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La placa de cobre de la puerta de la calle con el nombre y los títulos de Lionel Burger, se mantuvo pulida durante los meses de su proceso gracias a Lily Letsile, la sirvienta de los Burger. Su hija Rosa vivía en casa y trabajaba como fisioterapeuta en un hospital. Era el último miembro de la familia de cinco (contando a Baasie) que vivía allí, pero la casa nunca se igualó a la familia de madre y padre, hijo e hija, perro y gato, de su casa de muñecas, e incluso durante este período solía haber alguien alojado allí. El hijo de Bridget Sulzer -del matrimonio Brodkin- ocupaba la glorieta del jardín mientras estudiaba para los exámenes. Una doctora en ciencias políticas que había sido expulsada de un estado negro vecino pasó seis semanas por su cuenta y riesgo (era una vieja amiga de la madre de Rosa), pues si la Rama Especial iba a hacer una de sus limpiezas acostumbradas, muy probablemente perdería los papeles de la investigación que había llevado. El viejo Kowalski -con sus antecedentes mixtos de europeo oriental más confundidos aún por la diferencia de pronunciación y las costumbres adoptadas durante los años que había vivido en un almacén de Sofía, en Madagascar, de modo tal que la policía ya no podía saber si el hombre tenía el color que no correspondía en una zona que no correspondía- ocupó una habitación por la que habían pasado muchos transeúntes. Había aparecido desvalido en el consultorio un día antes de que Lionel Burger fuera arrestado por última vez; lo habían reconocido como el mejor vendedor ambulante del periódico del Partido en sus últimos avatares, durante el período anterior a que lo prohibieran.

Pero cuando su padre fue condenado, los últimos entre todas las personas que habían compartido la casa desde su nacimiento ya se habían marchado. Su padre, al que permitieron consultar con su abogado sobre cuestiones familiares y comerciales, resolvió con Theo que la casa debía venderse. Encontraron un buen trabajo para Eilefas Bengu, el jardinero; Lily Letsile recibió una pensión y se fue a su terruño en el norte del Transvaal para reflexionar en si quería volver o no a trabajar; la perra Labrador quedó en manos de Ivy Terblanche, en cuya casa Rosa podía visitarla; la gata negra y dos gatitos atigrados fueron a vivir con la antigua recepcionista del consultorio; los conejos, los conejillos de Indias, la tortuga y los periquitos para los que Rosa y su hermano habían construido casas y con los que dormían y se comunicaban como hacen los niños, habían muerto o desaparecido tiempo atrás. El mobiliario se vendió en una subasta en la propia casa, a la que ella no asistió. Se presentaron trescientas personas (informó la prensa) y no todas para comprar; también sentían curiosidad. Cuando Rosa fue a buscar algunas pertenencias personales encontró allí a los nuevos propietarios, caminando alrededor de la piscina en la que se había ahogado su hermano, planeando con arabescos dibujados en el aire y dimensiones medidas a pasos, las reformas de la zona del patio donde su padre instaló su braaivleis [barbacoa (N. de la T.)] y los helechos arborescentes de su madre, traídos de Tzaneen y que habían crecido tanto que levantaban las baldosas. Al retirarse hubo una incómoda conversación en voz baja y la nueva señora de la casa corrió tras ella.

– Estaba pensando… ¿qué hacemos con la placa? La placa del doctor.

La chica se disculpó; la haría retirar.

Volvió antes de que oscureciera con un hombre rubio de aspecto enfermizo, pelo largo y bigote ralo, con la camisa de moda, de bordado balcánico, téjanos y veldskoen. Tenía un destornillador pero le resultó difícil hacerlo girar en las ranuras apelmazadas con capas de pulimento para metales, convertido en pétreo verdín. Ella no se movió del asiento del conductor. El rectángulo donde había estado la placa se veía blancuzco en el crepúsculo. El puso la placa en el maletero y se alejaron.

