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No vi el látigo. Vi el sufrimiento. Un sufrimiento que llegaba desde un terrible centro agarrotado entre el grupo formado por burro, carro y conductor, y la gente que iba detrás. Componían un único objeto que se contraía contra sí mismo en la desesperación de una monstruosa energía final. Aunque no vi el látigo, vi la imposición del dolor separada de la voluntad que la crea; desencadenada, una fuerza que existe por sí misma, violación sin violador, tortura sin torturador, destrozo, pura crueldad que escapa al control de los humanos que han pasado miles de años concibiéndola. Todo el ingenio aplicado desde las espulgueras y el potro hasta el electroshock, la infinita variedad y gradación del sufrimiento por flagelación, por miedo, por hambre, por confinamiento incomunicado… los campos de concentración, de trabajo, de recolonización, las Siberias de nieve o sol, las vidas de Mandela, Sisulu, Mbeki, Kathrada, Kgosana, gaviotas recogidas en la Isla, Lionel con la calavera apuntalada entre dos carceleros, las muertes en interrogatorios, cadáveres caídos desde las alturas de la plaza John Vorster, las muertes por deshidratación, los bebés destripados por la enteritis en «lugares» de destierro, las luces recorriendo toda la noche los rostros de los ocupantes de las celdas. Conrad -te conjuro, te saco a rastras de dondequiera estés para que me escuches-, tú no sabes lo que yo vi, lo que hay que ver, lo que no verás, anclado en un océano desierto.

Sólo cuando estuve al mismo nivel que el carro, al otro lado del veld, distinguí el látigo. El burro no clamaba. ¿Por qué no soltaba el bestial rugido y la protesta animal del suplicio que según he oído decir no produce el dolor sino el estado de celo? No clamaba.

Había sido golpeado y vuelto a golpear. Su dolor no le era extraño: no había modo de escapar al varal. El negro andrajoso era viejo, desde la postura de sus piernas hasta la barba rala y desaseada que aparecía debajo de un sombrero gastado que era un cono informe encima de su cara. Rodé hasta frenar más allá de lo que veía; el coche se desprendió, sencillamente, de la presión de mi pie y no me permitió avanzar. Permanecí sentada, con la cabeza hundida entre los hombros alrededor del cuello, apretado contra las orejas para protegerme de los golpes. Luego bajé el pie y conduje vacilante, en una especie de embriaguez, deteniéndome para mirar hacia atrás mientras la azotaina continuaba, el coche, la mujer y el niño aterrados, el burro y el hombre convulsos y abandonados al látigo. Era suficiente con que diera la vuelta al coche en el camino vacío y condujera hasta ese delirante friso cubriendo mis ojos con una mano para no recibir de frente la luz del ocaso. Cuando miré hacia allí todo lo que vi fue la retorcida forma negra a través de cuyos intersticios asomaban los reflectores de un deslumbrante polvo cegador. El panorama era semejante a una explosión. Bastaba con que me acercara a toda velocidad con mi coche y mi autoridad blanca. Podría haber gritado sin siquiera apearme, haber gritado que pusiera punto final… y luego habría estado allí de pie, ineludible, la furia y el derecho, el poder ante sus ojos, la mujer y el niño asustados y el borracho brutal, con mi sabiduría del modo de entregarlos a la policía, de hacerlo procesar como se merecía, de quitarle la pobre posesión sufriente a la que maltrataba. Estaba en condiciones de formular todo lo que eran a partir de la escena que presencié; sus vidas serían oficialmente recapituladas por mí, la mujer blanca… significado último de un día que habían vivido no sé cómo, un día con otros acontecimientos espantosos, violencia, desastres, urgencias, privaciones que les sobrevendrían y que eran el origen de lo que había ocurrido: el hombre castigando al burro. Podía haber puesto punto final a tanta miseria allí mismo. ¿Qué más puede hacer una? Esa clase de viejo, esa gente, campesinos que exigen de la única manera que saben hacerlo, en el «lugar» que no figura en el mapa, me habrían tenido miedo. Podría haberle puesto punto final sin correr ningún riesgo. Nadie habría cogido una piedra. Yo estaba a salvo del látigo. Podría haberme interpuesto entre ellos y el sufrimiento… el sufrimiento del burro.

