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– No necesito que me dé explicaciones -dijo Randall amargamente.

En su interior, Randall maldecía su propio sentimentalismo. Cuando se enteró del odio que Knight sentía por el doctor Jeffries y por Resurrección Dos, de boca de Valerie Hughes, la prometida de Knight, en aquella taberna londinense, se había dado cuenta de que no debería alentar al caballero de Oxford para que se le uniera al proyecto. Desde un principio, Knight había sido el eslabón débil, el que más probablemente cometería una traición con tal de recuperar el dinero que él sentía que la nueva Biblia le había negado. Randall recordó que aun el día de ayer se había preocupado por Knight, y que deliberadamente no le había enviado una copia del comunicado, con la vana esperanza de que el verdadero saboteador fuera alguien más. Pero, después de todo, el traidor era el doctor Florian Knight.

– ¡Maldita sea!

Ángela estaba esperando.

– ¿Vamos a verlo?

– No es necesario que tú vayas -Je dijo él, tratando de sonreír-. Ángela, perdóname por haber desconfiado de ti. Sólo puedo decirte… que te quiero.

Ella lo abrazó, con los ojos cerrados, y presionó sus labios contra los de él. Cuando terminaron de besarse, ella le murmuró al oído:

– Yo te amo más, mucho más de lo que tú me podrías querer a mí.

Él sonrió.

– Ya veremos -le dijo, separándose de ella-. Ahora, me voy a buscar al doctor Knight. Quiero verlo a solas.

Rápidamente, Randall caminó por el pasillo hacia la oficina del doctor Knight.

El doctor Knight no estaba.

La secretaria lo disculpó.

– Me telefoneó para decir que no vendría hoy.

– ¿Dónde está?

– Está trabajando en su hotel. El «Hospice San Luchesio».

– ¿El San qué?

– Se lo anotaré en un papel. «San Luchesio». Se encuentra en Waldeck Pyrmontlaan número 9. La mayoría de los clérigos y teólogos que trabajan en nuestro proyecto están hospedados ahí. Es un hotel extraño.

Randall no tuvo tiempo de preguntarle qué tenía de extraño. Tomó la dirección y se dirigió a la puerta.

– ¿Debo llamar al doctor Knight para avisarle que va usted a verlo? -le preguntó la secretaria.

– No. Prefiero darle una sorpresa.

Era en verdad un hotel extraño.

A primera vista, el «San Luchesio» era engañoso. Parecía un ordinario edificio de apartamentos, una construcción moderna de cinco pisos ubicada sobre una ancha calle.

El «San Luchesio» era un lugar del que Randall jamás había oído hablar… un pequeño hotel construido exclusivamente para clérigos protestantes, católicos romanos y monjas que estuvieran de paso por la ciudad.

Theo había conducido a Randall hacia el lugar donde se hospedaba el doctor Florian Knight, y había sido su fuente de información. Durante el año pasado, Theo había transportado a innumerables clérigos (así como a teólogos seculares que tenían que ver con Resurrección Dos y a quienes se había otorgado permiso especial para alojarse allí) del «San Luchesio» al «Krasnapolsky» y viceversa, y bastó una pregunta de Randall para que Theo le diera los pormenores.

El «San Luchesio», que llevaba el nombre del primer seguidor de San Francisco de Asís, había sido construido en 1961. El hotel eclesiástico tenía 34 habitaciones con 50 camas. El precio diario de una habitación con desayuno era de catorce florines (aproximadamente cuatro dólares). Theo le había explicado que a un lado del vestíbulo había una sala de doble uso con muchas ventanas. Durante las horas regulares se empleaba como sala para orar; durante las horas de comida se acondicionaba como comedor. Ese salón estaba amueblado con oscuras sillas movibles, cada una con su propia mesa. Si un huésped deseaba rezar o meditar, podía hacer que la silla movible diera hacia los cuadros sagrados que estaban colgados en la pared. A la hora de las comidas, podía cambiar la dirección de su asiento hacia el centro del salón y comer en su mesa. A un lado del vestíbulo, de acuerdo con Theo, estaba la propia capilla del hotel, que tenía un enorme vitral. Siempre había dos sotanas colgadas junto al vitral, una para sacerdotes católicos y otra para ministros anglicanos, y un armario central contenía todos los atavíos necesarios para decir misa.

