Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Su mirada recorrió la cola apiñada detrás de las cabinas de inmigración, descartando a algunas, pasando por encima una vez y retornando, singularizándola. Estaba observando la llegada de una chica cetrina, serena, fatigada. La chica tenía el pelo rizado -era morena-, dio un vistazo a la mandíbula, a la forma de la boca (eso era: la expresión de la mujer se profundizó), aunque de ojos claros y luminosos, no era la que buscaba.

Se habían visto. La compenetración entretejió una hebra por la que se atrajeron mutuamente mientras la chica esperaba su turno; casi en la cabina de inmigración, ahora en la cabina, ahora poniendo el pasaporte verde sobre el mostrador para que un funcionario lo cogiera por debajo del tabique de cristal, de repente inclinada para hundir la mano en la hinchada bolsa de bandolera (¿alguna dificultad?, ¿faltaba algún documento?… la mujer estiró el cuello, de puntillas). La cara con los ojos bajos de alguien que es vigilado. Una sonrisa lateral casi imperceptible a la mujer que observaba. (Ningún impedimento; sólo el habitual sobresalto del viajero que cree recordar algo demasiado tarde.) La chica estaba metiendo el pasaporte verde en un bolsillo de la parte exterior de la bolsa. Cerró con firmeza la cremallera. Siguió adelante, estaba dentro: admitida. En los pocos metros que las separaban, a través de la barrera, la vio de pies a cabeza, ahora libre de la multitud: una chica menuda con un cuerpo sexy no reconocido (la madre nunca había hecho caso de su propia belleza, la consideraba poco importante), cubierto por el inevitable conjunto de tejanos aunque nunca, ni en mil años, habría pasado por una de las jóvenes que se ven en los yates, en los hoteles y las villas con la misma vestimenta. Bonita. Pero no juvenil. El rostro de una chica que parece una mujer.

Las comisuras blandas pero los labios apretados, los ojos extrañamente luminosos fijos en la mujer con expresión de asombro, como si la chica dudara de su propia existencia en ese momento, en ese lugar.

Nunca se habían visto con anterioridad. Las gastadas alpargatas color lila de la mujer avanzaron resueltamente para darle la bienvenida. Ella abrió los brazos en un placaje amplio y sus labios se abrieron: sonriente, sonriente.

El avión en que embarcó Rosa Burger iba rumbo a Francia. El destino de su billete era París, pero después de dos noches en un pequeño hotel donde deshizo la maleta volvió a embarcar en la dirección de donde había llegado, el Sur, Niza. Allí la recibió, una hermosa mañana de mayo, Madame Bagnelli, que de muy joven había asistido al Sexto Congreso de Moscú, había sido o intentado ser bailarina y había estado casada con Lionel Burger. Tenía un hijo de él que vivía en Tanzania, al que no veía desde sus tiempos de estudiante; ahora llevaría a la hija de Burger a su casa, en una aldea medieval conservada para ganar dinero con los turistas, donde -había oído decir a la gente que la conoció en Sudáfrica- llevaba viviendo muchos años.

Habló todo el camino por encima del ruido del viejo Citroen en el que se había instalado como una gallina sentada. El coche daba una impresión de velocidad superior a su capacidad, debido a su estilo de conducción y a la vibración de ventanillas que se abrían como alerones. Había experimentado la terrible sensación de que no era el día que correspondía, de que debía haber ido ayer al aeropuerto… había revuelto toda la casa para verificar la fecha en la carta, guardada con tanto cuidado que no logró encontrarla. Por eso estaba tan excitada, aunque aliviada al verla…

– Me había dado el número de teléfono.

– Sí, pero temía que si llegabas y no me veías allí… volverías a marcharte. Estaba tan preocupada.

