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En noviembre, durante el segundo mes del tercer año de su cadena perpetua, Lionel Burger contrajo nefritis como secuela de otra infección de garganta y murió entre rejas.

Las autoridades carcelarias no consintieron que se celebrara un funeral privado organizado por sus parientes. Su condena de por vida había sido cumplida, pero el estado reclamó su cadáver. Un millar de blancos y negros habían asistido al funeral de Cathy Burger, su esposa y madre de Rosa, años atrás. En un homenaje a la memoria de Lionel Burger celebrado al mediodía en un pequeño salón sindical, muy pocos de los rostros que se presentaron volverían a ser vistos; los líderes negros e indios y mestizos y blancos terminaron en la cárcel o en el exilio, o por medio de proscripciones se les prohibió asistir a reuniones de cualquier naturaleza. Dos o tres personas que durante muchos años habían permanecido ocultas debido al arresto domiciliario, aparecieron en escena a la manera de actores que vuelven a las tablas con el estilo y la retórica de su época. Algunos jóvenes presentes preguntaron quiénes eran. Había bebés en brazos y niños inquietos. Un diminuto crío indio recibió una manzana para que se tranquilizara. Si estaban presentes miembros de la Rama Especial fueron discretos a pesar de la reducida asistencia, y difíciles de detectar bajo el cultivado aspecto desharrapado de jóvenes blancos intelectuales y el aire impasiblemente distanciado de empleados y recaderos negros que debían haber adoptado. Una vez pronunciadas las palabras de despedida, mientras la gente se levantaba de sus rotos asientos de madera, el mismo crío -que había sido alzado por su madre- levantó un puño apretado y gritó con el tono de triunfo con que un niño recita una poesía, exactamente con la misma entonación con que se la habían hecho ensayar: Amandhlal Amandhlal Amandhlal Una vacilante respuesta se aunó entre el escaso gentío que salía en tropel: Awethul Al ver que lo había hecho bien, empezó a gatear entre los pies de la gente para recuperar su manzana a medio comer. Un hombre que rondaba los juzgados municipales para tomar fotos de bodas a precio reducido y que trabajaba a media jornada para la Rama Especial, aguardaba en la calle para fotografiar a todos los que salían.

Pero de todos modos la gente rodeó a Rosa Burger a la salida; algunos, con delicadeza o turbación, le apretaron la mano y le dijeron que irían a verla… casi tres años es mucho tiempo y bastantes habían perdido el contacto con ella. Parecía distinta, no en la forma en que son difíciles de mirar aquellos a quienes han sobrevenido acontecimientos terribles. Ahora llevaba el pelo cortísimo, rizado como la cabeza de un pilluelo mediterráneo o de Ciudad del Cabo, haciendo que los tendones de su cuello parecieran más largos y más tirantes de lo que debían ser los de una mujer joven. Desplegó la sonrisa de su padre para todos. Pero algunas personas descubrieron que ahora no sabían cómo llegar a ella; ya no estaba en su piso: en la puerta figuraba otro nombre. Otros explicaron que… sí, sabían que había encontrado una casita en el jardín de alguien, se había mudado, no tenía teléfono. Lleva cierto tiempo establecer un nuevo punto de referencia, incluso cartográficamente, entre un círculo de amistades. Siempre podían intentar encontrarla en el hospital. Algunos lo hicieron y ella asistía a los almuerzos de los domingos. Dijo que la casita estaba en algún sitio de la parte vieja de la ciudad, cerca del zoo… un plan muy transitorio; aún no había decidido lo que haría. Los Terblanche le preguntaron si no volvería a solicitar permiso para ir al Transkei.

– ¿Y por qué no Tanzania… con el hermano David? ¿Por qué no? Tal vez ahora estén de humor para ablandarse y darte un pasaporte.

El marido de Flora Donaldson, que en general permanecía en silencio con los amigos de ella porque no era un correligionario, súbitamente se volvió hacia su esposa, invirtiendo la posición en la que se esperaba que fuera él quien metiera la pata.

