– ¿Qué fue lo que provocó que lo recluyeran en el hospital?
Distraídamente, el doctor Venturi tomó su pipa, la dejó, buscó un lápiz y comenzó a garrapatear en un bloc de notas.
– ¿Usted desea conocer las circunstancias que indujeron a la reclusión? Dos días antes del colapso, según supe posteriormente, el profesor Monti estaba siguiendo su rutina habitual en la Universidad de Roma. Había estado impartiendo su cátedra en el Aula di Archeologia. Había estado conferenciando con sus colaboradores de facultad. Había preparado una solicitud para una subvención que le permitiera realizar una nueva excavación en Pella. Ese día, además, al igual que en la mayoría de sus días ocupados, había llevado un programa de citas y había recibido a los visitantes.
– ¿Qué tipo de visitantes?
– El tipo que normalmente recibe un prominente arqueólogo. Algunas veces veía a colegas y catedráticos de otros países o bien a funcionarios gubernamentales. Tal vez a vendedores de equipo para excavaciones, estudiantes graduados o directores de publicaciones arqueológicas. Yo no conozco con exactitud sus actividades de ese día. Su hija podrá decirle más al respecto. Yo sólo sé que había estado en la universidad la mayor parte de la mañana, que había salido una o dos veces para cumplir con unas citas y que había regresado nuevamente a su despacho para continuar trabajando. Por la noche, puesto que no había regresado a su casa para cenar, su hija Ángela telefoneó a la escuela para pedir al conserje de guardia que le recordara a su padre que era hora de volver a casa. El conserje subió por la escalera a la oficina del director del departamento de arqueología y llamó a la puerta, pero no recibió respuesta, lo que le pareció extraño puesto que las luces estaban encendidas. Se decidió a entrar, y allí encontró al profesor en su escritorio (el escritorio estaba desordenado y una lámpara volcada) murmurando ininteligiblemente, diciendo incoherencias, justo la clase de plática que acaba usted de escucharle. Estaba totalmente desorientado. Luego, sobrevino un estupor. El conserje, asustado, llamó a Ángela Monti y solicitó inmediatamente una ambulancia.
Randall se estremeció al imaginar la escena, reviviendo lo que debió haber sido un verdadero horror para la pobre Ángela.
– ¿Estaba coherente el profesor Monti…?, o, mejor dicho, ¿después de eso volvió a coordinar alguna vez?
– Ni una sola vez en el año y meses que han transcurrido -dijo el doctor Venturi con un suspiro-. Sencillamente, algo se había interrumpido, por así decirlo, dentro de su cerebro. Para usar el lenguaje vernáculo, literalmente había perdido la razón. Desde entonces no ha tenido contacto alguno con la realidad.
– ¿No existe esperanza alguna de que se recupere?
– ¿Quién puede decirlo, señor Randall? ¿Quién sabe lo que el futuro nos traerá en los campos de la ciencia, la medicina, la psiquiatría, o los progresos venideros en la bioquímica de las anormalidades mentales? En la actualidad no hay nada. Puede usted estar seguro de que lo hemos intentado todo. Después de varios días, hice que el profesor Monti se mudara aquí, a la Villa Bellavista. Llevamos a cabo, en vano, varias formas de tratamiento… psicoterapia, medicación farmacológica, electrochoques bajo anestesia. Ahora, sólo nos esforzamos porque siempre esté cómodo y en paz, para que pueda dormir. Además, lo estimulamos para que se mantenga ocupado. Lo motivamos para que asista con regularidad a nuestro taller a trabajar en el telar o para que use nuestra piscina, pero tiene muy poco interés en esas cosas. La mayor parte del tiempo se sienta frente a la ventana mirando hacia fuera o escuchando música, y algunas veces ve la televisión, aunque yo no creo que capte lo que ve.
– Ángela… es decir, la señorita Monti… cree que el profesor ha tenido algún que otro momento lúcido.
El doctor Venturi se encogió de hombros.
– Ella es su hija, y si eso la hace más feliz, nosotros no la vamos a contradecir.
– Ya veo -dijo Randall pensativamente-. ¿Y con respecto a las visitas? ¿Recibe el profesor Monti otras visitas aparte de sus dos hijas?