Cambiando de carril en carril junto a un paseo marítimo, ráfagas de conversaciones en otro idioma, escenas de vidas inimaginables en el espacio de una ventanilla y la pausa ante un semáforo, palmeras, olorcillos a turrón de almendras que contrarrestaban el del monóxido de carbono, adelfas rosadas, pescados relucientes en una tienda abierta a la calle, banderines ondeando alrededor de un mercado de coches usados, viejos con gorras con borlas agachados para coger una pelota, carteles pronunciados mudamente…

– Ah, eso… fuerte, chateau, la misma cosa, todos los castillos eran fortificaciones. Eso es Antibes. Iremos algún día… allí está el museo Picasso. Santo Cielo, ¿qué está haciendo ese tipo? Que I con, Dios mío, ga vapas la tete, éh? Estos chicos de las motocicletas atacan como avispas, son las doce, por eso el centro está hecho un infierno, todos corren a sus casas para almorzar… no te preocupes, llegaremos, sólo tengo que parar a comprar pan. ¿Tienes hambre? Espero que tengas mucho apetito. ¿Prefieres lechuga o berros? Decídelo tú. Nos queda de camino… no pienso tratarte como si fueras una visita.

Salió de la panadería y pasó una barra de pan a través de la ventanilla. Al llegar a la verdulería de al lado se volvió para sonreír a su pasajera. En el ínfimo papel de seda que lo envolvía, el pan crujió bajo la presión de la mano de Rosa Burger; lo olió como si fuera una flor; la mujer sonrió de oreja a oreja y por medio de gestos le indicó que podía darle un mordisco. Chicos en guardapolvo eran arrastrados por bruscas jóvenes o viejas en zapatillas, que obstruían la acera mientras comadreaban. En algunos balcones los hombres almorzaban en camiseta. Las mesas de afuera de un bar eran diminutas islas alrededor de las que se saludaba la gente con un beso en cada mejilla. Rosa Burger iba en el coche como una efigie a la que llevan en procesión. Fuera de la ciudad, más allá de los viveros de plantas y las fábricas de cemento, la claridad sobre las nuevas hojas de las vides encogidas como inválidos, olivos de copa gris sobrevivían entre las villas, el mar aparecía y desaparecía de curva en curva.

– Me lo dijeron por teléfono, un avión directo esta noche, de modo que pensé, Dios mío, tengo que… después me dije a mí misma: deja de liarte… Me alegro de que hayas llegado antes de que se acaben las peras y las manzanas… mira… allí, ¿sabes de quién es esa casa? Allí vivió Renoir.

Una frágil espuma teñida de verde hormigueó sobre árboles ahuecados como copas de vino. ¿Dónde, dónde? La chica contemplaba un día sin mojones. En cuanto algo era señalado quedaba atrás; para la conductora todo era tan conocido que veía lo que ya no era visible. El coche empezó a corcovear por una empinada cuesta de grava entre los discretos parques de bosques ribereños europeos, los costados del camino tapizados de flores cenicientas por el polvo. Como el mar, un castillo aparecía y desaparecía a cada curva.

– Pobrecillos, más latas que peces en nuestro río en estos tiempos, pero siguen intentándolo. En realidad, a veces ves a alguno con un par de pececillos…

De pronto surgió un castillo de libro infantil ilustrado en la cumbre de casas y muros grises y amarillo yema, elevándose desde los bloques de apartamentos que cubrían el valle como inmensos transatlánticos blancos atracados en mares distantes. Toldos pandeados; gente inclinada en actitud ensoñadora dejando pasar el coche a través de sus ojos, una imagen como la del espejo convexo instalado en el cruce sin visivilidad. Las persianas estaban cerradas: desconocidos imposibles de conocer al otro lado. Una mujer en un velocípedo con un chico al que le colgaban las piernas a través del enrejado del portaequipajes se puso a la altura del coche, saludó tambaleante y aceleró, adelantándolas.

– Es la que me limpia la casa. La conocerás el martes, vaya infierno con ese crío, de bebé se meó en mi cama. ¡Para no hablar de cuando empezó a gatear! Se metía en todas partes, mis papeles y mis libros siempre tenían migas de galletas… ¿Tú que opinas? De los niños, quiero decir. Supongo que soy abuela, pero hace tanto tiempo que no trato con… ¿Cuántos años tienes tú, Rosa? Anoche estaba pensando… ¿cuántos años puede tener esta chica? ¿Veintitrés? ¿No? ¿Cerca de los veinticinco? Siete… Dios mío.

55
{"b":"101558","o":1}