Las cárceles para mujeres que aguardan juicio y para las que están detenidas, no se encuentran entre las comodidades segregadas que el país se enorgullece en proporcionar. En la que se encontraron Rosa y Clare Terblanche también había mestizas, indias y africanas; las de diferente color y grado de pigmentación no ocupaban celdas contiguas ni correspondientes a los mismos retretes y cuartos de baño, ni se les permitía estar en el patio al mismo tiempo, pero la cárcel era tan vieja que las barreras físicas contra la comunicación interna estaban desvencijadas y la vigilancia de las carceleras -nocivas minifalderas devotas de la Jefa como si de la abadesa de una orden religiosa se tratara- no podía impedir que entre las distintas razas se intercambiaran mensajes o los pequeños y preciosos regalos de la economía carcelaria (cigarrillos, un melocotón, un tubo de crema para manos, una minúscula linterna eléctrica), o canciones. Muy temprano, la penetrante voz de contralto de Marisa anunciaba su presencia, no muy lejos, desde su confinamiento en solitario, a Rosa y Clare. Cantaba himnos religiosos, fluctuando entre el tono de «Sométeme» y canciones del CNA en xosa, estallando en ocasiones con estrofas de Miriam Makeba, sobre todo para apaciguar a las carceleras, para quienes era una reconocida cantante popular. Las voces de otras negras se unían en armonía en cualquier tema que cantara, siguiendo rápidamente los cambios de repertorio. Las negras que eran presas comunes y eternamente lustraban la roca granosa del claustro de la Jefa, alrededor del patio, recogían diminutos mensajes arrollados, caídos cuando permitían salir a Rosa y a Clare para vaciar sus cuencos o a hacer su colada, y por el mismo sistema las mujeres de la limpieza les entregaban mensajes. De inmediato Marisa se convirtió en la más habilidosa de la presas políticas y en la encarnación, la personificación, de una especie de autoridad de la que ni siquiera estaba protegida la Jefa: obtuvo permiso para que la acompañaran dos veces por semana a la celda de Rosa para realizar ejercicios terapéuticos a causa de una dolencia en la columna vertebral agravada por la vida sedentaria en prisión. Durante las sesiones escapaban risas a través de la gruesa malla romboidal y los barrotes de la celda de Rosa. Aunque las detenidas no estaban autorizadas a tener artículos para escribir con ningún propósito ajeno a las cartas que eran censuradas por el jefe de Carceleros Magnus Cloete antes de ser despachadas, Rosa solicitó materiales de dibujo. Su abogado le envió un cuaderno de dibujo de los que se usan en los parvularios y una caja de pasteles; ambos artículos pasaron el escrutinio. Las carceleras encontraban bate, baie mooi [en afrikaans: «muy, muy bonitos». (N. de la T.)]
(hablaban con ella en su lengua madre) los desmañados bodegones con que intentaba enseñarse a sí misma el que según había afirmado era su «hobby», y el ingenuo paisaje imaginario, no susceptible de despertar ninguna sospecha de que estuviera incorporando planos del trazado de la cárcel: representaba, en una serie de versiones, una aldea con un castillo en la cumbre de la montaña, una arboleda en primer plano, el mar detrás. La piedra de las casas parecía crearle dificultades: la intentó en rosas, grises, incluso naranjas amarronados. Había tenido más éxito con las alegres banderas de las almenas del castillo y las brillantes velas de pequeñas embarcaciones, aunque debido a algún fallo de perspectiva navegaban directamente hacia la torre. Aparentemente la luz emanaba por los cuatro costados: todos los objetos se veían soleados. Para navidad se permitió a las detenidas enviar tarjetas hechas a mano a un número razonable de parientes o amigos. Para el jefe de Carceleros Cloete la de Rosa era una escena trivial, pues podía encontrarse en cualquier estantería con tarjetas de felicitaciones: un grupo de cantores de villancicos en el que sólo los encantados destinatarios reconocerían, inconfundiblemente, pese a la ausencia de arte y técnica con que estaban dibujadas las figuras, a Marisa, Rosa, Clare y una india conocida de todos. A través de la postal también sabrían que esas mujeres estaban en contacto, aunque separadas del mundo exterior.
