– ¿Cómo podría alguien más saber acerca de esto? -inquirió Randall.
– Tal vez su hija.
– Ella no lo ha visto en su sano juicio desde la última entrevista que él sostuvo con usted.
El francés frunció el ceño.
– Quizá. Si usted vio a Monti, ¿hizo él alguna alusión a mí… o a mi trabajo?
Randall se sentía desvalido.
– No, no habló de usted. En cuanto a su trabajo… ¿se refiere usted al Evangelio según Santiago y al Pergamino de Petronio?
Lebrun no respondió.
Randall dijo apresuradamente:
– Él se creyó Santiago, el hermano de Jesús. Comenzó a recitar, en inglés, palabra por palabra, lo que estaba escrito en arameo en el Papiro número 3, la primera de las páginas que tienen escritura -Randall se detuvo, tratando de recordar el contenido de la cinta que había grabado en la Villa Bellavista y que había escuchado varias veces esta misma tarde-. Incluso complementó un fragmento faltante del tercer papiro.
Lebrun dio muestras de acrecentado interés.
– ¿Qué fue?
– Cuando Monti descubrió el Evangelio según Santiago, había algunos agujeros en los papiros. En el tercer fragmento hay una frase incompleta que dice: «Los otros hijos de José, hermanos sobrevivientes del Señor y míos propios, son…», y luego falta lo que sigue, pero el texto se reanuda con… «yo quedo para hablar del primogénito y más amado Hijo». Bueno, Monti recitó eso, pero además complementó la parte faltante.
Lebrun se inclinó hacia delante.
– ¿Y qué fue lo que complementó?
– Déjeme ver si puedo recordarlo -trató de reescuchar en su mente la cinta grabada-. Monti me dijo: «Los otros hijos de José, hermanos sobrevivientes del Señor y míos propios, son José, Simón…»
– «…y Judas. Todos están allende los linderos de Judea e Idumea, y yo quedo para hablar del primogénito y más amado Hijo» -concluyó Lebrun por Randall, y se recostó en su silla.
Randall miró al viejo con asombro.
– Usted… usted lo sabe.
– Debería saberlo -dijo Lebrun. Sus labios se fruncieron hacia arriba, de modo que su boca se volvió una arruga más en su rostro-. Yo lo escribí. Monti no es Santiago. Yo soy Santiago.
Para Randall fue un momento terrible, un momento que él había buscado y que no había querido encontrar.
– Entonces todo es una mentira… Santiago, Petronio, el descubrimiento completo.
– Una brillante mentira -corrigió Lebrun. Echó un vistazo a su izquierda, luego a su derecha, y añadió para abundar-: Una falsificación, la más formidable de la Historia. Ahora lo sabe usted -estudió a Randall-. Estoy satisfecho en cuanto a que haya visto al profesor Monti, aunque no lo estoy en cuanto a lo que usted quiere de Robert Lebrun. ¿Qué quiere de mí?
– Los hechos -dijo Randall-. Y la prueba de su falsificación.
– ¿Qué haría usted con esa prueba?
– Publicarla. Desenmascarar a aquellos que predicarían una falsa esperanza ante un público crédulo.
Hubo un largo silencio, mientras Robert Lebrun reflexionaba. Finalmente habló:
– Ha habido otros -dijo en voz baja, casi para sí mismo-, otros que han querido la evidencia del fraude y que prometieron solemnemente exponer la putrefacción interna de la Iglesia y el lado sórdido de la religión. Pero resultaron ser agentes del propio clero que querían echarle mano a la verdad y sepultarla para poder preservar sus mitos para siempre. No bastaba su dinero si no podía yo confiar en ellos para exponer la Palabra. ¿Cómo puedo confiar en usted?
– Porque yo fui contratado para hacer la publicidad de Resurrección Dos y promover la nueva Biblia, y casi me embarcan, hasta que comencé a tener dudas -dijo Randall con franqueza-. Porque mis dudas me hicieron buscar la verdad… y tal vez la he encontrado en usted.
– Usted la ha encontrado en mí -dijo Lebrun-. Pero yo no estoy tan seguro de haberla encontrado en usted. No puedo entregar la verdad del trabajo de toda una vida, a menos que esté seguro…, positivamente cierto… de que verá la luz.
Por primera vez Randall se había topado con alguien más, aparte de De Vroome, cuyo escepticismo rivalizaba con el suyo propio, si no es que lo sobrepasaba.
