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– Jamás lo habría pensado.

J. B. Marks, tu primera elección como padrino, murió en Moscú mientras estabas preso. Logré transmitírtelo. Ahora, una vez más, tengo la impresión de pasarte fragmentos de noticias como hacía a través de la rejilla de alambre. No veré a Ivy; ha desaparecido, cumpliendo órdenes, antes del juicio de Greer. Si se hubiera quedado la habrían encausado nuevamente; en la acusación la mencionaron como co-conspiradora in absentia. El fiscal aseguró que fue ella quien reclutó a Orde; Theo alegó que el sentido de agravio de su cliente por la injusticia, unido a la experiencia de un periodista político en este país donde los intentos de cambios constitucionales son constantemente derrotados, lo llevó a las manos de personas que entendían su agravio.

Y así, por fin, tú. Es a ti…

El aire está denso de verano, entretejido de vida, pájaros, libélulas, mariposas, formas oscilantes de cocuyos que son moscas enanas viajeras. Después de las lluvias abundantes, los edificios de hormigón tienen bajo el sol un rubor matinal que a mis ojos los vuelve orgánicos. La carretera atraviesa la plaza John Vorster al nivel del quinto piso y en las ventanas de las salas con el mobiliario básico desde donde han saltado algunos, veo mientras conduzco margaritas en tiestos sobre los alféizares. A tu lucidez no se le escapaba nada, en la celda ni alrededor de la piscina. Una lucidez sublime. Tengo una ligera idea de ello. No pienses que estoy melancólica… deprimida. La felicidad no es moral ni productiva, ¿no? Sé que es posible ser feliz mientras (supongo que así fue) se hace daño a alguien. De ello se desprende naturalmente que es posible sentirse muy vivo cuando flotan en el aire cosas terribles: miedo y dolor y amenazadora valentía.

He ido a ver a los Nel. Se pusieron contentos al verme. Siempre había sido bien recibida. Hay una «Holiday Inn» donde ahora van casi todos los viajantes. Pero la venta de bebidas alcohólicas no se ha visto afectada. La federación de Mujeres celebra su reunión anual en una sala privada de la «Holiday Inn», me ha contado tía Velma (distraída por un momento de su problema), aunque es un establecimiento autorizado para despachar bebidas alcohólicas. Y el jefe de la «patria» cercana va a almorzar en el restaurante con los asesores blancos de minería, que estudian la posibilidad de que haya estaño y cromo en su «país».

Los Nel están perplejos. Yo no sabía que podía ser un estado de ánimo tan aplastante. Están sobre todo… desconcertados. Estaban tan orgullosos de ella, que ocupaba un puesto cuasigubernamental, que hablaba un idioma extranjero; el cerebro de tu rama de la familia, pero puesto al servicio de su país en la promoción de nuestros productos agrícolas. Tan orgullosos de Marie, de su vida sofisticada… todo el tiempo imaginando París como los Champs-Elysées de las reproducciones que suelen venderse a los hoteles rurales.

