– ¿Y se encontraron allí, Plummer y el falsificador? -apremió Randall.
– Allí se encontraron -dijo De Vroome-, pero no frente a la tumba de Wilde, como se había planeado originalmente. Cuando Plummer llegó al cementerio, un guardia le preguntó cuál era su nombre y le entregó un sobre sellado que alguien había dejado allí para él. El sobre contenía una nota garabateada por el Duca Minimo. Había cambiado el punto de reunión. Le avisaba a Plummer que prosiguiera hasta la tumba de Honorato de Balzac. Aparentemente, había mucho tráfico por los alrededores de la tumba de Oscar Wilde. A Plummer le pareció que éste era un toque especialmente poético. La pluma de Balzac había atraído a incontables pillos y bribones. Y ahora había atraído al hombre que probablemente era el más grande falsificador de la Historia. Plummer compró un mapa turístico del cementerio, marcó en él la ruta hacia la tumba de Balzac y no tuvo dificultad para encontrarla. Y allí encontró también al falsificador.
El dominee De Vroome hizo una pausa, se terminó su coñac y consideró rellenar su copa y el vaso de Randall, que ya estaban vacíos.
– ¿Otro trago, señor Randall?
– No deseo nada más… excepto su historia. ¿Qué sucedió?
– Con su habitual dedicación periodística, Cedric Plummer tomó notas extensas después de la reunión. Yo las he leído. ¿Cuál es la esencia de esas notas? Esto: el nombre verdadero de nuestro confeso falsificador es Robert Lebrun. Plummer se encontró con un hombre viejo (ochenta y tres años) pero no senil, sino perfectamente alerta, con la mente despierta y despejada. Tenía el cabello teñido de color castaño. Ojos grises, con una catarata. Lentes con aros metálicos. Nariz puntiaguda. Mandíbula prominente, una dentadura postiza que le quedaba floja y profundas arrugas en el rostro. Probablemente era de mediana estatura, pensó Plummer, pero aparentaba ser más bajo a causa de su postura encorvada. Tiene una extraña manera de andar, cojeando o balanceándose, a causa de una amputación; su pierna izquierda es artificial, y no le gusta hablar de ello. Sus antecedentes nos dan algunas bases con respecto a su historia de la falsificación.
– ¿De dónde es él?
– De París. Nació y fue criado en Montparnasse. No le dijo mucho a Plummer. Estaban de pie allí, cerca de la tumba de Balzac, bajo el sol, y Lebrun se cansó pronto. En su juventud había trabajado como aprendiz de grabador. Era pobre y quería dinero para sí mismo y para su madre, sus hermanos y sus hermanas, así que empezó a juguetear con falsificaciones sencillas, y descubrió que tenía un don para eso. Comenzó falsificando pasaportes, después se dedicó a falsificar billetes de baja denominación y luego continuó con cartas históricas, manuscritos raros y fragmentos bíblicos medievales iluminados, hechos en miniatura. Después se pasó de listo. Emprendió la falsificación de un documento gubernamental sin tener la suficiente preparación. Yo desconozco los detalles, pero fue descubierto, arrestado y enjuiciado, y puesto que en su historial existían otros delitos menores, fue sentenciado a prisión en el célebre penal de la Guayana Francesa. Allí, en esa colonia penitenciaria, la vida le resultaba imposible al joven Lebrun. Las autoridades de la prisión no hicieron ningún intento por rehabitarlo, y él se volvió más recalcitrante que nunca; sufría mucho por eso, y estaba casi deshecho. En un momento dado, después de haber estado prisionero en una de las tres islas que más tarde se conocieron como el grupo de las Islas del Diablo, Lebrun estaba al borde del suicidio. Fue entonces cuando le favoreció con su amistad un cura francés, un sacerdote católico de la Orden de la Congregación del Espíritu Santo que venía desde St. Jean para visitar las islas de la colonia penitenciaria dos veces por semana. El sacerdote se interesó mucho por Lebrun, lo convirtió a la religión y la fe, y lo aficionó a la lectura espiritual. Gradualmente, la vida de Lebrun cobró sentido y dimensión. Finalmente, después de permanecer tres años en la colonia penal de la Guayana, a Lebrun se le presentó una especie de oportunidad de recibir el indulto. Plummer no pudo averiguar los detalles, pero cualquier cosa que haya sido, esa oportunidad se convirtió en traición, y Lebrun se volvió más amargado y antisocial que nunca. Especialmente en contra de la religión.