– Sus hijas, sus nietos en días de fiesta y en su cumpleaños, y el ama de llaves.
– ¿Ningún extraño?
– A nadie se le permite la entrada -dijo el doctor Venturi-. Algunos han solicitado permiso para visitarlo, pero se les ha negado. Las hijas del profesor decidieron que la presencia de su padre aquí, al igual que su desafortunado estado, debe mantenerse en secreto hasta donde sea posible. Únicamente los familiares más cercanos al profesor Monti, o sus acompañantes, pueden visitarlo.
– Pero los extraños -persistió Randall-. Usted mencionó a algunos que solicitaron permiso para visitar al profesor. ¿Recuerda quiénes eran?
El doctor Venturi negó, moviendo su pipa de espuma de mar.
– No podría recordar los nombres. Algunos de sus viejos camaradas y colegas de la universidad. Solamente se les dijo que padecía una alteración nerviosa y que debía descansar. Varios intentaron verlo los primeros meses, pero fueron rechazados. No hemos vuelto a saber de ellos.
– ¿Alguien más? -preguntó Randall-. ¿Algún otro intento de alguien más en los meses recientes?
– Pues, ahora que usted lo menciona… hubo uno, y lo recuerdo porque ocurrió recientemente y su nombre es muy conocido.
– ¿Quién fue? -inquirió Randall con interés.
– Un eminente clérigo, el reverendo Maertin de Vroome. Hizo una solicitud por escrito para visitar al profesor Monti. Debo decirle que me impresionó. Yo no sabía que él y Monti fueran amigos. Poco después se me informó que no lo eran… que no eran amigos. Yo había confiado en que una visita del reverendo podría estimular a mi paciente, así que pasé a las hijas la solicitud del reverendo De Vroome. Ellas la rechazaron, y con bastante firmeza, debo añadir. Así pues, yo informé al reverendo De Vroome que no se permitían las visitas. En realidad, usted es el primer extraño a quien se le permite ver al profesor Monti desde que fue recluido aquí. -Echó un vistazo al reloj que estaba sobre su escritorio-. ¿Tiene usted alguna otra pregunta, señor Randall?
– No -dijo Randall, poniéndose de pie-. No tengo nada más que preguntar… o que averiguar.
El recorrido de regreso a Roma, en el «Opel» de Giuseppe, con aire acondicionado, fue lóbrego.
En el asiento trasero, con Ángela acurrucada contra él, un Randall renuente se vio forzado a rememorar lo que había acontecido durante su reunión con el profesor Monti y después con el doctor Venturi.
Ángela hacía reminiscencias breves, melancólicas acerca de su padre, tal como había sido en los años anteriores; recordaba la viveza y la agudeza de su mente. Era una lástima, dijo ella con infinita tristeza, que su padre nunca conocería las maravillas a las que su descubrimiento seguramente conduciría.
– Ahora lo sabe -le aseguró Randall-. Lo supo desde el momento en que hizo su descubrimiento, y disfrutó plenamente de lo que estaba proporcionando al mundo.
– Eres bueno -Ángela lo besó en la mejilla.
Ella lo invitó a cenar con su hermana y los hijos de ésta en la casa de la familia. Él estuvo tentado a aceptar, pero lo reconsideró y luego cambió de parecer.
– No, yo creo que lo mejor será que estés a solas con tu familia -dijo él-. Después de esto tendremos mucho tiempo para estar juntos. Además, debo regresar a Amsterdam. El tiempo apremia. Tal como están las cosas, Wheeler se enfurecerá porque estuve fuera de la oficina el día de hoy.
– ¿Vas a regresar a Amsterdam esta noche?
– Tal vez muy de noche; necesito despachar algo de correspondencia personal mientras estoy aquí. Cuando vuelva a Amsterdam ya no habrá oportunidad. Debo escribirles a mis padres y a mi hija. También tengo pendientes algunos asuntos de negocios. Como el de Jim McLoughlin, el individuo del Instituto Raker. Ya sabes quién. Mi abogado no ha podido localizarlo todavía, así que pensé que sería mejor que yo le escribiera personalmente una carta para que le sea remitida. Sí, probablemente tomaré el último vuelo de regreso.