– Me decía usted que cuando llegó a la ciudad y se presentó en el «Krasnapolsky», alguien que no era Plummer se le acercó para hacerle proposiciones -dijo Randall, iniciando el interrogatorio.
– Sí, alguien que sabía de mi situación personal, de mi libro inédito acerca de Cristo, de mi afección auditiva, de mi disgusto, de mis necesidades y mis anhelos. Me sugirió que podría existir la forma de que yo me resarciera del dinero que me pertenecía por derecho, pero no quise aceptar. No me atreví a traicionar la confianza que habían depositado en mí. No podía convertirme en un traidor como Sir Roger Casement. Sin embargo, durante el corto tiempo que tengo de estar aquí, hice un hábito de copiar cualquier material secreto que recibía o del que podía yo apoderarme. Tuve el cuidado de escuchar todas las conversaciones importantes, hacer anotaciones y esconderlas. Pero no hice nada hasta que el contacto se volvió a acercar a mí. Yo deseaba determinar el valor de mis servicios. Al mismo tiempo, se me preguntó qué era lo que yo podía ofrecer. Impulsivamente, y para probarlos, entregué mi pequeño acerbo de documentos de Resurrección Dos a la persona que me había hecho las proposiciones, e inmediatamente después fui conducido hasta Plummer, quien gentilmente me informó que lo que les había proporcionado les sería útil.
– ¿Fue así como se enteraron de la fecha del anuncio y de nuestro plan para transmitirlo por televisión desde el palacio real a través del Intelsat?
– Sí. Plummer me dijo que toda la información les había sido útil, pero que no era suficiente. Querían que continuara enviándoles todos los memorándums y comunicados que pudiera, pero que lo más importante era conseguirles un ejemplar anticipado de la nueva Biblia, o por lo menos un resumen del contenido original; es decir, los textos de Petronio y Santiago, con los cuales yo había trabajado, pero que no conocía en su totalidad. Plummer dijo que ellos tenían otra forma de conseguir el material.
– Hennig -dijo Randall.
– ¿Qué?
– Olvídelo. Continúe.
– …pero que no querían correr riesgos y que preferirían estar doblemente seguros. Entonces, Plummer me habló del precio. Era… era abrumador. Esa suma de dinero sería la solución de todos mis problemas. Era irresistible. Yo estuve de acuerdo en conseguirles la nueva Biblia, o cuando menos transcripciones de los nuevos descubrimientos que aparecen en ella, y les prometí que se los entregaría ayer.
Una vez más, Randall dejó entrever su asombro.
– ¿Y cómo esperaba usted apoderarse de un ejemplar? El libro está guardado bajo llave en el taller de impresión y todas las pruebas de imprenta se encuentran en la bóveda.
El doctor Knight movió un dedo.
– No precisamente. Pero permítame no divagar de mi cronología. Ya traté de obtener un ejemplar de la nueva Biblia anteayer, pero no pude y, como me resultaba imposible entregarla, quería apaciguar a mi… a mi contacto y demostrar mi buena voluntad. Así es que busqué algo que entregarles y les envié el memorándum de Mateo.
– Ya veo.
– Naturalmente, no quedaron satisfechos. Lo que ellos querían era la Biblia. Yo estaba seguro de que podría hacerme con un ejemplar anoche mismo.
– Pero no pudo -dijo Randall.
– Al contrario, sí pude.
Randall se inclinó hacia delante.
– ¿Que se apoderó del Nuevo Testamento Internacional?
– Con alguna dificultad, pero sí. Verá usted, señor Randall, no todas las pruebas de imprenta están en la bóveda. Cada teólogo en jefe tiene su propio ejemplar. El doctor Jeffries es uno de ellos, y no se olvide usted de que nuestra relación sigue siendo estrecha. Él tiene una habitación grande al final del pasillo, a la cual yo tengo acceso para compartir sus libros de consulta. Yo sabía que él guardaba el Nuevo Testamento Internacional dentro de su portafolio bajo una cerradura de combinación, pero como es tan distraído tiene la costumbre de anotarlo todo; lo busqué en la habitación y, tal como me lo esperaba, encontré la combinación y me la aprendí de memoria. Yo tenía que abrir su portafolio cuando él no estuviera, así que aproveché que iba a salir anoche (tenía planeado salir anteanoche, pero pospuso su cita). Esperé que se fuera. Luego entré a la habitación, abrí el portafolio y saqué las galeradas encuadernadas del Nuevo Testamento Internacional. Clandestinamente, saqué el libro del hotel y lo llevé a una tienda donde sacan fotocopias, que había localizado previamente y que aún estaba abierta a esas horas de la noche. Señalé la traducción del Pergamino de Petroruo y del Evangelio según Santiago, y pedí que me sacaran copias de esas páginas. Regresé a la habitación del doctor Jeffries, volví a poner la Biblia en el portafolio, lo cerré, y me llevé las fotocopias a mi cuarto.
