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La prostituta rió entre dientes, animándola:

– Muy bien, eso está muy bien. Me gustaría tener un anillo como ése.

– ¿Cuál? No, no, este pequeño es mi favorito. ¿Ves cómo está hecho? Muy ingenioso…

Se abrió la mirilla de la puerta y apareció en el marco una cara de payaso, dos cejas arqueadas, tensas y delgadas, ojos perfilados en negro, mejillas rosa tiza.

– Tengo algunas cosas para unas detenidas -la mujer era vivaz; la cara pintada no dijo nada. La mirilla se cerró y la mujer acababa de volver la cabeza en exasperado comentario a las otras, cuando se oyeron sonidos de cerrojos y llaves aceitadas y se movió una puerta en el interior del gran portal para dejarla entrar. Se cerró de inmediato, dejándola pasar únicamente a ella.

La carcelera propietaria de la cara dijo:

– Espere.

La falda plisada color crema y la camisa de seda amarilla de la mujer reflejaban luz en el oscuro pozo de ladrillos y hormigón, por lo que una criatura que fregaba el suelo con trapos atados a las rodillas para protegerlas, levantó la vista. Apareció una imagen tardía ante los ojos que volvieron a la fregona y al suelo. Esencias de finos jabones, cremas, cuero, ropas guardadas en armarios de donde colgaban bolsitas aromáticas, perfume destilado de azucenas y hasta un leve aroma natural a ciruelas y mangos, un aura que separaba a la mujer del aire viciado e impregnado de tristes fragancias a mala comida y a la lejía de la higiene institucional, del olor bajo las uñas rotas, desteñidas hasta la médula. La visitante ya había estado antes; nada había cambiado salvo la vestimenta de las carceleras, blanca y negra… acicaladas con los que le parecían uniformes sobrantes de los que cinco años antes usaban las azafatas: viajaba mucho en avión. Debajo de las escaleras de la izquierda había maletas y cajas de cartón atadas con cuerdas etiquetadas, incluso algunos abrigos; posesiones retiradas a las detenidas al llegar, que guardaban el día o la noche de su liberación. Vio la resplandeciente luz solar encerrada en el patio de la cárcel. Las gordas palmeras ornamentales, la brillante piel púrpura de la roca granosa. Hábilmente se deslizó unos pasos hacia adelante para echar un rápido vistazo, pero no había nadie haciendo ejercicios… suponiendo que les permitieran acercarse a la entrada.

Una falda diminuta moviéndose en un trasero alto y redondo, un cuerpo con tacones altos la condujo al despacho de la Jefa.

Como, como… para poder describir después a la Jefa era necesario hacer la comparación con una imagen en un escenario que formara parte de la experiencia de sus interlocutores, porque la suya era una figura indescriptible, un elemento de una escala de valores estéticos que sólo podía definirse a sí mismo. Como la mujer del patrón en un bar o salón de baile de una pintura francesa decimonónica… Toulouse-Lautrec, sí… aunque más bien alguien de segunda categoría, Félicien Rops, digamos. Su escritorio quedaba calzado debajo de unos pechos con toda la parafernalia: llevaba galones de servicio y aretes de oro empotrados en sus carnosos lóbulos. Las pequeñas cejas de la carcelera eran una buena imitación de las suyas, rojo-cobrizo, dibujadas en lo alto desde las cercanías de ambos lados del tabique nasal. Su menuda mano regordeta, con las uñas pintadas de un espeso rosa refinado, golpeteaba un bolígrafo y se movía entre papeles que observaba a través de unas gafas de arlequín con las piezas laterales doradas y decoradas con volutas. Había gladiolos en un florero, en el suelo. Sobre el escritorio, unos lánguidos claveles blancos con un cuenco de oropel que contenía un vaso… probablemente había asistido a un baile de la policía.

La visitante llevaba dos bandejas de madera con fruta, y un enorme ramo de margaritas y rosas de su jardín.

– Rosa Burger y Marisa Kgosana. Sus nombres están en las etiquetas. Ciruelas, mangos, naranjas y unos caramelos… sueltos. En paquetes abiertos. No puedo traer un pastel, ¿no?

– No, nada de pasteles -el tono de alguien que intercambia observaciones sobre las rarezas del menú de una cafetería.

– ¿Ni siquiera si lo corto delante de usted? -la visitante sonreía, con la cabeza inclinada, coquetona, las comisuras de los labios en expresión desdeñosa.

La Jefa sabía compartir una broma, pero de allí no pasaba.

