No se les ocurría que el apellido era, en realidad, afrikaner.
«Entre nosotros había una chica de trece o catorce años, todavía una colegiala, la hija de Lionel Burger. Era un riguroso día invernal. Llevaba mantas e incluso una bolsa de agua caliente para su madre. Habían dicho a los parientes de los detenidos en una brutal redada que podían llevar ropa, etc. a la cárcel. No estábamos autorizados a llevar libros ni comida. La pequeña Rosa Burger sabía que su madre, esa mujer valiente y cariñosa, estaba en tratamiento médico. La chica tenía los ojos secos y estaba serena; de hecho fue para todos nosotros un ejemplo de cómo debía comportarse la familia de un detenido. Ya había asumido el rol de su madre en la casa, proporcionando amoroso apoyo a su padre, al que en breve también detendrían. Aquel día él había dado prioridad a la situación de otros antes que a la suya, infatigablemente atareado desde que se habían llevado a su mujer a primeras horas de la mañana, yendo de comisaría en comisaría, tratando de enterarse dónde retenían a los miembros de familias africanas desvalidas. Pero sabía que podía contar con su hija colegiala en esa familia totalmente unida y consagrada a la lucha.»
Cuando me vieron en el exterior de la cárcel, ¿qué vieron?
Nunca lo sabré. Está todo mezclado. Vi -veo- ese perfil en un espejo sostenido por la mano, orientado hacia otro espejo; sé cómo sobreviví, no desdichada, aunque no muy estimada entonces, en un tácito reconocimiento de que era superior, yo y mi familia, en esta escuela; entiendo la blanda grandilocuencia de las memorias mal escritas por los fíeles; buena gente a pesar de la beatería.
Supongo que tenía conciencia de que la gente común y corriente podía bajar la vista desde un autobús y verme. Algunos con admiración, sabiendo de quiénes éramos parientes y amigos -incluso la hija de alguien, mira, una cría que todavía va a la escuela- y sabiendo por qué estábamos allí. Flora Donaldson y las demás hablaban en voz alta, al igual que haría otro tipo de mujer en un restaurante caro y, aunque en circunstancias muy distintas, por la misma razón: para demostrar confianza en sí mismas y una personalidad naturalmente dominante de un entorno, destinada a impresionar o intimidar. Extraigo esta analogía ahora, no entonces; es imposible tamizar lo que he aprendido, sentido, pensado, la presencia subjetiva de la colegiala. Es una desconocida acerca de la cual algunos datos me son conocidos, eso es todo. Éramos conscientes de nosotros mismos y de la gente que nos pertenecía al otro lado de las puertas enormes, anchas y tachonadas, de un modo que los transeúntes no comprenderían y que nosotros hacíamos valer, emitíamos… Wally Atkinson, que no tenía a nadie dentro pero había estado detenido muchas veces, fue a izar el estandarte de su cabellera blanca entre nosotros, Ivy Terblanche y su hija Gloria, tejiendo decididamente para el bebé de Gloria mientras esperaba entregar pijamas y jabón para maridos que también eran padre y yerno, Mark Liebowitz pasando el peso de su cuerpo de un pie al otro con el aire de nervioso regocijo con que encaraba las crisis, Bridget -Bridget Sulzer antes Watkins antes Brodkin, nacida O'Brien- golpeando las puertas de la cárcel con el tacón de una sandalia multicolor en la que se despellejaba el gastado cuero verde, su erótico pie de alto empeine con las uñas pintadas, descalzo a pesar del frío. Incluso las dos mujeres que según creo no conocía, las elegantemente ataviadas y que no tenían nada que ver (Aletta Gous atraía la amistad de mujeres ricas y liberales cuyos maridos, en aquellos tiempos, les permitían correr el riesgo a modo de indulgencia) se habían apartado de su medio en el extraño despertar de los perseguidos. Una de ellas había hecho que su cocinera preparara un pan especial de germen de trigo (Aletta siempre fue una fanática con la comida) y discutió despóticamente cuando el carcelero se negó a dejarlo pasar; lo recuerdo porque se lo dio a Ivy -la rara ocasión volvía posibles tales pretensiones de repentina amistad-, que cortó un trozo de corteza para que yo lo probara cuando me llevó a casa en coche.