Durante el primer año, mientras su padre era un preso de categoría «D», Rosa estaba autorizada a visitarlo cada dos meses. Recibía de él y contestaba una carta mensual, no más larga de las quinientas palabras reglamentarias. Cuando excedía este límite con una oración, el jefe de carceleros, que censuraba la correspondencia, cortaba la página en ese punto. En la siguiente visita, su padre le contó cuánto se había entretenido tratando de reconstruir, a partir del contexto de la oración anterior, la parte que faltaba. En julio y octubre de ese año no le escribió para dejar que lo hiciera su hermanastro, del primer matrimonio de su padre, un médico que trabajaba en Tanzania y tenía prohibida la inmigración a Sudáfrica. Durante el segundo año su padre era un preso de categoría «C» y le permitían varias visitas especiales. Las solicitudes presentadas por Flora Donaldson y Dick Terblanche (Ivy estaba en la cárcel pero la proscripción de su marido estaba caducada y aún no se la habían renovado) fueron rechazadas por el director de cárceles, lo mismo que la de un viejo camarada, el profesor Jan Hahnloser; éste opinaba que Lionel Burger había arrojado su vida por la borda, estúpida y trágicamente, en virtud de convicciones políticas que para el profesor habían llegado a ser abominables, pero en la tragedia descubrió la necesidad de reforzar los vínculos de una amistad juvenil. El director autorizó una visita navideña del tío y la tía, la hermana y el cuñado de su padre, el granjero y su mujer que habían estado presentes en el tribunal para escuchar el veredicto. Fue el otoño del segundo año cuando le permitieron visitar a su padre en semanas alternas, cuando tuvo que verlo en el hospital de la cárcel, porque había tenido la primera infección virósica de garganta que posteriormente reaparecería.

Durante un tiempo compartió un piso con Rhoda, la hermana de Mark Liebowitz, recién divorciada. Después su compañera de piso, secretaria organizativa de un sindicato mixto de blancos y mestizos, inició una relación amorosa con un sindicalista de color y se trasladó a Ciudad del Cabo para estar cerca de él, aunque no podían vivir juntos. A Rosa le disgustaban los olores a fritura que siempre flotaban en los pasillos y el ruido de la radio que se colaba por la puerta; ahora estaba en condiciones de mudarse. Vivió con Flora Donaldson y su marido, que por cuestiones de negocios pasaba en Europa la mitad del año. Era una casa, una casa abierta, como había sido la suya, la de su padre; habitaciones espaciosas con flores del jardín, sirvientes parlanchines y amistosos, libros, cuadros, invitados, piscina. Volvió a probar con otro piso, muy pequeño, para ella sola. Lo que en realidad quería era una casita con jardín. Una vez creyó haber conseguido lo que buscaba, pero cuando los propietarios se dieron cuenta de quién era soslayaron el trato. Como no manifestaron abiertamente sus razones ella no pudo decirles que la policía parecía haberla dejado en paz desde que su padre cumplía condena. No la habían visitado una sola vez en sus diversas viviendas.

Todavía tenía su puesto en el hospital; trabajaba principalmente en salas geriátricas y con niños. Su medio hermano le escribió desde el norte de Tanzania diciéndole que si pudiera tenerla en su hospital… allí no había dinero, ni tiempo, ni personal capacitado para hacerle fisioterapia a nadie. Podía haber ido a trabajar con un médico amigo entre africanos rurales del Transkei, que también estaban muy necesitados de sus conocimientos -habría podido viajar en avión dos veces por mes para las visitas a la cárcel-, pero el administrador del territorio sabía quién era ella y no le dio permiso para vivir en una «patria» negra. Tal como ocurrieron las cosas, la tendencia de su padre a las infecciones de garganta se volvió crónica y ella tenía que estar allí, en la penitenciaría, para insistir en los informes médicos del comandante, negociar a través de Theo la visita de un especialista particular para que examinara a su padre, importunar a varios funcionarios que estaban en contacto con él aunque ella no pudiera verlo. Jugaba al squash dos veces por semana para no abandonar del todo la gimnasia. Iba al teatro cuando ponían algo que valía la pena. En las fiestas, su carne desnuda se veía tan bronceada por el sol como la de cualquiera que hubiese pasado unas largas vacaciones de verano junto al mar; en una o dos ocasiones pasó una semana fuera de la ciudad, aparentemente con un periodista sueco con quien (se daba por sentado que ni siquiera sus amigos íntimos debían esperar la menor información de labios de la propia Rosa) vivía una aventura amorosa. Se llevó de casa de la ex recepcionista de su padre una de las crías de la vieja gata negra y la instaló en una caja con arena, en el cuarto de baño del piso. Alguien notó que el sueco usaba un anillo de oro, según la costumbre que tienen los europeos casados. Los amigos de la familia y los compañeros de la generación de su padre lamentaban que no se casara con un sudafricano, alguien del lugar; pero nadie se tomaría la libertad de expresarle personalmente esta amable inquietud; estaba sobreentendido que no podía irse, abandonar el país como hacían muchos, ahora que su padre estaba en la cárcel y ella era lo único que le quedaba.

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