Randall estaba confuso.
– No comprendo -dijo.
– Discúlpeme por no aclararle este punto crucial. De hecho, es poco lo que yo sé al respecto. Todo lo que Lebrun reveló fue que ese sacerdote en quien había confiado, ese hombre con sotana, le hizo una proposición en nombre del Gobierno francés. Si Lebrun se ofrecía como voluntario para una misión peligrosa y sobrevivía, se le concedería el indulto y sería liberado de la colonia penal. Lebrun estaba renuente a aceptar, pero estimulado por el cura, lo hizo. Sobrevivió a la misión con la pérdida de su pierna izquierda, pero la libertad valía aún ese precio. Sin embargo, la libertad no llegó. El indulto que el sacerdote le había prometido, representando al Gobierno francés, no le fue concedido. Lebrun cayó nuevamente en su infierno tropical. A partir de ese negro día de traición, Lebrun se prometió solemnemente cobrar venganza. ¿Contra el Gobierno? No. Era en contra del sacerdocio, del clero, de toda la religión (a causa de la decepción que había sufrido a manos de ella) que él juró vengarse. Así, con la ira en su corazón y en su mente, concibió un perverso plan que se mofaría de los cristianos creyentes y asestaría un golpe fatal contra el clero de todas las denominaciones.
– La falsificación de un nuevo evangelio -murmuró Randall.
– Sí, eso, y otra falsificación que presenta una fuente pagana acerca del juicio de Cristo que él había llegado a aborrecer. Lebrun planeó dedicar lo que le restaba de vida a la preparación del fraude, a pugnar porque el público lo creyera y, finalmente, a descubrir la verdad, mostrando así la falsedad de la fe religiosa y la credulidad de los tontos que tienen fe. Entre 1918, año en que lo arrojaron nuevamente a su celda en la isla de la Guayana, y 1953, cuando Francia cerró esa célebre colonia penal, Robert Lebrun preparó su venganza. Se empapó de la ciencia y los conocimientos bíblicos, así como de la historia del cristianismo del siglo i. Por fin, después de treinta y ocho años de reclusión, su liberación llegó con la eliminación de la colonia penal de la Guayana por parte del Gobierno francés. Lebrun fue devuelto a Francia en calidad de hombre libre, pero con el estigma de un ex convicto obsesionado por la venganza en contra de la Iglesia.
– ¿Y entonces emprendió su falsificación maestra?
– No de inmediato -dijo el dominee De Vroome-. Lo primero que quería era dinero. Reanudó su vida clandestina de falsificador, convirtiéndose en una fábrica individual de pasaportes ilegales. Reanudó, además, sus estudios de las Escrituras, de Jesús, de la primitiva era cristiana y del arameo. Obviamente, Lebrun era un brillante estudioso autodidacta. Al fin, ahorró suficiente dinero para adquirir los materiales antiguos que necesitaba. Con esos materiales, sus conocimientos obtenidos y su odio, abandonó Francia para tomar residencia en Roma y desarrollar secretamente, en papiro y pergamino, lo que él esperaba que sería la mayor falsificación de la Historia. La terminó, a satisfacción propia, hace unos doce años.
Randall estaba completamente hipnotizado, demasiado intrigado para continuar sosteniendo su incredulidad.
– ¿Y Monti? -preguntó Randall-. ¿Dónde encaja Monti en todo esto? ¿Este tal Lebrun lo conoció en Roma?
– No, en un principio Lebrun no conocía personalmente a Monti. Pero, naturalmente, durante sus estudios de arqueología bíblica, Lebrun se había familiarizado con el nombre de Monti. Y entonces, un día, después de que hubo terminado su falsificación y mientras trataba de resolver dónde y cómo lo podría enterrar para que después fuera descubierto en una excavación, se encontró con un artículo radical que Monti había escrito para una publicación arqueológica.