Estaba en mi sitio, a las puertas de la cárcel; hacía varias semanas que mis padres esperaban que los detuvieran. Por supuesto, cuando ocurrió y se llevaron a mi madre, la realidad debió de ser diferente a la aceptación anticipada; es imposible dominar todos los temores y las pérdidas con antelación. Siempre hay fuentes de desolación que no se toman en consideración porque nadie sabe cuáles serán. Yo sabía que mi madre, adentro, sabría, cuando recibiera las cosas que le llevaba, que yo había estado afuera; estábamos conectadas. Flora pretendió abrazarme para protegerme del frío, pero yo no necesitaba para nada su exaltación emocional. Dijo algo sobre «las chicas» que estaban dentro, y mi madre era una de ellas. Flora era una adulta que me hacía sentir mayor que ella.
Yo conocía a casi toda la gente que me rodeaba y no necesitaba mirarlos para verlos tal como los conocía: igual que el camino a casa, con la aparición de una señal en cierta curva. Lo que veo es aquella puerta: la enorme puerta verde debajo de la arcada de piedra, con un bulto en forma de cuello de ganso apuntado hacia abajo, semejante a una gárgola. La minúscula ventanilla por donde aparecerán los ojos del carcelero podría ser una puerta para gatos si fuera más baja. Hay tachones de hierro con martillazos que labran facetas bajo la luz clara, como un anillo torneado. Veo estas cosas una y otra vez mientras espero. Pero la verdadera conciencia está centrada en la parte inferior de mi pelvis, en el dolor plomizo, interminable, oprimente. ¿Puede alguien describir la peculiar concentración feroz de las fuerzas corporales en la menstruación de la temprana pubertad? La sangría comenzó inmediatamente después de que mi padre me hizo volver a la cama una vez que se llevaron a mi madre. Ningún dolor; sólo la humedad que comprobé con el dedo y que verifiqué encendiendo la luz: sí, sangre. Pero a las puertas de la prisión el panorama interno de mi cuerpo misterioso me vuelve del revés, siendo que en aquel lugar público, en aquella ocasión pública (todos los arrestos de la redada al amanecer habían aparecido en los periódicos, pusieron a la venta una edición especial, con los nombres de los que se sabía habían sido detenidos, incluido el de mi madre), estoy en esa crisis mensual de destrucción, la purga, el desgarramiento, el drenaje de mi propio organismo. Yo soy minutero y hace un año no sabía -físicamente- que lo tenía.
Mientras me veo alternativamente sumergida por debajo y arrojada por encima del umbral del dolor, soy consciente del lazo de goma moldeada del que cuelga la bolsa de agua caliente de mi dedo, y del edredón que aprieto contra mi vientre, mi viejo edredón de tafetán verde que la abuela Burger me regaló cuando yo no tenía edad suficiente para recordarla; mi padre pensó que el de la cama de matrimonio de mi madre era demasiado grande y hermoso para permitir que se estropeara en la cárcel. La bolsa de agua caliente es idea mía. Mi madre jamás usó ninguna bolsa; así -mientras preparaba el artilugio la imaginé descubriéndolo al instante- comprendería que debía existir una razón muy especial para que se la enviaran. Entre la arandela de goma negra y la base del tapón de rosca he deslizado un trozo de papel delgado. Cuando llegó el momento de escribir el mensaje noté que no sabía cómo dirigirme a ella excepto como lo hacía en las cartas que le escribía cuando pasaba las vacaciones afuera. «Querida mamá, espero que estés bien.» Este tono inocentemente inoportuno se convertiría en un vehículo perfecto para la cuestión importante que yo necesitaba transmitirle. «Papá y yo estamos muy bien y nos ocupamos de todo. Recuerdos de los dos.» Ella sabría de inmediato que le estaba diciendo que no se habían llevado a mi padre desde su arresto.