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El pétreo rostro profesional del encargado de los camareros mostró arrugas de interés. Sus ojos se posaron sobre las liras que Randall sostenía en las manos.

– En lo que sea posible -dijo el encargado-, me dará mucho gusto serle útil.

Randall dobló los billetes y los puso firmemente en la cálida mano del encargado.

– ¿Cuánto tiempo hace que trabaja usted en el Doney, Julio?

– Cinco años, señor. -Guardó los billetes en su bolsillo, musitando-: Grazie, señor.

– ¿Estaba usted trabajando aquí (quiero decir, que no estaba de vacaciones u otra cosa) en mayo del año pasado?

– Oh, sí, señor -ahora se mostraba curioso, gentil y amigable-. Es antes de la temporada del turismo, pero ajetreada, muy ajetreada.

– Entonces estaba usted probablemente a cargo. Le diré tras de qué ando. Estoy haciendo una investigación, y hay alguien a quien me gustaría ver y que me han dicho que con frecuencia viene al Doney. Un amigo mío se reunió con esta persona aquí hace un año, en el mes de mayo, y me dijeron que la persona que busco es cliente regular de este café. ¿Reconoce usted a los clientes regulares?

Julio contestó alegremente.

– Naturalmente que sí. No sólo es mi trabajo, sino que resulta inevitable que yo me familiarice con nuestros clientes asiduos. Los conozco a todos por sus nombres, y hasta llego a saber algo de sus personalidades y sus vidas. Es lo que hace que mi actividad tenga tantas compensaciones. ¿Quién es la persona a la cual usted desea conocer?

– Él es francés, pero reside en Roma -dijo Randall-. No tengo idea de cuán a menudo viene al Doney, pero me han dicho que viene aquí -Randall contuvo la respiración y luego soltó lo que esperaba que sería un ábrete sésamo-: Su nombre es Robert Lebrun.

El encargado permaneció inmutable.

– Lebrun -repitió lentamente.

– Robert Lebrun.

Julio estaba exprimiéndose el cerebro.

– Estoy tratando de hacer memoria -dijo con voz quebrada, como temeroso de tener que renunciar a la propina-. No me suena. Que yo sepa, no tenemos a ningún cliente regular con ese nombre. Seguro que lo recordaría.

Randall se descorazonó. Trataba de recordar la descripción que de Lebrun le hiciera el dominee De Vroome.

– Tal vez si yo le dijera cómo es él…

– Por favor.

– De unos ochenta años. Usa anteojos. De cara muy arrugada. Como jorobado. De la estatura de usted. Así es Robert Lebrun. ¿Le sirve de algo?

Julio estaba apenado.

– Lo lamento, pero hay tantos…

Randall recordó algo más.

– Espere, hay algo que usted tiene que haber notado. Su modo de andar. Es cojo. Perdió una pierna hace mucho tiempo, y lleva una artificial.

El rostro de Julio se iluminó de inmediato.

– Tenemos uno como ése. Yo no sabía que fuera francés, porque su italiano es muy correcto; es un perfecto caballero romano. Pero no se llama Lebrun. En realidad no conozco su verdadero nombre, excepto por lo que él nos dice. Cuando ha bebido demasiado Pernod o Negroni, bromea y dice que su nombre, es Toti, Enrico Toti. Es un chiste local. ¿No lo entiende usted?

– No.

Julio explicó:

– Cuando uno pasa en automóvil por los Jardines Borghese, a través de los parques, ve muchas estatuas, y hay una, una escultura enorme de un héroe desnudo sobre una base cuadrada de piedra, y este personaje tiene sólo una pierna. Está recargado en una roca, con la pierna derecha estirada y el muñón de la izquierda apoyado sobre la roca. Al pie de la estatua pone Enrico Toti, y especifica que murió en 1916. Este Toti, aunque tenía una sola pierna, quiso alistarse como voluntario en el Ejército italiano durante la guerra austro-húngara, y fue rechazado, naturalmente. Pero se volvió a presentar como voluntario, una vez más, y ya no pudieron rehusarse a admitirlo, así que lo incorporaron al Ejército italiano con su sola pierna y su muleta, y combatió y fue un gran héroe. Así que nuestro cliente cojo bromea con que hace muchos años fue un gran héroe y que su nombre era Toti. Ése es el único nombre…

– ¿Toti? -repitió Randall-. Bueno, para nada se parece a Lebrun, ¿verdad? Desde luego, puede ser que tenga muchos nombres -dándose cuenta de que el encargado había hecho un gesto, se preguntó por qué-. ¿Qué sucede, Julio?

