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– Crecimos juntos: Pierce, Link y yo-. Bess levantó la mirada hacia la camarera mientras ésta les servía los cocktails. Luego devolvió la atención a Ryan-. Pierce no habla nunca de esa época, ni siquiera con Link o conmigo. Hace como si no hubiese existido… o lo intenta al menos.

– Creía que lo hacía adrede para dar una imagen de misterio -murmuró Ryan.

– No le hace falta.

– No -Ryan la miró a los ojos de nuevo-. Supongo que no. ¿Tuvo una infancia difícil?

– No imaginas -Bess dio un trago largo a su copa-. Difícil es poco. Era un niño muy débil.

– ¿Pierce? -Ryan pensó en aquel cuerpo duro y musculoso y miró a la ayudante con cara de incredulidad.

– Ya -Bess soltó una risilla-. Cuesta creerlo, pero es verdad. Era pequeño para su edad y estaba más delgado que un fideo. Los chicos grandes lo atormentaban. Supongo que necesitaban alguien de quien burlarse. En fin, a nadie le gusta crecer en un orfanato.

– ¿Orfanato? -repitió atónita Ryan. Miró la cara amistosa y alegre de Bess y sintió una oleada de compasión hacia ella-. ¿Los tres?

– Bah -Bess se encogió de hombros, pero Ryan parecía súbitamente preocupada-. Tampoco era tan terrible. Teníamos comida, un techo bajo el que dormir, mucha compañía… En realidad no es como cuentan en el libro ése, Oliver Twist.

– ¿Perdiste a tus padres, Bess? -preguntó Ryan con interés, viendo que Bess no recibía de buen grado su compasión.

– Tenía ocho años. Y no había nadie más que pudiera cuidarme. A Link le pasó lo mismo -contestó Bess sin el menor asomo de lástima o autocompasión-. La gente adopta bebés, en general. Los chicos mayores es más difícil que encuentren una familia.

Ryan levantó su copa y dio un sorbo pensativamente. Debía de estar hablándole de hacía veinte años, antes de que aumentara el interés por adoptar niños de todas las edades, como sucedía entonces.

– ¿Y Pierce?

– Su caso es distinto. Él sí tenía padres, pero no daban permiso para que lo adoptaran.

– Pero… -Ryan frunció el ceño, confundida- ¿qué hacía en un orfanato si sus padres estaban vivos?

– El Estado les quitó la custodia. Su padre… -Bess soltó una larga bocanada de humo. Estaba arriesgándose al hablar de aquello. A Pierce no le agradaría si se enteraba de que lo había hecho. Sólo esperaba que mereciese la pena-. Su padre pegaba a su madre.

– ¡Dios! -exclamó espantada Ryan-. ¿Y… a Pierce? -añadió mirando a Bess a los ojos, como temiendo la respuesta.

– De vez en cuando -respondió la ayudante con calma-. Pero sobre todo pegaba a su madre. Primero le pegaba al alcohol y luego a su esposa.

Ryan se quedó sin aire, dolorida, como si le hubiesen dado un puñetazo en la boca del estómago. Se llevó la copa a los labios de nuevo. Por supuesto, era consciente de que ese tipo de cosas sucedían en el mundo, pero ella siempre había estado muy protegida de semejantes horrores. Podía ser que sus propios padres no le hubiesen prestado mucha atención durante buena parte de su vida, pero jamás le habían levantado la mano. Y aunque los gritos de su padre la habían asustado en ocasiones, nunca había ido más allá de alzar la voz o soltar alguna mala contestación fruto de la impaciencia. Jamás había tenido que soportar tipo alguno de violencia física. Por más que trataba de hacerse una idea de lo terrible que debía de ser una infancia como la que Bess le describía, era una experiencia demasiado alejada de la suya.

– Cuéntame -le pidió finalmente-. Quiero comprender a Pierce.

Era justo lo que Bess quería oír. Asintió con la cabeza, como dándole su aprobación a Ryan, y continuó:

– Pierce tenía cinco años. Esa vez, su padre le pegó una paliza, a su madre lo suficientemente grave como para que tuvieran que llevarla al hospital. Por lo general, solía encerrar a Pierce en un armario antes de arrancar con uno de sus ataques de cólera, pero en esa ocasión lo dejó inconsciente de un puñetazo antes de meterse con su madre.

Ryan controló la necesidad de rebelarse contra aquel abuso; quiso protestar contra lo que estaba oyendo, pero consiguió guardar silencio. Bess la miraba con atención mientras hablaba:

– Fue entonces cuando intervinieron los trabajadores sociales. Después del papeleo y las audiencias habituales, el tribunal declaró que no podían hacerse cargo de él y metieron a Pierce en un orfanato.

