Y en ningún momento las negras como la anciana que estaba cerca de mí -con su doek en el que llevaba prendidos con alfileres distintivos de la Iglesia de los Jueves, un recorte en el zapato izquierdo para aliviar las molestias de un juanete, una rebeca que olía a humo de carbón y una bolsa de la compra llena de paquetes de periódicos- escucharon a nadie; estaban allí y sólo ofrecían su presencia como reconocimiento a las oradoras, a las oyentes y al significado de la reunión. Era suficiente. Ignoraban por qué estaban allí, pero a medida que los fines opuestos y las inimaginables disgresiones aumentaban de tono con cada discurso a medias audible, incoherente o digno o incoscientemente divertido, quedó más clara cada locuaz divagación, cada torpe, patética o pomposa formulación de necesidades en una vida que ninguna de las blancas (cuidándose de no sonreír ante el inglés chapurreado) vivíamos o sabíamos cómo vivir, por mucho que Flora insista en la común posesión de vaginas, úteros y pechos, el alumbramiento de los hijos y un amor enormemente compulsivo por ellos… las calladas negras viejas vestidas como respetables sirvientas en su día de salida supieron, aunque estaban sentadas en el salón de Flora, que de ellas no se trataba la reunión. El aroma a cosméticos de la clase media blanca y de las señoras negras y los olores a humo de carbón y vaginales de las pobres negras viejas. Me moví en la silla dura y respiré hondo: al aspirar en el salón de Flora inhalé todas estas esencias.
Flora me tocó la mano al pasar mientras nos conducía a la sala donde estaba servido el té, pero no cayó en la tentación de presentarme a nadie y ni siquiera se dirigió a mí por mi nombre. Entre las negras había algunas que me conocían o a las que yo conocía por haber trabajado con mi madre en la época de la cooperativa. No me reconocieron, no reconocieron a la pequeña de Cathy Burger, ahora una mujer blanca. Entre las blancas sólo percibí reconocimiento en la mirada de la chica que había saltado para atacar a las componentes blancas de la reunión: una periodista free lance, mencionó Flora. Había hecho un montón de garabatos en una libreta. Tal vez fuese ella quien podía poner en evidencia mi presencia ante el BOSS; una joven atractiva con expresión irreverente, chaqueta de cuero negro, pulseras de marfil y pelo de elefante; si su discurso «provocativo» tenía la intención de estimular a otras a poner de relieve tendencias subversivas, no lo había logrado. Estaba comiendo bollos y bebiendo té como las demás, de la misma manera que otra gente contratada había disfrutado de sus boerewors entre los compañeros y amigos de mi padre junto a la piscina. Cuando las asistentes empezaron a marcharse se planteó el habitual problema de quién, entre las pocas negras que tenían coche, podía llevar a alguien. Hubo confusiones; algunas se habían ido sin el complemento de las pasajeras que habían traído. William tuvo que bajar y salir con el coche cargado en dirección a Soweto. Le pregunté a Flora si podía acercar a alguna. Paseó la mirada a su alrededor.
– ¿Adonde? -supongo que moví una mano o encogí los hombros-. Quizá si pudieras acercar a un par de mujeres hasta la entrada de las poblaciones o incluso sólo hasta una estación que les venga bien… si te queda de camino… -apoyó un brazo en el mío, seducida, y me habló al oído, como hablan los amantes-. Pero Rosa… no entres, no te dejes convencer por nadie de llevarla hasta su casa, te lo ruego, por favor, ¿me oyes…?
¿Adonde creía que iba que me quedara «de camino» a un distrito negro, ahora que tenía un pasaporte en el ropero? Premonitoria de lo que ignoraba, se preocupó, inquieta por la tentación que se me presentaba. De improviso parecía estar sola entre el círculo de mujeres sonrientes que le estrechaban la mano; me siguió con la mirada intensamente atenta, una mirada reservada sólo para mí.
Durante aquellos días, todo ese tiempo, muchos meses, desde que de repente había empezado a ir a Pretoria aunque no a la cárcel, hice cosas inconexas que no se basaban en la intención ni en la decisión. Cuando tres mujeres se acomodaron con todos sus avíos para que pudiera cerrar las dos puertas de mi viejo coche, pensaba dejarlas en algún sitio porque iba camino de la casa de Marisa. Hasta ahora la había evitado sin necesidad de que Brandt Vermeulen me recomendara precaución. Flora tenía razón. Iba a algún lado. No había hablado -no «me había manifestado»- en la reunión pero me sentía liberada, no sé cómo explicarlo, de la responsabilidad de mí misma, de mis actos, a la manera que imagino siente un jugador cuando intercambia el último contenido de su cartera, vaciando incluso el forro de sus bolsillos, por una pila de fichas y las empuja sobre el tapete verde. Lo único que se perderá es dinero; lo único que se perderá es un pasaporte. Cosas externas, que no tenían nada que ver, que no encajaban en ninguna categoría de lo que me ha ocurrido realmente en la vida. Marisa era la única de quien debería haber ido a despedirme, si no hubiera estado yendo a que me detuvieran. Ahora intento darle cierto orden de presente y futuro, de lógica; entonces no lo tenía ni lo necesitaba. Tú lo comprenderás, tú lo aprobarás: uno sabe mejor lo que está haciendo cuando no sabe de qué se trata.
Flora tenía razón, naturalmente. Una vieja mamá que había mentido confiadamente acerca del lugar donde vivía y se montó en el asiento, a mi lado, en el entendimiento de que su destino era el mismo que el de las demás, anunció cuando ellas se apearon en una parada de autobús que de nada le servía, pues necesitaba llegar a la estación Faraday, agregando que tampoco eso le venía bien pues tenía miedo de los tsotsis que viajan en los trenes los sábados. Absolutamente segura de que la dejaría en la puerta de su casa ahora que estaba en el coche, le pareció natural que yo lo hiciera.