– Otro nombre, me acaba de venir a la mente justo ahora. Es tonto, pero…

– ¿Quiere usted decir que este Toti tiene otro nombre?

– Es tonto, muy tonto… pero las mujeres de la calle… usted sabe… le pusieron este nombre porque es tan intelectual y se da tantos aires de elegante, siendo como es tan pobre y tan digno de compasión. Lo llaman -Julio rió entre dientes- Duca Minimo, que quiere decir Duque Insignificante. Ése es el mote con el que lo humillan.

Randall agarró emocionado el brazo del encargado.

– ¡Ése es, ése es otro de sus nombres! Toti alias Duca Minimo alias Robert Lebrun. Él es quien ando buscando.

– Me alegro mucho -dijo Julio; sus tres mil liras estaban seguras ahora.

– ¿Todavía viene al Doney? -quiso saber Randall.

– Oh, sí, con toda regularidad, casi todas las tardes cuando el tiempo es bueno. Viene por su aperitivo a las cinco en punto de la tarde, antes de la oleada de gente que sale del trabajo, y se toma su Pernod 45 o su Negroni, explica sus chistes y lee el diario.

– ¿Estuvo aquí ayer?

– Ayer no trabajé en este turno, aunque hoy sí me toca. Permítame averiguarlo…

Julio fue hacia donde estaban tres camareros parados a una distancia donde no podía oírseles, los interrogó y dos de ellos rieron y asintieron vigorosamente con la cabeza.

El encargado regresó sonriendo.

– Sí, este Toti (Lebrun, como usted lo llama) estuvo aquí ayer durante una hora, a la que acostumbra a venir. Lo más probable es que hoy aparezca a las cinco.

– Estupendo -dijo Randall-, absolutamente estupendo. -Buscó su billetero y extrajo de él un billete de cinco mil liras. Tendiéndoselo al anonadado encargado, le dijo-: Escuche, Julio, esto es importante para mí…

– Por favor…, gracias, señor, muchas gracias. Estaré encantado de hacer cualquier cosa que pueda.

– Haga esto. Yo estaré aquí a las cinco menos cuarto. Cuando Toti o Lebrun venga, señálemelo. Yo me ocuparé del resto. Si él viniera antes, telefonéeme a mi habitación. Estoy hospedado aquí, en el «Excelsior». Mi nombre es Steven Randall. ¿No lo olvidará? Steven Randall.

– No olvidaré su nombre, señor Randall.

– Una cosa más, Julio. Nuestro amigo Lebrun… ¿Cómo llega a Doney todos los días?; quiero decir, ¿en taxi o caminando?

– Siempre llega a pie.

– Entonces debe vivir por aquí cerca, en los alrededores. No caminaría una gran distancia con una pierna artificial, ¿verdad?

– Es poco probable que lo hiciera.

– Muy bien -dijo Randall, incorporándose-. Gracias por todo, Julio. Nos veremos a las cuatro cuarenta y cinco.

– Pero, señor, su granizado de limón…

– Es todo suyo, con mis cumplidos. Ya tuve mi postre de hoy.

Había pasado cinco horas de inquietud en su cuarto doble del quinto piso del «Hotel Excelsior».

Había tratado de no pensar en lo que le esperaba por delante. Había tirado su portafolio sobre la cama, lo había abierto y había sacado sus carpetas de correspondencia. En la mesa con cubierta de cristal que estaba a un lado de la única ventana del cuarto, había intentado ponerse al corriente con sus cartas.

Había escrito una rutinaria carta de hijo atento a su madre y a su padre en Oak City, incluyendo a su hermana Clare y al tío Herman. Había escrito una breve nota, más turística que paternal, a su hija Judy en San Francisco. Había iniciado una carta para que fuera remitida a Jim McLoughlin del Instituto Raker, explicándole que Randall y Asociados había estado tratando de localizarlo durante varias semanas para hacerle saber que, debido a circunstancias fuera de su control (sin mencionar a Towery ni lo de la adquisición por parte de Cosmos), la firma no podría hacerse cargo de la cuenta del Raker. Pero no había podido terminar la misiva y acabó por romper y tirar lo que había escrito.

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