– No seas absurda, Flora -todo su cuerpo y su cara parecieron dislocarse en un insulto a Rosa Burger mientras se movía innecesariamente de un lado a otro.

– William, ¿qué sabes tú de las cuestiones que están en juego?

– En mi ignorancia, aparentemente más que tú.

La chica no abrió la boca, tolerantemente desinteresada por una rencilla conyugal en la mesa. Pero aquella tarde le preguntó a William Donaldson si le daría la oportunidad de derrotarlo en una partida de tenis. Cuando estuvo viviendo con los Donaldson, era una broma corriente decir que aunque él jugaba asiduamente en un club deportivo para hombres de negocios, con el propósito de mantenerse en forma, nunca lograba ganarle un set a nadie salvo a ella.

Después de la muerte de su padre, a no ser que el antiguo círculo se pusiera en contacto con Rosa, cada vez la veían menos. El sueco había desaparecido; o ella rompió la relación o él se volvió a Suecia. Cuando alguien la encontraba solía llevar a rastras a un joven que parecía un estudiante radical o se creía pintor o escritor; a la gente de la generación de su padre le daba la impresión de un bohemio, a los contemporáneos de ella no mucho más que un marginado taciturno algo más joven que ella. Podría haber sido un pariente, la de su padre era una familia numerosa del Transvaal. Tal vez ella lo guiaba por la ciudad, o le había dejado una cama para que durmiera durante una temporada. Cuando estaban juntos y se encontraban con amigos de la familia Burger, ella parecía complacida y animada para charlar, olvidando la presencia de él; se llamaba Conrad No-sé-cuántos.

Ahora eres libre.

No sé si me lo dijiste o si lo pensé en tu presencia. Me vino a la mente cuando estaba contigo; se me ocurrió por estar contigo.

Fui a la casita porque era la vivienda de un extraño que dijo: si alguna vez… Los otros, los buenos amigos y camaradas de mi padre habrían sido demasiado presionantes en su comprensión y exigentes en su afecto. No querían que me sintiera sola, ya no quería estar sola en mi piso, pero estas dos cosas no significaban lo mismo. Tú habías dicho mucho antes que si alguna vez necesitaba un sitio donde estar, podía usar esa casita. Tu sugerencia no tenía nada que ver con la muerte de Lionel. No lo repetiste después de su fallecimiento. Tú tomaste lo que necesitabas. Usaste mi coche. Me pediste dinero y no te pregunté para qué lo necesitabas. Dormías mientras yo trabajaba y si por la noche no llegabas cocinaba y comía sola; la bauhinia estaba en flor y las abejas que atraía permanecían en el tejado, como un ruido interior de la cabeza.

Ahora eres libre.

Conrad salía algunas noches para sus lecciones de español y a veces volvía con la chica que le daba clases. Pasaba esas noches en la salita; Rosa, al salir a trabajar por la mañana, rodeaba a los dos, acurrucados entre los viejos cojines y kaross [capa ceremonial confeccionada con pieles de animales. (N. de laT.) ] en el suelo, como niños vencidos por el sueño en medio de un juego.

Los domingos Conrad y Rosa solían estar juntos en esta misma sala. El yogur y la fruta de un desayuno tardío se complementaba de vez en cuando, cuando ella ponía un plato con sobras frías que sacaba de la nevera y él iba a buscar una lata de cerveza y pan con manteca de cacahuetes. Algunas veces era pan que él mismo había horneado.

El gato que Rosa había llevado rozaba las hojas sueltas de la tesis de Conrad, enterradas debajo de los periódicos dominicales.

– ¿Lo pongo en un lugar seguro o saco al gato?

Los dos reían por la pregunta implícita. La habitación estaba llena de sus libros y papeles, sus gramáticas de español, su violín y las partituras, discos, pero entre tantas muestras de actividad se tumbaba a fumar, con frecuencia a dormir. Ella leía, arreglaba su propia ropa y deambulaba en la inmensidad exterior, donde recogía ramas, cortaderas, pinas de abetos y en una ocasión gardenias que las fuertes lluvias habían hecho brotar en la aridez del abandono.

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