— No — respondió Dar —, pero me parece que si alguien está traspasando un territorio prohibido es este grupo, ahora mismo.
— ¿Por qué? Nadie ha prohibido esta área; nos dijeron que viviéramos aquí.
— ¿Vuestros Profesores?
— Desde luego.
— ¿Con todo este humo?
— Es vapor de agua y no hace daño a nadie. Mira, a tu amigo no le molesta.
Kruger se había apartado cerca de una de las pozas calientes, mirando con insistencia, aunque sin ser estorbado por sus captores, y estaba examinando detenidamente el agua y la roca que había a su alrededor. Hasta ahora no había visto nada de piedra caliza en este planeta, pero esta poza estaba rodeada de travestina. El borde era un pie aproximadamente más alto que la roca que había a poca distancia.
Kruger volvió a mirar estos factores y asintió con a los demás, habiendo parado sus captores con visible complacencia para permitirle acabar su examen, y preguntó al individuo del paquete: — ¿Con cuánta frecuencia estos…?
No sabía decir el verbo que quería, pero movió sus manos arriba y abajo de una manera que todos menos Dar entendieron. El jefe respondió sin ninguna duda aparente.
— No hay ley. A veces una en dos o tres años, a veces dos o tres docenas de veces al año.
— ¿Hasta qué altura?
— A veces se limita a salir a ras de suelo, otras llega a la altura de un árbol. Mucho ruido, mucho vapor.
No había por supuesto nada de extraño que existieran géisers en una zona volcánica.
Sin embargo, Kruger tenía la impresión de que las razas salvajes y sin civilizar solían evitarlos, y pasó un rato pensando si la respuesta que había recibido le decía algo de estos seres. Decidió tristemente que para propósitos prácticos no le servía de mucho.
Antes de haber llegado a esta conclusión el viaje estaba casi finalizado. Habían cruzado el claro de los géisers y en el lado más lejano de la selva había un conjunto de estructuras que resultó ser la «ciudad» de los captores. Le dijo esto mucho más sobre ellos que sus palabras.
Los edificios eran simples chozas con techo de paja, algo más complicadas que las que Kruger había construido durante la época estival mientras viajaban, pero menos que las que se pueden encontrar en los kraals africanos. El jefe dio una voz cuando se acercaban al pueblecito y lo que resultó ser el resto de los habitantes salió de sus cabañas para verles llegar.
Kruger había leído su buen número de novelas de aventuras y sacado de ellas la mayor parte de sus conocimientos sobre razas primitivas. A consecuencia de esto se sintió ciertamente incómodo con el aspecto que ofrecía la muchedumbre que se había reunido alrededor de los cautivos. Por lo que podía distinguir, eran todos del mismo tamaño. La primera impresión que esto produjo en el chico era que se trataba de una partida de guerra, con las mujeres y los niños rigurosamente en sus casas. Descansó un poco cuando vio que de la gente que había en la partida sólo estaban armados los que les habían capturado a él y a Dar. Lo que sí le afectó después de un rato fue el silencio de los recién llegados. Lógicamente, tenían que haber estado haciendo preguntas sobre los cautivos; en vez de esto, se limitaban a mirar fijamente a Kruger.
Fue Dar quien rompió el silencio, no porque le importara que le ignoraran, dadas las circunstancias, sino porque estaba preocupado por sus libros.
— Bueno, ¿cuándo veremos a vuestros Profesores? — preguntó. Los ojos del ser que llevaba el paquete giraron hacia él.
— Cuando lo digan. Pensamos comer primero, pero mientras se prepara la comida iré a informarles de nuestro regreso.
Uno de ellos, que no había ido con el grupo que capturó a los viajeros, habló: — Ya han sido informados; os oímos llegar y supimos por la voz del extranjero que habíais tenido éxito.
Kruger entendió lo suficiente de esta frase para comprender por qué los nativos se habían sorprendido de su llegada menos de lo esperado. La banda debió ser enviada para capturar a los caminantes; Dar y él debían de haber sido vistos cruzando el claro delante de la ciudad. Aquello era posible si medíamos el tiempo transcurrido.
