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Normalmente, un profesor con muchos compromisos personales los pondría en lista, los anotaría de alguna manera, en algo así como una agenda, calendario de escritorio o alguna hoja especial de citas. Randall no tenía idea de qué era lo que se usaba en Italia (no había querido preguntárselo a Ángela), pero tenía que haber algo, algún registro, siquiera el apunte de una secretaria, a menos de que Monti lo hubiera llevado todo en la cabeza.

Más papeles, los últimos textos mecanografiados de las conferencias o discursos no pronunciados, y la correspondencia que no había sido ni sería jamás contestada.

Cuidadosamente, Randall hurgó más a fondo en la caja de cartón hasta que sacó una libreta forrada en piel color marrón, con un gran señalador que sostenía unidos la tapa y un grueso de páginas interiores. En la tapa había un título impreso en dorado y en italiano. El título decía: Agenda.

Los latidos del corazón de Randall se aceleraron.

Abrió la libreta de citas en donde estaba puesto el señalador.

La fecha rezaba: 8 Maggio.

En la página rayada estaban enlistadas las horas de la mañana, de la tarde y de la noche. Varias líneas estaban escritas, aparentemente de la propia mano y pluma negra del profesor Monti.

Los ojos de Randall descendieron lentamente por la página de la libreta de citas, estudiando cada una de las anotaciones:

10:00… Conferenza con professori.

12:00… Pranzo con professori.

14:00… Visita del professore Pirsche alla Facoltà.

Buscó las palabras clave en el diccionario italiano-inglés, pero hasta ahí no había pista; hasta ese momento de aquel día fatídico solamente una conferencia con miembros del cuerpo docente, un almuerzo con algunos profesores de la facultad, y la visita que Monti recibiría de un profesor extranjero (aparentemente alemán) en su oficina.

Los ojos de Randall continuaron bajando por la página, y de repente se detuvieron:

16:00… Appuntamento con R. L. da Doney. Importante.

Randall se quedó completamente quieto.

Tradujo.

Las 16:00 significaba las cuatro en punto de la tarde.

La R. significaba Robert. La L. significaba Lebrun.

Doney significaba el mundialmente famoso restaurante-cafetería Doney al aire libre… el gran caffé de Roma… en la Via Vittorio Veneto, afuera del «Hotel Excelsior».

Appuntamento con R. L. da Doney. Importante significaba: Cita con Robert Lebrun en el Doney. Importante.

Con la emoción de un descubridor, Randall comprendió que había hallado lo que estaba buscando.

Una tarde de mayo del año pasado, el profesor Monti había anotado que tenía que encontrarse con Robert Lebrun en el café Doney. Fue allí, según De Vroome, donde Lebrun le había revelado su pretendida falsificación al profesor Monti, y fue allí donde Monti había iniciado su misteriosa retirada hacia la locura.

Una punta de flecha raquítica, surgida del pasado reciente, pero real, muy real.

Randall volvió a meter la libreta de citas en la caja de cartón, apresuradamente colocó encima los otros objetos, y se puso en pie.

Lucrezia estaba entrando a la sala con una segunda caja de cartón.

– Esta caja tiene sólo los libros científicos, las revistas, nada más -anunció.

Randall caminó rápidamente hacia ella.

– Gracias, Lucrezia, ya no necesito ver eso. Encontré lo que buscaba. Muchísimas gracias.

Le estampó un beso en la regordeta mejilla, dejándola azorada y con los ojos completamente abiertos, y se apresuró hacia la puerta.

Randall bajó del taxi en la entrada para coches del «Hotel Excelsior». Pasó caminando con grandes zancadas frente al hotel, yendo más allá del grupo de ociosos chóferes que chismorreaban al calor del sol, y se detuvo en la acera para examinar el escenario donde Robert Lebrun le había hecho su conmocionante revelación al profesor Monti hacía un año y dos meses.