No vivía en un distrito oficial sino en una de esas áreas indefinidas entre albergues para negros y poblachos mineros en las afueras de la ciudad. Pequeñas industrias han ocupado las tierras de minas de oro agotadas, las hondonadas son fosas para coches destrozados y piezas de maquinaria, los viejos pimenteros dan sombra a las tabernas, las prostitutas esperan a sus clientes en la arena de los vertederos. Allí aún había mulas de vendedores ambulantes atadas en circunferencias de pastoreo llenas de latas; una pequeña iglesia de hierro ondulado con las ventanas rotas, un melocotonero a medias macheteado para hacer leña; en chozas abandonadas que en otros tiempos habían pertenecido a mineros blancos y en patios levantados con cobertizos de materiales recogidos en las instalaciones mineras por las que había pasado la aplanadora, y en los armazones de ladrillo de tiendas concesionarias vivía esa gente, rodeada de todo lo que había sido condenado y abandonado por la ciudad blanca. Ese era el «lugar»; me aseguró que era suficiente con que la dejara en cualquier sitio del camino zigzagueante por el que conducía entre barrancos y cantos rodados de los senderos que unían ladrillos, latas y humos. Que Dios me bendiga: después de estas palabras se alejó con su impasible contoneo en el andar, a través de bicicletas y taxis autorizados cuyos conductores hicieron sonar la bocina a su paso. Tal vez no viviera realmente allí… parecía demasiado respetable para ese antro de venta de sexo y bebidas a los obreros de las fábricas y peones ferroviarios. Imposible saberlo; imposible imaginar para las mujeres blancas de Flora de dónde demonios vienen estas pulcras señoras negras que se reúnen en su casa. Con toda probabilidad la anciana pensó en aprovechar el coche y la conductora para ir a visitar a una amiga que vivía en un lugar apartado… ¿por qué no?
Estaba a kilómetros de la casa de Marisa, del sitio donde podía ir a casa de su primo Fats y enviar a alguien para que averiguara si podía escabullirme hasta su casa cruzando patios. Ni siquiera sabía cómo llegar al distrito sin volver a cruzar la ciudad. Había una mujer con una lata de carbones encendidos, vendiendo maíz asado; bajé del coche para acercarme y pedirle que me orientara. No lo sabía. Orlando podía haber estado en las antípodas. Las envolturas parecidas a papel, arrancadas de las mazorcas, componían un espeso felpudo a su alrededor; bajo las suelas de mis zapatos era como bajo mis pies descalzos cuando Tony, la otra Marie y yo hacíamos cabriolas con los chicos negros alrededor de la trilladora de la granja de tío Coen. Me encaminé hacia una pandilla de chicos y jóvenes negros, los pequeños danzaban y saltaban entre perros excitados para tocar una bicicleta con los manillares de carrera en forma de cuernos de carnero, un jovencito. montado en ella en medio de otros adolescentes que compartían un pitillo y un botellín de algo envuelto en papel marrón. Los llamé, pero se limitaron a silbar y a reír en un falsete lobuno. Me estaba acercando -sonriente, no, sed serios un momento, decidme- cuando oí un fuerte sonido metálico y vi caer una piedra que golpeó mi destartalado coche. Me alejé al volante mientras seguían riendo y chillando como si yo fuera una víctima digna de tormento. Seguí rodadas, lo bastante profundas como para evidenciar su uso, que parecían conducir más allá del veld hasta un camino sobre la cuesta, en la dirección acertada. El montículo de hierbas marchitas del medio crujía contra la panza del coche y de vez en cuado el cárter raspaba la dura tierra. La huella seguía y seguía. Me encontraba atrapada en el contrasistema de comunicaciones que no aparece en los mapas de carreteras y da acceso a «lugares» de los alrededores de la ciudad que no figuran en ningún plano. Me obstiné, segura de que la huella sería atravesada por una senda que conducía a algún punto de la carretera general; medio kilómetro a campo través había un cementerio, con los microbuses alquilados tan prominentes como edificios altos, y la masa de gente negra y paraguas negros semejantes a montones de alguna cosecha oscura, destacados en el descampado: la celebración de un funeral en sábado. Llegué a un combado camino de tierra sin letreros indicadores en el preciso instante en que uno de esos carros tirados por burros, que sobreviven en las rutas de comunicación entre estos lugares que no existen, se aproximaba por la huella en dirección contraria. Los reflejos me hicieron aminorar la marcha previendo que el carro podía aparecer más arriba sin calcular la velocidad de mi coche. Pero había algo extraño en la silueta formada por el burro, el carro y el conductor; todo se convulsionaba y sin embargo el carro no estaba más cerca. Al aproximarme, vi a una mujer y a un niño acurrucados bajo unos sacos, zarandeando la cabeza; a un conductor incorporado en el carro con las piernas precariamente extendidas debajo de sus harapientos pantalones. Súbitamente su cuerpo se arqueó hacia atrás, con un brazo levantado al cielo, y trastabilló como si le hubiesen disparado; en ese mismo instante el burro se dobló en un paroxismo que pareció atraer sus cuatro patas y la cabeza hacia el centro del cuerpo en una especie de nudo; después volvió a levantar las extremidades y la cabeza; una vez más el hombre se inclinó y arremetió violentamente, una vez más la bestia se encogió y volvió a alzarse en cuatro patas.