– ¿Sí?
Estimulado, Randall continuó.
– Ya no existe forma alguna de saber si esta fotografía representa al papiro original que usted descubrió o si corresponde a un papiro alterado. El negativo de la foto original se perdió en un incendio. Sin embargo, profesor Monti, Ángela dice que usted vivió tan cerca de todos los preciados fragmentos, que cada signo, cada garabato, cada punto está grabado en su mente. Ángela piensa que usted sabría casi de inmediato si esta foto es en realidad una reproducción verdadera del papiro que usted extrajo de la excavación o si representa una hoja alterada o sustituida. Es de primordial importancia, profesor Monti, que nosotros sepamos la verdad. ¿Puede usted decirme si ésta es una fotografía del papiro que usted descubrió en Ostia Antica?
Entregó la reproducción al profesor Monti, quien la tomó cuidadosamente con sus temblorosas manos. Durante varios segundos, el profesor ignoró la fotografía, mirando fijamente a Randall y meciéndose en silencio.
Finalmente, como si recordara lo que tenía en las manos, sus ojos se desviaron hacia la fotografía. Lentamente la levantó y la ajustó a cierto ángulo, para que la luz del sol qué se filtraba a través de la ventana con barrotes brillara sobre ella. Una sonrisa se formó gradualmente en su redonda cara, y Randall, observándolo, sintió surgir la esperanza.
Transcurrieron mudos segundos. El profesor Monti bajó la foto hasta su regazo, con los ojos todavía fijos en ella. Sus labios comenzaron a moverse, y Randall se esforzó por captar las palabras, entrecortadas y apenas audibles.
– Verdadera, es verdadera -estaba diciendo el profesor Monti-. Yo escribí esto.
Levantó la cabeza para afrontar la mirada de Randall.
– Yo soy Santiago el Justo. Yo fui testigo de estos acontecimientos -sus labios volvieron a moverse, y su voz se hizo más fuerte-. Yo, Santiago de Jerusalén, hermano del Señor Jesucristo. Su heredero, el mayor de Sus hermanos supervivientes e hijo de José de Nazaret, pronto seré llevado ante el Sanedrín y su más alto sacerdote, Ananías, acusado de conducta sediciosa en virtud de mi jefatura de los seguidores de Jesús en nuestra comunidad.
Randall se recargó en su silla, abatido.
«Dios mío -se dijo a sí mismo-, el anciano cree que él es Santiago de Jerusalén, hermano de Jesucristo.»
El profesor Monti había elevado la mirada hacia el techo, y continuó hablando, con mayor fervor en su temblorosa voz.
– Los otros hijos de José, hermanos supervivientes del Señor y míos propios, son José, Simón y Judas. Todos están más allá de los linderos de Judea e Idumea, y yo quedo para hablar del primogénito y más amado hijo.
El profesor Monti estaba recitando, con su acentuado inglés, una de las primeras partes del papiro arameo que había sido incluido en el Evangelio según Santiago, dentro del Nuevo Testamento Internacional. Pero había algo inesperado, casi misterioso, en la citación, y Randall lo captó de inmediato. El profesor Monti, al enumerar los nombres de los hermanos de Jesús y Santiago, estaba añadiendo un trozo faltante del tercer papiro; una porción que se había desmoronado o disuelto y que había desaparecido después de casi dos mil años.
Esto era inexplicable, salvo por una posibilidad… que el profesor Monti estaba (o había estado) tan compenetrado con el conocimiento bíblico que había recordado los nombres por lecturas de otras fuentes, como el Evangelio según San Mateo o los Actos de los Apóstoles o de Eusebio, el antiguo historiador de la Iglesia, y los había incorporado a su recitación.
– Yo, Santiago el Justo, hermano de Nuestro Señor…
El profesor Monti seguía con su declamación demente.
Sobrecogido por la tristeza que le causaban el desahuciado viejo y la pobre Ángela, Randall escuchó apesadumbrado.
Las palabras del profesor Monti se habían vuelto inaudibles. Luego cayó en el silencio y se quedó mirando fijamente a los jardines a través de la ventana.
