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Randall puso el expediente sobre la mesa frente a Lebrun.

– Aquí está, Monsieur Lebrun, la única buena referencia que tengo en cuanto a esto de desenmascarar la mentira y buscar la verdad. Léala. Luego decida si quiere confiar en mí o no.

Lebrun tomó la carpeta y la abrió.

Randall se encaminó a la puerta.

– Lo dejaré solo durante los próximos quince minutos. Voy a bajar al bar a tomar un trago. ¿Desea usted uno?

– Tal vez no esté yo aquí cuando usted vuelva -dijo Lebrun.

– Correré el riesgo.

– Un whisky sour, fuerte.

Randall salió de la habitación y se dirigió al bar de la planta baja.

Habían pasado casi veinte minutos, antes de que volviera al quinto piso y a su cuarto. Al entrar, seguido por un camarero que llevaba su escocés con hielo y el whisky sour en una bandeja, se preguntó si tendría que beberse uno de los tragos… o los dos.

Pero Robert Lebrun estaba allí, todavía sentado a la mesa, con el expediente cerrado a su lado.

Randall despachó al camarero y ofreció al anciano el whisky sour. Lebrun aceptó el trago.

– He tomado una decisión -dijo con una voz extrañamente remota-. Usted representa mi última oportunidad. Le diré cómo escribí el Evangelio según Santiago y el Pergamino de Petronio. No es una historia larga, pero nunca antes ha habido otra igual. Es una historia que debe hacerse del conocimiento público… y usted, señor Randall, será su apóstol para llevar a todo el mundo la verdad acerca de la mentira, la mentira del nuevo advenimiento de Cristo.

Encorvado en la silla que estaba al lado de la mesa, dirigiéndose con voz monótona y sin emociones a Randall, que se encontraba sentado al borde de la cama frente a él, Robert Lebrun relató los sucesos de su juventud, anteriores a su condena a la colonia penal de la Guayana Francesa.

A lo largo de media hora había hablado de su infancia empobrecida y mezquina en Montparnasse, de cómo descubrió a temprana edad su habilidad para la falsificación y la creación fraudulenta que lo llevaron a una vida plagada de delitos menores, de sus esfuerzos por asegurarse el confort permanente y la independencia emprendiendo la falsificación de un documento gubernamental, de su eventual detención por parte de la Sûreté francesa, y del veredicto de culpabilidad tras el juicio que se le siguió ante el Tribunal Correctionnel.

Aunque Randall ya conocía parte de la narración, escuchó con fascinación, porque Lebrun era la fuente. Randall no le dijo a su arduamente ganado confidente que no hacía ni veinticuatro horas que había escuchado una pequeña parte de la historia de boca del dominee De Vroome, quien a su vez la había escuchado de Cedric Plummer. Fingió que estaba conociéndola por primera vez, y aguardó para saber lo que aún no le había dicho y que estaba ansioso por escuchar.

– Así pues -estaba diciendo Lebrun-, en vista de que yo ya había sido encarcelado cuatro veces en Francia por crímenes menores, automáticamente se me clasificó como un incorregible que estaba más allá del perdón o la rehabilitación. Fui sentenciado a cadena perpetua en la colonia penal de la Guayana Francesa, en Sudamérica. Toda la colonia llegó a ser conocida popularmente por un nombre: île du Diable… Isla del Diablo… pero en realidad allí había cinco prisiones separadas. Tres de ellas eran islas, pero sólo la más pequeña, que no tema más de mil metros de circunferencia, era en sí la Isla del Diablo. Esa isla estaba reservada únicamente para presos políticos… como el capitán Alfred Dreyfus, quien por equivocación había sido encerrado allí, supuestamente por vender secretos militares a Alemania; y jamás llegó esa pequeña Isla del Diablo a alojar a más de ocho prisioneros en sus barracas. Las otras dos islas, a unos catorce kilómetros de la costa de la Guayana, eran Royale y St. Joseph. Las dos prisiones que había en el continente, a cierta distancia de la ciudad de Cayena, eran St. Laurent y St. Jean. Yo fui enviado a la Isla St. Joseph.

La seca voz de Lebrun había comenzado a quebrarse. Se llevó el whisky sour a los labios, tomó un largo trago y se despejó la garganta.

– ¿En qué año fue usted enviado a la Guayana Francesa? -preguntó Randall.

– Antes de que usted naciera -dijo Lebrun riendo-. En el año 1912.