— El Profesor que ha respondido ha dicho que la banda y los cautivos pueden comer y que éstos deben ser llevados a su presencia — ni Kruger ni Dar hicieron ninguna objeción a esto, aunque el chico tuviera sus dudas de siempre sobre la comida.
Parte de ésta, que fue servida al principio, eran vegetales servidos en grandes cestos que fueron depositados en el suelo. Cada cual cogía su propia comida de los cestos, así que Kruger no tuvo dificultad en seleccionar lo que sabía era bueno para él. Mientras esto sucedía, algunos de los habitantes del pueblo se habían ido a los géisers llevando trozos de carne. Volvieron y rellenaron los vacíos cestos de vegetales con ellos, viendo Kruger, para su consternación, que la carne estaba demasiado caliente para ser cogida con comodidad. Al parecer había sido cocinada en uno de los surtidores.
Dar y él estaban aún hambrientos, pero ninguno probó la carne después de la experiencia anterior de Kruger. Miraron con pesimismo cómo la engullían los nativos cuando una idea asaltó al chico.
— Dar, esta gente es como tú. El hecho de calentarla no les estropea la carne. ¿Por qué no comes tú por lo menos? Uno de los dos debe mantener sus fuerzas — Dar tenía sus dudas sobre su semejanza con los habitantes del poblado, pero los otros argumentos tocaron su sentido del deber y después de luchar concienzudamente durante breves momentos dio la razón a su amigo. Su inquietud al comer fue advertida por la gente que le rodeaba y pareció causar más sorpresa que la llegada de Kruger.
Dar fue inevitablemente preguntado sobre el porqué de esta inquietud, y unos ojos sorprendidos se volvieron hacia Kruger, mientras Dar contaba su desafortunada experiencia con la carne asada.
— No entiendo cómo ha podido suceder eso — dijo uno de los del poblado —. Siempre hemos asado nuestra carne; es la regla. Tal vez tu amigo usó un surtidor que tenía el agua envenenada.
— No usó ningún surtidor. Estaba sólo el río, cuya agua se encontraba fría y no teníamos nada para recoger el agua, al menos algo lo suficientemente grande.
— Entonces, ¿cómo pudo asar la carne?
— Sobre un fuego.
El ponerse a comentar esta palabra de Dar le pareció a Kruger la primera reacción lógica que había obtenido de esta gente, aunque pronto se dio cuenta de que le entendieron bien.
— ¿Estaba el fuego cerca de aquí? — fue la siguiente pregunta —. Tenemos que informar a los Profesores cuando un volcán distinto de los que hay cerca de la Gran Ciudad entra en actividad.
— No era un volcán. Hizo el fuego él mismo — todos los ojos giraron hacia Nils Kruger y se produjo un silencio de muerte. Nadie pidió a Dar que repitiera sus palabras, ya que el abyormita medio tenía demasiada confianza en su oído y en su memoria para suponer haber entendido mal una frase tan sencilla. Sin embargo, había una clara atmósfera de incredulidad. Dar hubiera casi apostado sus libros sobre la pregunta que siguió. Hubiera ganado.
— ¿Cómo se hace? Parece extraño, pero no poderoso — la última palabra no se refería sólo al poder físico, sino que era un concepto general que abarcaba todo tipo de habilidades.
— Tiene un artefacto que produce un fuego muy pequeño cuando es correctamente tocado. Con él enciende pequeños trozos de madera que luego utiliza para encender otros mayores.
La criatura tenía sus dudas, al igual que la mayoría de los demás. Hubo un murmullo general de aprobación cuando dijo: — Tengo que verlo.
Dar se abstuvo cuidadosamente de darle su equivalente de una sonrisa.
— ¿Querrá tu Profesor esperar hasta que te lo haya enseñado a ti, o debemos mostrárselo a él también? — esta pregunta hizo que los habitantes se pusieran a discutir durante breves instantes, terminando en un rápido viaje de uno de ellos a una cabaña que se levantaba en un lado del racimo de habitáculos. Dar miró con interés cómo el tipo desaparecía dentro y se esforzó por descifrar los breves murmullos que salían. No lo consiguió y tuvo que esperar el regreso del mensajero.