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– No digas nada, hasta un niño comprende. Después de la operación, seguramente, te dijeron: "¡Apruébalo y se acabó!".

– No hay que exagerar -le dije cautelosamente.

– No exagero. Lo sé bien. Ana defiende esta empresa, no por grandes principios, sino porque no tiene ningún vínculo biológico con Yulia, pero Yulia es tu hija y mi nieta.

Recordé las palabras de Rem y me reí.

– ¿De qué te ríes? -gritó mi interlocutora.

Tuve que contarle el cuento de Rem sobre la nube invisible.

– Eso quiere decir -siguió diciendo ella-, que Ana no le ha dicho nada a ella. En este caso, tú puedes objetar lo acordado.

– ¿Por qué?

– ¿Quieres que tu hija se transforme en una nube? ¿Y si se disipa? ¿Y si su estructura atómica no se restablece? ¡Deja que el profesor Bogomólov pruebe su invento! ¡Que sufra su descubrimiento! Pero, sabes, a él no se lo permiten por su vejez y su débil salud. ¿Entonces nosotros debemos aceptarlo simplemente porque ella es joven y saludable? -balbuceó, caminando por la habitación-. No te reconozco, Serguéi, después que te opusiste con tanto fervor…

– Bueno, pues estoy de acuerdo -farfullé.

– Y no creo en tu consentimiento -gritó furibunda. Luego, tras una pausa, agregó-: Por lo demás, Yulia no está enterada. Vendrá ahora, dile que no lo consentirás. El hombre no es el único dueño de su vida mientras exista el padre o la madre.

Al pensar que quizás el experimento no se realizaría pronto, pregunté:

– ¿Y cuándo harán el experimento?

– Hoy.

Yulia seguramente tenía cerca de veinte años, sería ayudante de algún profesor e iba a participar en un experimento extraordinariamente fantástico para nosotros, tan fantástico que hasta aquí encerraba peligro de muerte. Su padre tenía derecho a permitirlo o no. Ahora, este derecho lo tenía yo. Y no podía negarme a él sin crear una situación aún más crítica. Los ojos de Aglaya me miraban con ira; y no podía contestarle: ¿Tendría que decir "no" y evitar la alarma de las personas que la quieren? Si dijera "no" el sitio vacante sería ocupado por otra persona, y con los mismos riesgos. ¿Debía yo quitarle a Yulia su derecho a la hazaña?

– Entonces -repetí pensativo las palabras de Aglaya-, el hombre no es el único dueño de su vida mientras exista el padre o la madre.

Ella apuntó:

– Tal es la tradición.

– Esta tradición es loable cuando se arriesga la vida de un modo irreflexivo y desatinado; pero ¿y si ocurre lo contrario? ¿Y si el hombre arriesga su vida en aras de intereses mucho más altos que lo que pueda significar la felicidad o la no felicidad de su familia?

– ¿Y cuáles son esos intereses?

– La patria, por ejemplo.

– Nadie la amenaza.

– La ciencia.

– No necesita cadáveres. Si alguien perece en un experimento, no es la ciencia la culpable, sino los científicos.

– ¿Y si no hay culpables, si el riesgo se transforma en hazaña?

Aglaya se levantó majestuosamente de su asiento y afirmó:

– Por lo visto, no te cambiaron sólo el corazón.

Y, sin mirarme, se alejó cruzando la pared.

– Ha actuado bien -apoyó Vera.

Suspiré: "¿Y si no es así?"

– Todavía le falta una entrevista. Cuando la concluya, suspenderemos nuestra observación -agregó ella.

La persona con quien tenía que hablar se encontraba ya en la habitación. Estaba vestida con una ropa cuya moda no se diferenciaba mucho de la nuestra. Involuntariamente, quedé cautivado por los rasgos severos y discretos de su rostro, con el aire de los Grómov.

– Estoy esperando, papá -dijo ella con sequedad-. Y en el instituto también esperan.

– ¿Será posible que aún no te lo hayan dicho?

– ¿Qué?

– Que no me opongo.

Se sentó y, rápida como un rayo, se levantó con los labios temblorosos.

– Papá querido… -dijo sollozando, y hundió su nariz en mi suéter.

Sentí el olor de un perfume delicado y desconocido, parecido al de las flores en la pradera después de la lluvia.

– ¿Tienes tiempo para conversar conmigo? -le pregunté.

