometieran un grave error.
– ¿Ha terminado usted, Monsieur?
– He terminado.
– Permanezca usted en el banquillo. Continuaremos con los últimos dos testigos -el magistrado consultó un trozo de papel que tenía un lado y levantó la vista-. Si el profesor Henri Aubert quiere tener la bondad de acercarse.
El profesor Aubert, con su cabello envaselinado y su pulcra vestimenta, se veía impresionante al acomodarse en la silla de los testigos. Había pasado junto a Randall muy tieso, sin mirarlo, y ahora se disponía a leer su informe escrito.
Su testimonio fue el más breve, ya que no se llevó más de un minuto. Y el resumen que hizo no fue inesperado para Randall.
– La prueba ordinaria del radiocarbono puede hacerse en una o dos semanas. Mediante el uso de un aparato de computación recientemente modificado, mis ayudantes y yo, trabajando durante la noche, pudimos someter a prueba una minúscula porción del fragmento de papiro que la judicial nos entregó anoche. Aquí tengo el resultado que obtuvimos en catorce horas.
Sacó una hoja de papel amarillo, escrita a máquina, y comenzó a leer:
– «Según las mediciones hechas por nosotros del fragmento de papiro en cuestión, y después de realizar la debida comprobación en nuestro aparato fechador de radiocarbono, la fecha de vida del papiro puede ser razonablemente situada en el año 62 A. D. En consecuencia, el fragmento de papiro que se nos entregó en las últimas horas del día de ayer puede considerarse auténtico según las normas científicas. Firmado, Henri Aubert.»
El magistrado pareció impresionado.
– Entonces, ¿el fragmento que introdujo al país el acusado que está en el banquillo es de indudable autenticidad?
– Absolutamente -Aubert alzó un dedo-. Debo agregar que yo limito la verificación a la edad del fragmento de papiro. No puedo hablar de la autenticidad del texto. Esa decisión la dejo enteramente al juicio del dominee De Vroome.
– Gracias, profesor.
Cuando Aubert volvía a su asiento de la segunda fila, el dominee De Vroome se puso de pie y esperó en el pasillo.
El magistrado se dirigió a él.
– Si el dominee Maertin de Vroome quiere hacer al tribunal el honor de acercarse para concluir la audiencia de los testimonios…
Randall observó con ansiedad al imponente clérigo holandés cuando éste avanzó hacia la silla de los testigos. Esperaba atrapar la mirada de De Vroome, pero lo único que pudo ver fue el impasible perfil del teólogo.
De pie junto a la silla, formidable en su sotana negra sin adornos, el reverendo miraba al juge d'instruction.
El magistrado Le Clere procedió a interrogarlo de inmediato.
– ¿Es verdad, dominee De Vroome, que el acusado, tal como lo asentó en su testimonio, le telefoneó a usted desde Roma y le solicitó su opinión acerca de una porción faltante del Papiro número 3, el mismo que él consideraba como prueba de la falsificación?
– Es verdad.
– ¿Es verdad que también una sección de la Sûreté Nationale, por mediación del laboratorio especial del Louvre, le pidió que hiciera un estudio de ese fragmento para determinar su valor?
– Sí, también eso es verdad.
El magistrado estaba complacido.
– Entonces, el dictamen que usted rinda satisfará tanto a la parte actora como a la defensa.
El dominee De Vroome sonrió sin mover los labios.
– Dudo que mi opinión pueda satisfacer a ambas partes. Sólo puedo satisfacer a una de ellas.
El magistrado sonrió también.
– Voy a replantear mi frase. Tanto la parte actora como la defensa aceptan la autoridad de usted para dictaminar sobre esta materia.
– Así parece.
– Por lo tanto, obviaré toda averiguación acerca de sus méritos como estudioso del arameo y experto literario de la historia cristiana y la romana. Las dos partes aceptarán su juicio. ¿Ha estudiado usted el fragmento de papiro que le fue confiscado a Monsieur Randall?
– Sí, lo he estudiado. Lo he examinado con la mayor atención toda la noche y esta mañana. Lo he estudiado en su contexto, comparándolo con la colección completa de los papiros de Monti, los cuales me fueron facilitados por los propietarios del Nuevo Testamento Internacional. Lo he examinado también a la luz de los informes proporcionados por un tal Robert Lebrun y por el acusado, Steven Randall, en el sentido de que el texto arameo es una falsificación y que la hoja de papiro contiene escritura invisible y un dibujo (hechos con tinta preparada según una antigua fórmula romana), empleados por Lebrun para demostrar que el evangelio era invento suyo.
El magistrado Le Clere se inclinó hacia el testigo.
– Dominee De Vroome, ¿pudo usted llegar a formarse un juicio definitivo acerca del valor de este fragmento de papiro?
– Sí, me he formado un juicio definitivo.
– Dominee De Vroome, ¿cuál es ese juicio?
El dominee, apóstol de Dios por los cuatro costados, dejó pasar un intervalo dramático antes de que su vibrante voz resonara en la sala del juicio.
– Sólo cabe una conclusión. Mi modesto dictamen es que el fragmento de papiro que el acusado trajo de Italia ayer no es falso… No cabe duda de que se trata de una auténtica e iluminaba obra de la pluma de Santiago el Justo, hermano de Jesús… y que, como tal, no es sólo un tesoro nacional de Italia, sino un tesoro de toda la Humanidad, y forma parte del mayor descubrimiento realizado en los dos mil años de la epopeya cristiana. Yo felicito a los propietarios del Nuevo Testamento Internacional por haber podido añadirlo a la inspirada obra que están a punto de entregar al mundo.
Y con eso, sin esperar la respuesta del magistrado, el dominee De Vroome se dio media vuelta y caminó a grandes y vivas zancadas hacia los asientos donde los editores, puestos en pie, lo ovacionaban ruidosamente.
La declaración de De Vroome le cayó a Randall como una bomba. Retrocedió, abatido y mudo ante el inesperado giro que habían tomado los acontecimientos.
Cuando el dominee pasó junto a él, Randall sintió deseos de gritarle: «De Vroome, ¡traidor, asqueroso, desgraciado, hijo de puta!»