– ¿Era tan terrible como la han descrito?

– Peor -contestó Lebrun-. Los convictos que escaparon y escribieron acerca de ella, hablaban de las crueldades y de sus sufrimientos, pero en cierto modo tendían a presentarla como una aventura romántica. Pero no era nada de eso; no era ningún infierno encantador. Sólo el conocido cliché la describe con exactitud: la guillotina sin sangre, en la que uno era ejecutado todos los días, pero no podía morir. Entonces aprendí que la tortura y el dolor infinitos son peores que la propia muerte. Prometeo fue un mártir mayor que San Pedro. Fui embarcado con destino a La Guayana en 1912, a bordo de La Martinière , recluido no en una cabina sino en una jaula de acero, con otros noventa, en la cala de la banda de estribor. Originalmente, la colonia penal estaba destinada a ser un lugar donde los convictos pudieran rehabilitarse y redimirse. ¿Creería usted que el nombre oficial de esas islas era Îles du Salut… Islas de Salvación? Pero, como en todas las organizaciones hechas por el hombre, su propósito se corrompió. Cuando yo fui enviado allí, la filosofía penal era: una vez que un hombre se convierte en criminal, siempre será un criminal, estará más allá de toda redención, será una bestia, así que déjenlo sufrir y pudrirse en vida, y jamás se le permita volver a molestar a la sociedad.

– Sin embargo, usted está aquí.

– Estoy aquí porque me propuse estar aquí -dijo ferozmente Lebrun-. Tenía una razón para sobrevivir, como pronto verá usted. Pero no al principio. Al principio, cuando pensaba que todavía era un hombre, y trataba de comportarme como tal, ellos se encargaban de recordarme que era un animal, menos que un animal. ¿Cómo podría explicar los dos primeros años? Decir que la vida era embrutecedora… llamarla inhumana… serían meras palabras de charla de té. Escuche. Durante el día, enjambres de mosquitos devorándole a uno las llagas de la piel desnuda, ardida de calor, las garrapatas haciendo cuevas bajo las uñas y las hormigas rojas picándole los pies. Por la noche, los murciélagos, los vampiros chupándole la sangre. Y siempre la disentería, la fiebre, el envenenamiento de la sangre, el escorbuto. Mire.

Con la boca abierta, Lebrun retrajo los labios, descubriendo las crudas encías de un rojo azulino sobre una corriente dentadura postiza.

– ¿Cómo perdí mis dientes? Se me pudrieron por una especie de escorbuto. Los escupía yo, dos o tres de un salivazo. Con más de cuatro condenas, como sentenciado a cadena perpetua, se me clasificó entre los relégués, aquellos que jamás saldrían de la colonia. En la Isla St. Joseph picaba piedras al rayo del sol desde el alba hasta el anochecer, y si protestaba yo, me incomunicaban en la solitaria. ¿Sabe usted lo que significa la incomunicación en St. Joseph? Había tres bloques de celdas (la prisión regular, la solitaria y el asilo de locos), y el más inhumano de todos era el de la solitaria. Me echaban en un foso de cemento de tres por cuatro metros de superficie. Sin techo. Arriba nada más había barrotes de hierro. Dentro de la celda, una banca de madera, un cubo de letrina y una manta que sólo podía cambiarse cada dos años. La peste del aire inmundo y del excremento humano lo sofocaban a uno. Cuando me recluían en la solitaria, me pasaba veintitrés horas y media del día en el foso de cemento, y media hora afuera, en el patio, para tomar aire. La prisión regular no era mucho mejor. A veces era peor, especialmente de noche, cuando trataba uno de dormir en el catre de madera y los pervertidos, los homosexuales, lo atacaban. Día tras día, la comida era la misma: café, y nada más, de desayuno. Medio litro de agua caliente con verduras amasadas que llamaban sopa, un mendrugo de pan y cien gramos de carne podrida como almuerzo, y fríjoles resecos o arroz enmohecido como cena. Fui reducido a un costal de huesos, golpeado, azotado, pateado, torturado por los guardias, que en su mayoría eran corsos depravados, brutales ex miembros de la Legión Extranjera o antiguos flics, y mi único sueño era el suicidio, el del alivio que vendría con la muerte y con la sepultura en los Bambúes, el cementerio de los convictos en St. Laurent. Y entonces, un día, ocurrió un milagro (como quiera que sea, eso me pareció) y hubo una razón para vivir.

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