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– Lo sé.

– ¿Hay algo que usted no sepa, señor Atkins? preguntó ella dando un paso al frente, y le satisfizo observar que los labios de Pierce se curvaban hacia arriba-. Me preguntaba si volverías a hacer eso por mí.

– ¿Hacer qué?

– Sonreír. Hace días que no me sonríes.

– ¿No? -Pierce no pudo evitar sentir una oleada de ternura, aunque tuvo que conformarse con retirarle el pelo de la cara con delicadeza.

– No. Ni una vez. ¿Te arrepientes?

– Sí -Pierce la estudió con una mano puesta encima de su hombro y deseó que Ryan no lo mirara de aquella manera. Había conseguido contener sus necesidades a pesar de compartir la misma suite; pero, de pronto, en medio de tantas personas, luces y ruidos, el volcán del deseo parecía a punto de estallar. Apartó la mano-. ¿Quieres que te lleve arriba?

– Voy a jugar al blackjack -lo informó con decisión-. Hace días que quiero hacerlo, pero me recordaba que jugarse el dinero en un casino era una tontería. Por suerte, se me acaba de olvidar -añadió risueña.

Pierce la sujetó de un brazo mientras ella avanzaba hacia la mesa.

– ¿Cuánto dinero llevas encima?

– Eh… no sé -Ryan miró dentro del bolso-. Unos setenta y cinco dólares.

– De acuerdo -accedió Pierce. Aunque perdiese, pensó, setenta y cinco dólares no supondrían un agujero grande en su cuenta corriente. La acompañó.

– Llevo días mirando cómo se juega -susurró mientras se sentaba a una mesa de apuestas de diez dólares-. Lo tengo todo controlado.

– Entonces como todo el mundo, ¿no? -ironizó Pierce, de pie junto a ella-. Veinte dólares en fichas para la dama -le dijo al repartidor.

– Cincuenta -corrigió Ryan tras contar de nuevo los billetes.

Pierce asintió con la cabeza y el repartidor le cambió los billetes por fichas de colores.

– ¿Vas a apostar? -le preguntó ella.

– Yo no juego.

– ¿Ah, no? -Ryan enarcó las cejas-. ¿Y no te juegas el tipo cada vez que te encierras en un baúl?

– No me juego nada -Pierce esbozó una sonrisa suave-. Es mi profesión.

– ¿Es que está en contra de las apuestas y otro tipo de vicios, señor Atkins? -preguntó ella tras soltar una risotada.

– No -Pierce sintió otra punzada de deseo y la sometió-. Pero me gusta poner mis propias reglas. Nunca es fácil vencer a la casa en su propio juego -añadió mientras repartían cartas.

– Esta noche me siento con suerte -comentó Ryan.

El hombre que estaba sentado a su lado alzó una copa de coñac y puso su firma en una hoja. Acababa de perder más de dos mil dólares, pero se lo había tomado con filosofía y estaba comprando otros cinco mil dólares en fichas. Ryan vio el destello del diamante que brillaba en su dedo mientras repartían las cartas. Luego levantó el borde de sus naipes con cuidado. Vio que le habían salido un ocho y un cinco. Una rubia joven pidió una tercera carta y se pasó de veintiuno. El hombre del diamante se plantó en dieciocho. Ryan se arriesgó, pidió otra carta y se alegró al ver que era otro cinco. Se plantó y esperó con paciencia mientras otros dos jugadores pedían cartas.

La casa tenía catorce, dio la vuelta a un tercer naipe y se quedó en veinte. El hombre del diamante maldijo en voz baja y perdió quinientos dólares más.

Ryan sumó sus siguientes cartas, pidió una tercera y perdió de nuevo. Imperturbable, esperó a tener más fortuna a la tercera. Sacó diecisiete entre las dos cartas. Antes de hacer la señal de que se plantaba, Pierce se adelantó y pidió una tercera.

– Un momento protestó Ryan.

– Dale la vuelta -dijo él sin más.

Ryan resopló por la nariz, se encogió de hombros y terminó obedeciendo. Le salió un tres: Con los ojos como platos, se giró en la silla para mirar a Pierce, pero éste estaba mirando las cartas. La casa se plantó en diecinueve y pagó.

– ¡He ganado! -exclamó encantada con el montón de fichas que empujaron hacia ella-. ¿Cómo lo has hecho? Pierce se limitó a sonreír y siguió mirando las cartas. En la siguiente mano, le dieron un diez y un seis. Aunque ella se habría arriesgado, Pierce le tocó un hombro y negó con la cabeza. Ryan se tragó sus protestas y se plantó. La casa pidió una tercera carta, sacó veintidós y quebró.

