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Nadine Gordimer

La Hija De Burger

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Título original: Burger's Daughter

Traducción de Iris Menéndez

Yo soy el lugar en el que algo ha ocurrido

Claude Lévi-Strauss

Uno

Entre los que esperaban delante de la fortaleza había una colegiala con uniforme marrón y amarillo; llevaba un edredón verde de cuya presilla colgaba una bolsa de agua caliente de color rojo. Por allí solían pasar algunos autobuses y los pasajeros que se asomaban habrán notado la presencia de una colegiala. Fíjate, una colegiala: debe de tener a alguien dentro. De cualquier manera, ¿quién es esa gente? Incluso desde lo alto de un autobús, que avanzaba a bandazos cuando el semáforo se ponía verde, el grupo que esperaba no debía de parecerse a los visitantes habituales de la cárcel, pasivos y humildes alrededor de la cuesta del terreno de césped municipal.

La colegiala no estaba en primera fila frente a las puertas de la prisión ni tampoco muy atrás. Había varios jóvenes con suéters de cuello vuelto y veldskoen [en afrikaans: calzado de fieltro resistente que llega al tobillo y suele usarse para andar por el campo. (N. de la T.)] hombres con trajes de calle, llevados distraídamente a la manera de una piel exterior, un anciano con su cabeza de seda blanca echada hacia atrás, mujeres encojidas en sus pantalones y trencas, una con falda larga y chal de ganchillo, dos con elegantes trajes de tweed, joyas de oro y gafas de sol que no usaban como disfraz sino como afirmación de su indiferencia a la atención que despertaban. Todos permanecían ordenadamente delante de las puertas, más invasores que suplicantes. Todos llevaban paquetes y bolsas. Las voces de las mujeres eran claras y enérgicas ante el edificio público, el hombre de cabellera canosa apoyó los brazos en los hombros de dos jóvenes para sostener una conversación privada, una mujer alta y rubia se movía en el interior del grupo con persistente decisión. Fue ella quien tomó prestado el bastón con empuñadura de asta del anciano para golpear la puerta cuando pasaron las tres y seguían allí esperando.

Como no obtuvo respuesta se quitó una sandalia de tacón alto e insistió con ella en la otra mano. Nadie estaba de humor para reír pero se produjo una ola de movimientos y se oyeron voces aprobatorias. La colegiala empujó con el resto, volviendo la cabeza en el atrevido incentivo con que las miradas vinculaban a todos. Una portezuela con mirilla dentro de las grandes puertas dobles dejó ver unos ojos debajo de una gorra con visera. La cara de la rubia estaba tan próxima a la puerta que el carcelero retrocedió y en un instante se reafirmó, pero tal como un arma de feria de atracciones encuentra su diana, ella había ganado la partida.

– Exijo hablar con el comandante… Nos dijeron que podíamos entregar ropa para los detenidos entre las tres y las cuatro. Llevamos aquí veinticinco minutos, casi todos debemos volver a nuestros trabajos.

Se entabló una discusión. Llegó un hombre con cartera y todo el grupo le abrió paso hasta el frente; le permitieron pasar por otra puerta interior al gran portal y después, uno por uno, hombres y mujeres entregaron sus bultos a través de esa puerta salpicada de manchas oscuras que eran las figuras de los carceleros. La colegiala fue animada a adelantar cuando los demás le cedieron el paso; aquel día se encontraba entre ellos la hija de Lionel Burger, catorce años de edad, con un edredón y una bolsa de agua caliente para su madre.

Rosa Burger -de unos catorce años en aquella época, aguardando ante la cárcel con una túnica marrón encima de una camisa amarilla y un jersey marrón con rayas amarillas bordeando el escote en pico- era menuda para su edad, tenía las piernas en forma de botella (primer equipo de hockey) y la cintura diminuta. El pelo no estaba recién lavado y el cartílago de la punta de sus orejas quebraba la mata lacia y oscura, sugiriendo que las orejas eran prominentes aunque las llevaba escondidas. A partir de la raya al lado había un mechón que seguía una dirección contraria al resto y se había desteñido ligeramente debido al contacto con los productos químicos de la piscina de la escuela (segundo equipo de natación) y a la exposición al sol. De perfil era más bonita que de frente; el contorno ceroso que suele tener la gente de piel aceitunada, con la concavidad de los ojos marcada por la franja oscura y brillante de la ceja y el trazo abrupto de las pestañas, borroso en los extremos como antenas de mariposas nocturnas. Cuando la chica se volvía, aparecían muchas cosas decepcionantes: la mandíbula (mascaba una tableta de manteca de cacahuete que alguien le ofreció) pesada para un mentón pequeño, las ventanillas de la nariz que retrocedían bruscamente, las marcas de espinillas semicuradas y pellizcadas alrededor de la gran boca blanda que se abarquillaba y fruncía, vacilaba y se afirmaba cuando le dirigían la palabra y respondía, una boca idéntica a la de su padre. Pero sus ojos eran claros, de un gris descolorido, en cierto ángulo tan acuosos que la convexidad del gris parecía transparente bajo la luz de la tarde invernal. Nada semejantes a los ojos pardos de él, con la línea vertical de preocupación entre ellos, conjunto que dibujaba una mirada irresistible en las fotos de prensa. El marrón y amarillo del uniforme escolar no iba con su tez, aun teniendo en cuenta que probablemente no había dormido bien la noche anterior y que con las prisas de llegar a casa desde la escuela y de allí a la cárcel no había tenido tiempo de comer.

Rosemarie Burger, según el informe de la directora una de las alumnas más prometedoras de los años superiores pese a las desventajas -por así decirlo- de sus antecedentes familiares, la mañana siguiente a la detención de su madre fue a la escuela como cualquier otro día. Pidió permiso para ver a la directora y solicitó que le permitieran volver temprano a casa con el propósito de llevarle algunas comodidades a su madre. Su estilo realista y reservado volvió innecesario que nadie tuviera que decir nada, nada que significara condolencias… de hecho lo impidió, ahorrando así toda torpeza. Evidenciaba una «notable madurez»; esto al menos, sin ser específico, podía decirse en el informe. Sus compañeras de clase parecían ignorar lo que había ocurrido. No leían los periódicos matutinos, no escuchaban las noticias por la radio, ni tenían conciencia de la política como algo más concretamente afectivo que un pesado tema de conversación adulta, junto con el mercado de valores o los problemas ginecológicos. Después de un día o dos, en algunos casos de semanas, la reiteración del apellido de su condiscípula en relación con su madre en las pancartas de manifestantes callejeros contra la prisión preventiva, y las observaciones de sus padres señalando el parentesco -¿la hija no está en tu clase?-, hicieron que sus circunstancias fueran conocidas y aceptadas en la escuela. Le otorgaban el tipo de privilegios compasivos adecuados para las crisis de enfermedad o divorcio en un hogar, únicos riesgos que conocían las chicas. Las otras monitoras como ella se dividían entre sí su parte del patio y otras obligaciones. Su mejor amiga (a quien le había contado el arresto y detención el primer día) dijo que si quería iría a quedarse con ella en su casa, probablemente sin haber consultado a sus propios padres. Era una escuela privada para niñas blancas de lengua inglesa, que inocentemente expresaban su solidaridad de la única forma que conocían: malditos bóers, condenados holandeses, asquerosos afrikaners… ocurrírseles encerrar a tu madre. Como si alguna vez hubiera hecho algo malo…

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