En cuanto me plantara delante de ellos, otra vez se habría convertido en eso: el dolor del burro.

Seguí mi camino. No sé en qué momento tiene sentido, para mí, interceder. Todas las semanas la mujer que viene a limpiar mi piso y lavar mi ropa lleva una niña que juega a lustrar suelos y hacer la colada. Seguí mi camino porque el borracho era negro, pobre y estaba embrutecido. Si alguien ha de pedir cuentas que me las pidan a mí. Soy tan responsable de él como él del burro. No obstante el sufrimiento… mientras lo miraba aquella era la síntesis del sufrimiento para mí. No hice nada. Dejé que golpeara al burro. El hombre era negro. En consecuencia, una especie de vanidad valía más que el sentimiento; no soporté verme a mí misma -a ella, a Rosa Burger- como una de las blancas que se interesan más por los animales que por los seres humanos. Dado que soy libre, tengo la libertad de llegar a ser una de ellas.

Me fui sin despedirme de Marisa.

Alguien arrojó una piedra, sí. Tal vez uno de los chicos con un hermano o hermana bebé acarreado en la espalda, mientras gritaba voetsak a los perros, tiró una piedra que no me estaba destinada. Si alguien informó que había estado en una reunión pública con posibles implicaciones políticas, no sufrí las consecuencias. Nada ni nadie me impidieron usar el pasaporte. Después de lo del burro ni yo misma pude impedírmelo: no sé cómo vivir en el país de Lionel.

Conrad. No te lo dije antes. Nunca encontraron el yate. Quizás estuve hablando con un muerto: sólo para mis adentros.

Dos

Saber y no actuar es no saber

Wang Yang-Ming

El toldo de seda del mar matinal se inclinaba, sujeto a puertos donde las embarcaciones husmeaban hogareñas como animales en un pesebre; el antiguo fuerte de Vauban se agazapaba hacia las aguas; dos edificios en forma de S descollaban en escorzo a éste y al otro lado del ala, y volvían a elevarse. Montañas azul lavanda con un rostro de espuma caracoleado, secuela de la nieve del último invierno, bosquejaban un horizonte diagonal a través de las ventanillas semejantes a peceras. Prosaico, el avión se posó en la pista mientras las gaviotas (a través del cristal convexo bajo una artillería de gotitas) arrostraban resueltamente el mar.

Los pasajeros que se dispersaron desde el último peldaño de la escalerilla del avión iban deprisa, pero su andar parecía lento, las piernas no los llevaban, eran vistos a través de la irresolución horizontal de una lente telescópica. El último momento prolongado anterior a que alguien sea reconocido: una mujer dejó caer en su boca la gota de azúcar disuelta asentada en el fondo de un dedal de café exprés y permaneció de pie ante la cristalera. Sus ojos contenían a las figuras en movimiento, su expresión se convirtió en una ofrenda igual a un ramo de flores, la cabeza adelantada a una postura de tensa curiosidad.

Salió del bar y caminó a paso vivo hacia el reducido gentío reunido al otro lado de la barrera de las cabinas de control de pasaportes. Entre los elegantes homosexuales con cuerpos de veinte años y rostros idénticos a estatuas de cuyo original sólo se perpetuaban las cabezas, la rubia con los pezones llamativos a través de la camisa, el joven con un gato siamés sujeto con una cadena, las mujeres bien conservadas con collares de oro y pantalones de piel de tiburón acompañadas por maridos y caniches, los exigentes niños norteamericanos con el pelo dorado y húmedo, las abuelas vestidas de negro asistidas emocionalmente por las hijas, y los bebés llenos de volantes en brazos de padres jóvenes con chaqueta de piel, tenía que ser ella: pómulos redondeados, toques de azul brillante bajo las pestañas cuajadas, párpados arrugados y maquillados, cabellos tornasolados. La del cuello que ascendía con elegancia a pesar del pecho grande aunque era baja en medio de la acogedora multitud… robusta, y cuando se le veían las piernas tenía las duras pantorrillas abultadas y los tobillos descarnados de una ex bailarina.

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