– ¡Qué horror! -Ryan sacudió la cabeza mientras trataba de digerir la información-. ¿Por qué no se separó la madre y se quedó con Pierce?, ¿qué clase de mujer…?

– No soy psicóloga -interrumpió Bess-. Que Pierce sepa, nunca abandonó a su marido.

– Y renunció a su hijo -murmuró Ryan-. Tuvo que sentirse muy rechazado, solo, asustado…

¿Qué secuelas dejaría algo así en un niño pequeño?, se preguntó. ¿Cómo compensaría aquellas experiencias tan dolorosas? ¿Su obsesión por liberarse de cadenas, baúles y cajas fuertes se debía a que de pequeño lo habían encerrado en un armario oscuro? ¿La razón por la que siempre trataba de conseguir lo imposible era que durante su infancia se había sentido impotente?

– Era muy solitario -prosiguió Bess después de pedir otra ronda-. Quizá por eso se metían con él los otros chicos. Al menos, hasta que llegaba Link. Nadie se atrevía a tocarle un solo pelo a Pierce cuando Link estaba cerca. Siempre fue el doble de grande que cualquier otro chico. ¡Y con esa cara! -añadió Bess, sonriente, disfrutando de esa parte de la historia.

De hecho, llegó a soltar una risilla y a Ryan no le pareció advertir que escondiera el menor rastro de amargura en ella.

– Cuando Link entró en el orfanato, nadie se acercaba a él. Sólo Pierce -continuó Bess-. Los dos estaban marginados. Igual que yo. Link siempre ha estado unido a Pierce desde entonces. Realmente, no sé qué habría sido dé él sin Pierce. Ni de mí.

– Lo quieres mucho, ¿verdad? -preguntó Ryan, conmovida por el relato de la exuberante pelirroja.

– Es mi mejor amigo -contestó Bess sin más. Luego sonrió por encima de la copa-. Me dejaron entrar en su pequeño club cuando tenía diez años. Recuerdo que al principio Link me daba mucho miedo. Nada más verlo, trepaba a un árbol. Lo llamábamos el Monstruo. -Los niños pueden ser muy crueles.

– Mucho. Pero, bueno, el caso es que justo cuando pasaba debajo de mí, la rama se rompió y me caí. Él me agarró al vuelo -Bess se inclinó hacia adelante y apoyó la barbilla sobre las manos-. Nunca lo olvidaré. Pensaba que me iba a matar y, de pronto, Link me había salvado. Levanté la cara para mirarlo. Estaba dispuesta a soportar sus gritos, a que se vengara por todas las veces que me había burlado de él. Entonces se rió. Me enamoré al instante.

Ryan estuvo a punto de atragantarse con el champaña. La mirada soñadora de Bess no dejaba lugar a mal interpretaciones.

– ¿Tú…? ¿Link y tú?

– La verdad es que yo sola -dijo Bess con una sonrisa de resignación-. Llevo veinte años loca por ese grandullón, pero él sigue viéndome como la pequeña Bess. Y eso que mido metro ochenta y cinco. Pero me lo estoy trabajando -añadió guiñándole un ojo a Ryan.

– Yo creía que Pierce y tú… -arrancó ésta, para dejar la frase en el aire.

– ¿Pierce y yo? -Bess soltó una de sus sonoras risotadas e hizo que varias cabezas se giraran hacia ella-. ¿Me tomas el pelo? Sabes demasiado del mundo del espectáculo como para hacer un emparejamiento así. ¿Acaso crees que soy el tipo de Pierce?

– No sé, yo… -Ryan se encogió de hombros, ligeramente abochornada por lo disparatada que le había parecido a Bess que la hubiese tomado por la pareja de Pierce-. En realidad no se me ocurre cuál puede ser el tipo de Pierce -añadió y Bess se echó a reír de nuevo.

– Una idea ya te harás -comentó ésta después de dar un sorbo a su copa-. En fin, la cosa es que siempre fue un chico tranquilo, un chico… concentrado, como metido en su mundo. Y tenía carácter, ¡vaya si lo tenía! Puso tantos ojos morados como le habían puesto a él durante su infancia. Pero con los años, poco a poco, fue controlándose. Era evidente que había decidido no seguir los pasos de su padre. Y ya digo: cuando a Pierce se le mete algo en la cabeza, no para hasta conseguirlo.

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