Theo detuvo la limusina «Mercedes-Benz» frente al «San Luchesio» y Randall se apeó, cruzó la acera, y entró en el hotel.

El vestíbulo no tenía la apariencia de un vestíbulo de hotel, sino que más bien parecía la sala de una mansión inmaculada y alegre. Las paredes circundantes tenían franjas horizontales de madera con cojines tapizados, adosados a ellas, y Randall se dio cuenta de que servían como respaldos para cuando alguien deseaba sentarse en los bancos que había debajo de las franjas. Había alegres cuadros colgados de la pared, escenas bíblicas pintadas sobre tela, dando un maravilloso efecto de colorido. Adelante se encontraba el único toque parecido al de un hotel: un mostrador de recepción en el que estaba una dama robusta como de unos cincuenta años de edad.

Todo el ambiente transpiraba pureza y bondad.

Era un lugar estupendo, pensó Randall, para enfrentarse a ese teólogo y ponerlo al descubierto como lo que era, un hijo de puta y un maldito traidor.

Randall se encaminó directamente a la recepción.

– Vengo a ver al doctor Florian Knight. Trabajamos juntos.

La corpulenta recepcionista tomó el teléfono.

– ¿Lo espera el doctor Knight?

– Posiblemente.

– Llamaré a su habitación. ¿Quiere darme su nombre?

Después de darle su nombre, Randall caminó nerviosamente hacia la entrada de la sala que servía para orar y para comer. Distraídamente miró las sillas y las mesas de madera color café, y regresó al mostrador de la recepción en el momento en que la recepcionista colgaba el auricular sobre el aparato telefónico.

– El doctor Knight está en su habitación -dijo ella-. Está en el cuarto piso. Lo esperará a la salida del ascensor.

Estaba en el pasillo, esperándolo, cuando Randall salió del ascensor en el cuarto piso. El doctor Florian Knight, a quien Randall había visto apenas ayer en Amsterdam, tenía la misma figura delgada parecida a la de Aubrey Beardsley y, sin embargo, no era el mismo. Por primera vez desde que lo había conocido, el doctor Knight no estaba irascible, nervioso o enojado; estaba desconcertantemente calmado y tranquilo. Estaba, además, profundamente preocupado y absorto en sus pensamientos.

Knight condujo a Randall a su habitación sencilla, que era aún más pequeña que la estrecha recámara de su apartamento londinense. La habitación era limpia y austera… una cama, un lavabo, una mesa plegable y un armario en el que probablemente sólo cabían dos trajes. Había también un solitario sillón colocado debajo de una alta ventana.

– Siéntese usted en el sillón -dijo Knight, con un tono de voz más hospitalario, menos arrogante que de costumbre-. Le ofrecería un trago, pero el alcohol está estrictamente prohibido en este hotel franciscano. Fuera de eso, el lugar me parece bastante cómodo. Los buenos hermanos manejan el lugar como si San Francisco de Asís fuera el gerente general, y puesto que San Francisco era bastante hábil para comunicarse con los pájaros, los sirvientes andan por aquí gorjeándoles a los huéspedes. Todo aquí es absolutamente fascinante.

Conforme se sentaba en la orilla de la cama, Knight añadió:

– Lamento que haya tenido que venir a verme hasta aquí, señor Randall. Pensaba volver al «Kras» mañana y estar nuevamente a su disposición. De todas formas, ya está usted aquí. ¿Se le ofrece algo en particular?

– Sí, algo muy especial -dijo Randall enfáticamente-. Algo que le concierne a usted.

– Bueno, entonces, a sus órdenes, señor.

Randall decidió no desperdiciar palabras. Iría directamente al grano.

– Doctor Knight, ayer, al terminar el día de trabajo, usted le pidió prestada una carpeta a la señorita Monti, mi secretaria. Esta carpeta contenía un memorándum confidencial que yo había redactado. Algunas horas más tarde, ese comunicado estaba en manos del dominee Maertin de Vroome, el enemigo declarado de nuestro proyecto.

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