El hombre estaba resultando exasperante y frustráneo, más allá de lo soportable. Desde el fiasco de lo de Plummer, Lebrun probablemente era incapaz de confiar en ningún otro ser humano. ¿Quién en el mundo tendría el suficiente carácter y los impecables antecedentes requeridos para convencer a este anciano de que su inversión de tantos años le sería recompensada, de que la tal prueba sería dada a conocer a la gente de todas partes? Entonces Randall pensó en alguien. Si el joven Jim McLoughlin estuviera en este momento en los zapatos del propio Randall (McLoughlin, con su feroz integridad, su admirable expediente de investigaciones de la hipocresía y la trapacería, su Instituto Raker, dedicado a la búsqueda de la verdad y al diablo con las consecuencias), él sólo podría ganarse la confianza de Robert Lebrun.
En ese instante, algo se le ocurrió a Randall que le hizo confiar en el éxito de su intento.
Jim McLoughlin y el Instituto Raker estaban aquí, precisamente aquí, en Roma, a unos minutos de distancia.
Con un brote de confianza, Randall dijo:
– Monsieur Lebrun, creo que puedo convencerlo de que merezco su confianza. Suba conmigo a mi habitación. Déjeme ofrecerle mi prueba. Luego, estoy seguro de que usted estará listo para ofrecerme la suya.
Estaban en la habitación de Randall, en el quinto piso del «Hotel Excelsior».
Robert Lebrun, con su paso disparejo y rígido, había eludido el mullido sillón y el escabel, dirigiéndose hacia la silla recta que estaba junto a la mesa con cubierta de cristal que Randall había utilizado a manera de escritorio. Una vez que se hubo sentado, sus ojos seguían cada movimiento de Randall.
Éste tenía nuevamente su portafolio abierto sobre la cama y estaba hurgando en él, hasta que encontró el expediente de papel manila tamaño oficio que ostentaba un membrete mecanografiado: El Instituto Raker.
– ¿Puede usted leer el inglés colonial? -inquirió Randall.
– Casi tan bien como puedo leer el arameo antiguo -dijo Lebrun.
– Está bien -dijo Randall-. ¿Alguna vez ha oído hablar de una organización llamada El Instituto Raker que existe en los Estados Unidos?
– No.
– Supongo que no -dijo Randall-. No se le ha hecho una gran publicidad aún. De hecho, a mí se me pidió que manejara su primera gran campaña de relaciones públicas -rodeó la cama dirigiéndose hacia Lebrun con la carpeta-. Éste es un intercambio de correspondencia que tuve con un hombre llamado Jim McLoughlin, director del Instituto Raker, previo a la entrevista que él y yo sostuvimos en Nueva York. Contiene, además, anotaciones de esa reunión. Usted oirá hablar más acerca de McLoughlin en los próximos meses. En el elemento más reciente dentro de la gran tradición de disidentes norteamericanos, cruzados que han expuesto la maldad, hombres como Zola, compatriota de usted…
– Zola -musitó Lebrun en un tono de voz que era casi una caricia.
– Siempre los hemos tenido. Han sido pocos, y a menudo han sufrido a manos de los poderosos. Pero nunca han sido acallados o extinguidos, porque son las voces de la conciencia pública. Hombres como Thomas Paine y Henry Thoreau. Y cruzados más recientes, como Upton Sinclair, Lincoln Steffens, Ralph Nader, quienes pusieron al descubierto los fraudes perpetrados por corruptores jefes de industria en contra de un público confiado. Bien, Jim McLoughlin y sus investigadores del Instituto Raker representan lo más nuevo en este campo.
Robert Lebrun había estado escuchando atentamente.
– ¿Qué es lo que hacen, este hombre y su instituto?
– Han investigado a fondo una conspiración tácita de ciertas industrias y corporaciones norteamericanas para impedir que lleguen al público determinados inventos y productos. Han descubierto pruebas de que el gran imperio de los negocios (la industria del petróleo, la automovilística, la textil, la del acero, para nombrar sólo a unas cuantas) ha sobornado, incluso ha apelado a la violencia, para retener fuera del conocimiento público una pastilla de bajo costo que puede sustituir a la gasolina, una llanta que casi no se gasta, una tela que puede resistir una vida de uso, un fósforo que puede encenderse una verdadera infinidad de veces. Y eso es sólo el comienzo. En esta próxima década se lanzarán tras las conspiraciones que perpetran contra el público las compañías de teléfonos, los bancos, las compañías de seguros, los fabricantes de armamentos, los militares y algunas otras dependencias del Gobierno. McLoughlin cree que el pueblo corre peligro con la libre empresa no regulada. Cree también que el pueblo, no sólo bajo el sistema de la democracia sino también bajo el del comunismo, tiene un Gobierno representativo… mas no tiene representación. Él se ha lanzado a poner al descubierto todos los complots que se urden en contra de los ciudadanos. Y, como usted verá, yo soy el publicista a quien McLoughlin ha llamado para que lo ayude.