– Ni siquiera en ese caso, no, ya sabe que no está permitido. Deje las cajas en el suelo, allí, muchísimas gracias, nos ocuparemos de que las reciban en seguida. Ahora mismo -nadie la igualaría en femenina corrección-. Firme en el libro, por favor.

– Las flores están separadas en dos ramos… ¿Sería tan amable de ponerlos en un cubo con agua? ¡Hacía tanto calor en el coche!

Una pareja de pomeranias olisqueaba los zapatos de la visitante. La Jefa los regañó en afrikaans:

– Abajo Dinkie, abajo, chico. Romperás las medias de la señora… -cambió de tono y prosiguió, en inglés-: Ya no se permite traer flores. No sé qué… es una nueva orden que llegó ayer, no podemos aceptar flores. Lo siento en el alma.

– ¿Por qué?

– No sabría decírselo, yo misma lo ignoro…

– Mi nombre está en las cajas.

– Pero escríbalo aquí, por favor -la carcelera saltó para acercar un enorme registro casi antes de que la Jefa diera la señal-. Déjeme ver, sí… eso es, y el domicilio por favor… muchísimas gracias -su estilo era el de quien intenta ser amable por una mera cuestión de forma: la necesidad de que una dama comprensiva y bien intencionada se comprometiera, de su puño y letra, en su relación con las sospechosas políticas. La Jefa movió los labios leyendo las sílabas del nombre, como si así pudiera comprobar si era falso o auténtico: Flora Donaldson.

A los detenidos según la Sección 6 del Acta de Terrorismo no se les permite recibir visitas, ni siquiera de sus parientes más cercanos. Pero más adelante, cuando Rosa Burger pasó a ser una prisionera en espera de juicio se le concedieron los privilegios de esa condición, y, en ausencia de parientes cosanguíneos, Flora Donaldson solicitó permiso para verla y se lo concedieron. Otros postulantes fueron rechazados, con la única excepción de Brandt Vermeulen quien, sin duda por medio de influencias en las altas esferas, apareció allí de repente, un día que llevaron a Rosa a la sala de visitas. No eran visitas de contacto; Rosa recibía a las suyas desde detrás de una mirilla metálica. No se sabe de qué habló Brandt Vermeulen dentro de la categoría de «cuestiones domésticas», categoría a la que deben ceñirse todas las conversaciones de la cárcel bajo la supervisión de carceleros presentes. Es un conversador fluido y entretenido, un hombre de amplias miras y con muchos intereses, que no se desorientaría con facilidad. Flora informó que Rosa «no había cambiado mucho». Hizo esta observación a William, su marido.

– Está muy bien. En buena forma. Parecía una cría; por lo que entendí, Leela Govind o alguien volvió a cortarle el pelo, hasta aquí, a la altura del cuello… Me dio la impresión de tener catorce años… aunque se la ve más vivaz que antes. En cierto sentido. Menos reservada. Bromeamos muchísimo… eso es algo que a los malditos carceleros les cuesta seguir. ¿Pero por qué no habrían de ser divertidas las cuestiones familiares? Ya son de por sí bastantes aburridas. Sólo te das cuenta de lo aburridas que son cuando intentas transformarlas en metáforas de otras cosas… Theo me ha dicho que la defensa se las hará pasar canutas a los testigos públicos. Piensa que esta vez Rosa tiene bastantes posibilidades de salir bien librada… tal vez el Estado retire los cargos después del interrogatorio preliminar. En cuyo caso es posible que la sometan a arresto domiciliario en cuanto la suelten… cualquier cosa es preferible a la cárcel. Se pueden hacer muchas cosas bajo arresto domiciliario y al fin y al cabo Rosa saldrá todos los días a trabajar…

En Francia, Madame Bagnelli recibió una carta. Llevaba el sello del Departamento de Prisiones de Pretoria, lo que no despertó el menor interés en el apuesto cartero que se detenía a tomar un Pernod cuando le entregaba la correspondencia, porque no leía inglés ni sabía dónde estaba Pretoria. En un párrafo relativo a las comodidades de una celda a la manera en que se describen las características de un hotel turístico que no se ajusta exactamente a lo prometido en el folleto -he improvisado con una caja de fruta una especie de escritorio portátil de estilo japonés (¿recuerdas el que tenía el viejo han Poliakoff, el que usaba cuando escribía en la cama?) y encima de él te estoy escribiendo- había una referencia a una filigrana de luz que se filtraba en la celda al atardecer, reflejaba desde alguna superficie exterior de cara al oeste; algo que una vez mencionó Lionel Burger. Pero el censor de la cárcel había tachado esa línea. Madame Bagnelli nunca logró descifrarla.

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