– Sí.

– Entonces, cuéntame algo sobre el experimento en que participarás, pues después del shock lo he olvidado todo.

– Lo sé. Pero no te preocupes, eso pasará.

– Naturalmente. Yulia, ¿es tuyo ese descubrimiento?

– ¡Qué pregunta! No, no es mío… -respondió riéndose-, ni de Bogomólov, es un descubrimiento del futuro, de una de las fases vecinas. Gracias a él, es posible transformar objetos en nubes electrónicas enrarecidas. Su velocidad es gigantesca y ningún obstáculo es capaz de detenerlas, pues los atraviesan sin dificultad. Como nos enseñaron las pruebas, es posible trasladar a distancias indeterminadas y al instante, cuadros, estatuas, árboles, edificios, etc. Hace unos días, lanzaron un puente desde Moscú a Bakú a través del Mar Caspio, y allí lo instalaron, entre Bakú y Krasnovodsk. Ahora quieren hacer pruebas con personas, aunque sólo hasta los límites de la ciudad.

– No comprendo, cómo…

– Sí, y no comprenderás, papá, mi topo histórico. En palabras generales esto ocurre por las siguientes razones:

»En cualquier cuerpo sólido, los átomos, con sus capas electrónicas, se adhieren con fuerza. A su vez, debido a la fuerza electrostática de atracción y repulsión, no se dispersan en el espacio, ni penetran unos en otros. Ahora, imagínate que sea posible reconstruir estas relaciones atómicas internas y conducir la estructura atómica del cuerpo sin cambiarla al estado de enrarecimiento en el que se encuentran, por ejemplo, los átomos de los gases. ¿Qué se obtendría? Una nube electrónico-atómica que es posible condensar de nuevo hasta adquirir la estructura cristalino-molecular del cuerpo sólido.

– ¿Y si…?

– ¿Cuáles "si"? La tecnología de este proceso ha sido dominada hace tiempo. -Se levantó y agregó-: Deséame suerte, papá.

– Espera, quiero hacerte la última pregunta -le rogué reteniéndola por una mano-: ¿Conoces las fórmulas de la teoría de las fases?

– Por supuesto. Las estudiamos en las escuelas.

– Bueno, yo no las estudié, pero necesito saberlas, aunque sea mecánicamente.

– No hay nada más simple. Deberías pedírselo a Torik, el hipnólogo de mamá. Lo has olvidado todo, papá. Tenemos un concentrador hipnótico y un dispersador. -Levantó una mano y, por un micrófono diminuto incrustado en su pulsera, dijo-: Sí, sí, ahora, ahora ya estoy preparada. Todo está en orden. No, no es necesario, no envíen nada, llegaré en la calzada móvil. Naturalmente, es mucho más simple y cómodo. En dos minutos estaré con ustedes. -Me abrazó, y al despedirse, agregó-: Desconecté el super. Les informarán con regularidad y a su tiempo. Y diles a Erik y a Dir que no molesten ni conecten la red.

Y desapareció tras la pared.

Me acerqué a lo que parecía pared. Vera no hablaba. Mirando furtivamente como un ladrón hacia todos los lados di un paso hacia adelante y la atravesé. Frente a mí se extendía un pasillo que llegaba hasta el mirador. A través del vidrio de una de las puertas laterales se veía un cielo gris que ennegrecía y, a lo lejos, el contorno de un alto edificio. Me acerqué más a la puerta: no había vidrio. Entré en la habitación. Allí, ante una diminuta mesa, estaban sentados dos hombres y una mujer. Rem saltaba a la pata coja a lo largo del mirador cercado por arbustos pequeños. Sus colores vivos me parecían conocidos porque me recordaban los adornos de los arbolitos de Navidad.

– ¡Llegó papá! -gritó Rem colgándose de mi cuello.

– ¡Deja a tu papá tranquilo! -ordenó con severidad la mujer.

La débil luz que caía desde arriba deslizábase frente a ella, dejándola en las tinieblas.

"Seguramente es Ana" pensé.

– La observación fue suspendida, Serguéi -continuó ella.

– Ya tiene completa libertad para moverse -dijo riéndose el hombre de más edad.

"¿Será éste Erik?" me pregunté.

– No, todavía no es completa -corrigió la mujer-, ya que no puede salir del mirador.

30
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