Theo Santorini no repitió, ni siquiera a los más íntimos de la familia de Rosa Burger durante muchos años, la firme posibilidad de que el Estado intentara establecer la connivencia de Rosa con Marisa en la conspiración para fomentar los objetivos del comunismo y/o del Congreso Nacional Africano. La acusarían de incitación, apoyo y complicidad en la rebelión de escolares y estudiantes.
Su discreción no impidió todo tipo de especulaciones. No está claro qué hizo Rosa durante las últimas dos semanas que pasó en Londres. Después de todo, se puso en contacto con exiliados de izquierdas. Estuvo en un mitin (los informadores tienden a mejorar la calidad de su información) en homenaje a líderes del Frelimo, donde su presencia se vio honrada por un discurso -pronunciado por uno de su antiguos compañeros íntimos- encomiando a su padre, Lionel Burger. Todo eso había sido vigilado y sin duda alguna aparecería en cualquier acusación. Aparentemente abandonó sin explicaciones su intención de exiliarse en Francia, donde el Movimiento Antiapartheid francés estaba dispuesto a protegerla bajo sus alas. No le dijo a nadie, absolutamente a nadie, cómo había ocupado su tiempo entre la reunión con los viejos camaradas en ese mitin o fiesta y su regreso. Es razonable suponer que hizo planes con otros, poniéndose al servicio de la última estrategia de lucha, que proseguirá hasta que el último preso salga de Robben Island y el último disidente cuerdo abandone un manicomio de Europa del Este. ¿Quién puede creer que los niños se rebelan por su propia voluntad? En su mayoría, los blancos postulan la teoría de que los agitadores (sin especificar), y las organizaciones prohibidas y clandestinas, adoptan la rebelión como parte de su propio impulso incrementado, si no como su inspiración directa. Los marineros vomitan con la carne podrida, los niños se niegan a ir a la escuela. Nadie sabe dónde comenzará el fin del sufrimiento.
Una mujer que llevaba cajas de fruta y flores esperaba con un grupo ante las puertas de la cárcel.
Había pulsado el timbre con más fuerza y durante más segundos de lo aparentemente necesario. Las pocas personas que esperaban afuera lo oyeron sonar débilmente en el interior. No obstante, hubo que esperar para obtener respuesta. Habló con ellas: una prostituta negra que llevaba dinero para la fianza en un monedero de plástico dorado y que movía un tumor de chicles de una mandíbula a la otra, dos mujeres que reñían soltándose susurrados tacos en zulú, una joven en compañía de una vieja que fumaba una pipa con una pequeña cadena adherida a la tapa. Se mostraban pacientes. La joven bailaba -mientras alguien tarareaba inaudiblemente- apoyada en los talones y los dedos de los pies calzados con zapatillas azules, rojas y negras. La mujer era blanca, conocía sus derechos, estaba habituada a considerar mezquina y ridícula la burocracia, no poderosa.
– ¿Están durmiendo? -la voz alta y penetrante de una señora rica-. ¿Cuánto tiempo lleváis aquí? No os deberíais quedar tan tranquilas… se supone que deben atendernos.
Las negras estaban acostumbradas a que los blancos hicieran caso omiso de ellas y sospechaban de cualquier presunción de causa común, excepto la prostituta joven, que conocía demasiado íntimamente a los blancos para dejarse impresionar por las mujeres que los habían parido. Hizo una mueca:
– Contestaron, pero dijeron que debíamos esperar.
– ¡Esperar! Ya hemos esperado bastante -la blanca apoyó el pulgar en el timbre y jugó a inclinar todo el peso de su cuerpo, sonriendo alegremente a las demás. Su pelo teñido, como los oscuros cristales de sus gafas de sol, contrastaban con su frente bordeada de blanco; una cincuentona con la enérgica franqueza de una chica encantadora. La mano que apretó el timbre lucía jades y marfiles.