Suavemente, Randall tomó la fotografía del regazo del anciano y la devolvió a su portafolio. Apagó su grabadora y vio la hora en su reloj. La señora Branchi estaría de vuelta en un minuto o dos.
Se puso de pie con su portafolio.
– Gracias, profesor Monti, por su tiempo y su colaboración.
Para sorpresa de Randall, el profesor Monti se levantó cortésmente de la mecedora. Se veía más pequeño que antes. Esquivando a Randall se dirigió a su escritorio, se colocó detrás y pareció que momentáneamente había olvidado su propósito. Luego abrió un cajón y buscó una hoja de papel en blanco y un pedazo de lápiz amarillo.
Hizo varios trazos sobre el papel, revisó su obra, añadió otro trazo, y pareció estar satisfecho consigo mismo. Levantó el papel y se lo ofreció a Randall.
– Para usted -le dijo.
Randall aceptó el papel, preguntándose qué era lo que Monti había dibujado.
– Es un regalo -murmuró el profesor Monti-. Lo salvará a usted. Es un regalo de Santiago.
Randall bajó la vista hacia la hoja de papel que tenía en la mano. En ella había un tosco dibujo.
Era un bosquejo infantil, primitivo y enigmático, de un pez atravesado por un arpón.
Éste era el regalo de Santiago, un talismán que salvaría a Randall, según había prometido el profesor. Para Randall no tenía ningún sentido, y se preguntaba cuál sería el significado que le había dado la mente nebulosa del profesor Monti. Randall suspiró. Nunca lo sabría, y ya no parecía importarle.
Randall oyó que la puerta del cuarto se abría.
Rápidamente, dobló el dibujo y lo deslizó dentro del bolsillo de su chaqueta. Dio las gracias al profesor Monti por ese regalo, y nuevamente le agradeció el tiempo que le había concedido. Luego dejó al padre de Ángela junto al escritorio y se dirigió hacia la señora Branchi, que estaba en la entrada.
Al llegar al corredor, vio cómo la enfermera cerraba la puerta con llave. Acercándose a él, ella le dijo:
– Ahora lo llevaré de vuelta con la Signorina Monti.
Pero Randall no estaba listo para marcharse todavía. Se le había ocurrido algo más.
– Señora Branchi, me estaba preguntando… ¿hay algún médico o psiquiatra en el sanatorio que esté encargado del caso del profesor Monti? Quiero decir, ¿hay algún doctor que haya atendido de cerca al paciente?
– Sí, por supuesto. Hay siete doctores en nuestro cuerpo médico, pero el director es el doctor Venturi. Él ha vigilado al profesor Monti desde que fue admitido a la Villa Bellavista. Tiene su despacho en la planta alta.
– ¿Sería posible verlo, aunque fuera brevemente?
– Espere aquí. Veré si está desocupado.
El doctor Venturi estaba desocupado.
El director del cuerpo médico era un esbelto italiano semicalvo, de benévolos y límpidos ojos oscuros, nariz arqueada y manos inquietas. No tenía la apariencia de médico, y Randall pensó que esto era porque vestía una alegre chaqueta a cuadros en lugar de la tradicional bata blanca.
Cuando Randall le preguntó por la bata, el doctor Venturi le explicó amablemente:
– La bata acostumbrada en las clínicas establece una barrera entre médico y paciente, cosa que nosotros no estimamos deseable. Queremos que nuestros pacientes se sientan en igualdad con sus doctores. Para nosotros es importante que ningún paciente (incluyendo al profesor Monti) se sienta diferente de nosotros. Deseamos que nos tengan confianza y que se relacionen con nosotros como amigos.
La oficina del doctor Venturi era tan poco médica como su propia persona. Sentado en una silla con tapiz floreado frente al escritorio imperial del médico, Randall se encontraba en medio de una habitación amueblada con modernos sofás, plantas exuberantes y pinturas abstractas.
Randall, en un último esfuerzo desesperado por encontrar alguna pista acerca del misterio del Papiro número 9, había estado informando al doctor Venturi de su infructuosa reunión con el profesor Monti. Acababa de relatarle la fantasía de Monti de creer que él era Santiago, hermano de Jesucristo.