Ryan rió, entusiasmada, y volvió a girarse hacia Pierce.

– ¿Cómo lo haces? -repitió-. No puedes recordar todas las cartas que salen y calcular las que quedan… ¿o sí? -añadió frunciendo el ceño.

Pierce volvió a sonreír y negó con la cabeza por toda respuesta. Luego condujo a Ryan a otra victoria.

– ¿Qué tal si me ayudas a mí? -el hombre del diamante soltó sus cartas disgustado.

– Es un brujo -le dijo Ryan-. Lo llevo conmigo a todas partes.

– Pues a mí no me vendrían mal un par de hechizos -comentó la rubia al tiempo que se recogía el pelo tras la oreja.

Ryan vio cómo la joven le lanzaba una mirada coqueta a Pierce mientras se volvían a repartir cartas.

– Es mío -dijo con frialdad y no vio a Pierce enarcar ambas cejas. La rubia volvió a centrarse en sus cartas.

Durante la siguiente hora, la suerte siguió acompañando a Ryan… o a Pierce. Cuando la montaña de fichas que había frente a ella era suficientemente grande, Pierce le abrió el bolso y las metió dentro.

– No, espera. ¡Si estoy calentando motores!

– El secreto de ganar es saber cuándo parar -contestó Pierce mientras la ayudaba a ponerse de pie-. Cámbialas en caja, Ryan, antes de que se te ocurra gastártelas en la ruleta.

– Pero yo quería seguir jugando -protestó ella, mirando hacia atrás, hacia la mesa que acababan de dejar.

– No por esta noche.

Ryan soltó un suspiro de resignación y volcó el contenido del bolso frente a la caja. Junto a las monedas aparecieron un peine, una barra de labios y un penique aplanado por la rueda de un tren.

– Me trae suerte -comentó ella cuando Pierce lo levantó para examinarlo.

– Así que supersticiosa -murmuró él-. Me sorprende usted, señorita Swan.

– No es superstición -replicó Ryan mientras guardaba los billetes en el bolso a medida que el cajero los contaba-. Simplemente, me da buena suerte.

– Ah, eso ya es distinto -dijo él en broma.

– Me caes bien, Pierce -Ryan le rodeó un brazo-. Creo que tenía que decírtelo.

– ¿De veras?

– Sí -respondió ella con firmeza. Eso podía decírselo, pensó mientras se dirigían a los ascensores. No era arriesgado y sí totalmente cierto. Lo que no le diría era lo que Bess había comentado de pasada. ¿Cómo iba a estar enamorada? Decirle algo así sería demasiado peligroso. Y, sobretodo, no tenía por qué ser verdad. Aunque… aunque mucho se temía que sí lo era-. ¿Yo te caigo bien? -le preguntó, girándose sonriente hacia él, cuando las puertas del ascensor se cerraron.

– Sí, Ryan -Pierce le acarició la mejilla con los nudillos-. Me caes bien.

– No estaba segura -dijo ella al tiempo que se le acercaba un pasito. Pierce sintió un cosquilleo por el cuerpo-. Como estabas enfadado conmigo…

– No estaba enfadado contigo -contestó él.

Ryan no dejaba de mirarlo. Pierce tenía la sensación de que el aire se estaba cargando, como cuando se cerraban los cerrojos de un baúl estando él dentro. El corazón se le disparó, pero, gracias a su capacidad y al control que había logrado ejercer sobre su mente, consiguió serenarse. No volvería a tocarla.

Ryan advirtió una chispa en los ojos de Pierce. Deseo. Ella también sintió calor bajo el estómago. Pero, sobre todo, tuvo ganas de acariciarlo, de mimarlo. Aunque él no fuese consciente, después de la conversación con Bess conocía lo mucho que Pierce había sufrido y quería darle algo, consolarlo. Levantó una mano con intención de posarla sobre su mejilla, pero él la detuvo, sujetándole los dedos al tiempo que la puerta del ascensor se abría.

– Debes de estar cansada -acertó a decir él con voz ronca mientras guiaba a Ryan al pasillo que daba a la suite.

– No -Ryan rió. Le gustaba sentir que tenía cierto poder sobre Pierce. Aunque sólo fuera un poco, Pierce le tenía algo de miedo. Lo notaba. Algo la animó a provocarlo; no sabía si el champán, el sabor del éxito o saber que Pierce la deseaba-. ¿Tú estás cansado? -le preguntó cuando él abrió la puerta de la suite.

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