El café-restaurante Doney estaba dividido en dos secciones. La parte del restaurante estaba en el interior y era una extensión de la planta baja del «Hotel Excelsior». El café, cuyas mesas estaban todas al aire libre, ocupaba la acera de la Via Vittorio Veneto, desde la orilla de la entrada de automóviles hasta la distante esquina.

El café Doney consistía en dos largas filas de mesas y sillas. De un lado, las hileras de mesas estaban pegadas a la pared del restaurante interior; del lado opuesto, las mesas quedaban de espalda a los automóviles estacionados y al tránsito de la siempre atestada Via Veneto. El espacio que bisecaba las mesas y sus acojinadas sillas azules, era para los peatones y los camareros del café.

De pie en el sofocante calor, contemplando el café, Randall se alegraba de que el Doney estuviera protegido del sol por dos toldos azules con flecos. A esta hora, justo antes del mediodía del sábado, el lugar se veía atrayente, aunque todavía no prometedor para la cacería de Randall.

Había sólo un puñado de clientes esparcidos en las mesas… en su mayoría turistas, se figuró Randall. La escena semejaba una naturaleza muerta y los que se movían parecían hacerlo en cámara lenta. Era la maldita torridez de Roma a mediados de junio, pensó Randall, lo que tendía a derretir tanto la ambición como la iniciativa.

Con la escasa información que ahora poseía, Randall consideró cómo debía proceder. Hacía un año y dos meses, Robert Lebrun había sido quien había convocado al profesor Monti para que se reuniera con él. Por lo tanto, Lebrun tuvo que haber sido quien sugirió el café Doney para la entrevista. Y si él había elegido el Doney (que de ninguna manera podría considerarse un café apartado o poco conocido sino que, de hecho, era extremadamente popular) era porque a él le resultaba familiar. Si eso era verdad (era igualmente factible que no fuera verdad, pero si lo fuera) entonces el propio Robert Lebrun les habría sido familiar a quienes trabajaban en el Doney.

Randall observó a varios de los sonámbulos camareros. Estaban uniformados con chaquetas blancas que tenían charreteras azules, altos y almidonados cuellos con corbatas, de lazo color azul oscuro y pantalones negros, y llevaban menús color azul alhucema o bandejas vacías. Cerca de la apertura que había entre las mesas del fondo y que conducía al restaurante, estaba un italiano de cierta edad con aire de autoridad y con las manos cruzadas a la espalda. Estaba formalmente ataviado (con una chaqueta azul brillante, cuello almidonado, corbata de lazo y pantalones de smoking, y parecía estar muy alerta. Era el encargado de los camareros, dedujo Randall.

Atravesando la acera, Randall sintió el alivio de la sombra repentina, y se acomodó en una silla frente a una mesa desocupada de cara al paso de la gente. Tras un breve intervalo, un camarero se percató de su presencia y se aproximó a él, poniéndole enfrente un menú.

Randall tomó la lista y preguntó:

– ¿Está el encargado de los camareros por aquí?

– Sí -dijo, llamando al italiano de edad avanzada que vestía formalmente-. ¡Julio!

Julio, el encargado de los camareros, caminó rápidamente, con bloc y pluma en las manos.

– A sus órdenes, señor.

Randall examinó el menú con aire ausente. Todo estaba enlistado por partida doble, en italiano y en inglés. Su mirada se detuvo en Gelati, y luego pasó a Granita di limone (granizado de limón) 500 liras.

– Deme un granizado de limón -dijo Randall.

Julio tomó nota.

– ¿Es todo?

– Sí.

Julio arrancó la hoja del bloc de pedidos, se la extendió al camarero que aguardaba y tomó el menú para retirarse.

– En realidad -dijo Randall-, deseo algo más. Pero no tiene que ver con su menú -Randall había sacado su cartera, y de ella extrajo tres grandes billetes de mil liras-. Soy un escritor norteamericano, y necesito cierta información. Tal vez usted pueda ayudarme.

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