Randall estaba sin aliento.
– ¿Ya las entregó al enemigo?
El doctor Knight volvió a mover el dedo.
– Estaba a punto de hacerlo. Me disponía a tomar el teléfono y llamar a mi contacto para hacer los arreglos para la entrega de las fotocopias anoche, a cambio de mis treinta monedas. No obstante, usted sabe, yo soy lo que soy, un erudito curioso, antes que un comerciante práctico. Así que no pude resistir la tención de leer el Evangelio según Santiago antes de entregarlo.
– Lo leyó -dijo Randall-. Y, ¿qué pasó después?
– El milagro -dijo el doctor Knight simplemente.
– ¿El qué?
– Mi comunión con Nuestro Señor y el milagro que le siguió. Señor Randall, si usted me conociera bien, sabría que yo estoy profundamente interesado en la religión, aunque no sea un hombre intensamente religioso. Siempre he observado a Cristo y Su misión desde fuera, objetivamente, como escolástico que soy. Nunca me acerqué a Él ni le di cabida en mi corazón. Pero anoche leí a Santiago y me senté aquí, como estoy ahora en esta cama, y lloré. Vi simplemente a Jesús y por primera vez sentí Su compasión. Se apoderó de mí la emoción más profunda de toda mi vida. ¿Me comprende usted?
Randall asintió con la cabeza y guardó silencio.
– Me dejé caer sobre la cama y cerré los ojos -dijo el doctor Knight con creciente entusiasmo-. Me sentía cubierto por un gran amor a Cristo, por una desbordante fe en Él y por un intenso deseo de ser digno de Él. Debí haberme quedado dormido. En mis sueños, o tal vez a la mitad de la noche, en algún momento en el que estuve despierto, vi a Jesús, toqué el borde de su túnica, lo oí hablándome… a mí…. diciendo algunas de las palabras que su hermano Santiago había citado. Le pedí que perdonara mis pecados, los cometidos y los aún por cometer, y le prometí dedicar mi vida a Su servicio. Él, a su vez, me bendijo y manifestó que a partir de ese instante todo marcharía bien conmigo. ¿Cree usted que el episodio, haya sido sueño o no, me pinta como un loco, como un lunático? Así lo hubiera creído yo también, excepto por lo que sucedió después.
Sobrecogido durante un instante, sumergido en la introspección, el doctor Knight había dejado de hablar. Randall, contagiado por la emoción, trató de hacerlo reaccionar.
– ¿Qué fue lo que sucedió después, Florian?
El doctor Knight parpadeó.
– Lo increíble -dijo-. Desperté muy temprano esta mañana, cuando la luz del sol se filtraba por esa ventana que está arriba de usted, y estaba empapado en sudor. Me sentía purificado de toda maldad. Me sentía en paz. Permanecí acostado, sin moverme, y entonces escuché un sonido dulce y hermoso, el chirrido de un pájaro que se encontraba en el alféizar de la ventana. Un pájaro; escuché el canto de un pájaro… yo, que no había oído un pájaro durante años… yo, que apenas podía oír hablar a una persona, a menos que se parara junto a mí y gritara… yo, que había estado sordo durante tanto tiempo… oí el canto de un pájaro, y sin mi audífono… No lo tenía puesto cuando me acosté. Véalo ahí, sobre la mesa de noche, justamente donde lo dejé anoche. Ahora no lo tengo puesto y usted no lo había notado… pero he oído cada una de las palabras que usted ha dicho en esta habitación, clara y fácilmente, sin ningún esfuerzo. Esta mañana estaba yo loco de emoción. Después de escuchar al pájaro, salté de la cama y encendí mi radio de transistores, y la música invadió mis sentidos. Corrí a la puerta, la abrí y escuché a las camareras platicando en el pasillo. Podía oír. Me había ofrecido a Cristo, y Él me había perdonado y me había devuelto el oído. Me había sanado. Ése es el milagro. ¿Me cree usted, Randall?