En la granja pedí que me pusieran en una de las glorietas y no en la finca principal. No argumentaron que estaba ofendiendo su hospitalidad; cuando la gente tiene problemas, de alguna forma se vuelve más comprensiva acerca de las necesidades o de los caprichos, ¿verdad? Andando de noche después de las lluvias, la finca, los cobertizos se desvían de mi vista en una neblina que se puede lamer con los labios. El vino todavía no está servido en la mesa pero el tío Coen nos hizo beber coñac. Me movía insegura pisando la hierba empapada, choqué contra el aljibe, creía que sólo tenía las piernas afectadas, pero supongo que también lo estaba mi cabeza. Apoyé la oreja en el costado de la pared de piedra del granero, en cuya cavidad anidan las abejas, y las oí hormiguear. Capa tras capa de noche las ocultaban. Caminé alrededor, no a través, de las sombras de muros y cobertizos, y sobre los capós de coches aparcados unas luces tendían sábanas de oscuridad y brillo. Como parpadeantes pestañas a mi alrededor: calor, humedad e insectos. Pisé estrellas en los charcos. Es tan fácil sentirse próxima a la tierra, ¿verdad? No es extraño que se hagan todo tipo de sospechosas demandas populares sobre esa base. Los fuertes reflectores que los granjeros de las inmediaciones han colocado en lo más alto de sus fincas aparecen a través de los negros árboles. Unos focos avanzan por el nuevo camino; las tierras de labrantío se funden con la aldea. Pero ésta está demasiado lejos para oír un grito de socorro. Si surgen ahora desde atrás de los grandes y añosos árboles de jeringuilla -en cuyas ramas quedaban los lazos de alambre de los juegos de los chicos y donde cuelga el ángulo de hierro que sonará a las seis de la mañana para marcar el inicio de la jornada-, si saltan sin hacer ruido y me ponen en la espalda una ametralladora rusa o cubana, o sencillamente cogen (¿ha llegado la hora?) una guadaña o incluso una azada… sería una solución. No está mal. Pero no me ocurriría, no te preocupes. Me acosté en la glorieta y dormí como lo hacía de niña, apartando de una patada las gruesas mantas rosadas, con una almohada apelmazada bajo el cuello. Cualquiera podría haber entrado y haberme contemplado: no me habría movido.

Quizás un día alguna calle lleve esa fecha por nombre. Mucha gente fue detenida, arrestada o proscrita el 19 de octubre de 1977; muchas organizaciones y el único periódico negro de ámbito nacional fueron prohibidos. La mayoría de las personas eran negras: africanos, indios, mestizos. La mayoría pertenecía a organizaciones de la Conciencia Negra: Convención del Pueblo Negro, Organización de Estudiantes Sudafricanos, Consejo Representativo de Estudiantes de Soweto, Movimiento Estudiantil Sudafricano, Asociación de Padres Negros y otras, menos conocidas, de las que los blancos nunca habían oído hablar. Algunos pertenecían a las organizaciones clandestinas de los anteriores movimientos de liberación, prohibidos tiempo atrás. Y otros pertenecían a ambas. Todos -organizaciones, individuos, el periódico- parecieron recientemente motivados, después de más de un año, por la rebelión de escolares y estudiantes sobre la cuestión de la educación inferior para los negros. Cientos de maestros habían aceptado la autoridad del boicot escolar y renunciado a su cargo a modo de apoyo. La persuasión, el soborno y la fuerza de la amenaza por parte del gobierno no tuvieron éxito con los jóvenes y mayores de quienes era mentor; el gobierno, por su parte, se negó a abolir el sistema de educación segregada para los negros. De cualquier manera que se evaluara la situación, la explicación seguía simplista. La mayoría de niños de Soweto no había vuelto a la escuela después de junio de 1976.

El 19 de octubre de 1977 y las semanas siguientes fueron detenidos, proscritos o sometidos a arresto domiciliario unos pocos blancos. Entre ellos se encontraba la hija de Burger. Se la llevaron tres policías que la estaban esperando en su piso a la vuelta del trabajo, una tarde de noviembre. El de más alto rango era el capitán Van Jaarseveld, quien para hacerla sentir cómoda con él durante el interrogatorio en una de las salas con dos sillas y una mesa, le recordó que había conocido bien a su padre.

No presentaron cargos contra ella. Como tantos miles de personas detenidas bajo custodia a todo lo largo del país, podían retenerla semanas, meses o años antes de soltarla. Pero su abogado, Theo Santorini, tenía motivos para creer -por cierto, un fiscal se lo había dicho en un momento de indiscreción profesional durante uno de sus frecuentes encuentros en los descansos para tomar el té o almorzar- que el Estado esperaba reunir evidencias para presentarla ante el tribunal en un importante logro de Segundad: un sonado juicio, por fin, a la mujer de Kgosana. Esa, había dicho; Santorini esbozó su regordeta sonrisa de querubín. Esa era la importante. Durante muchos años se había visto empeñado con el mismo fiscal en una batalla de legalidades mediante la cual había logrado que Marisa Kgosana saliera absuelta una y otra vez. El gobierno -probablemente más aún la policía, porque, se quejaban a su abogado, «les ponía las cosas difíciles», no cooperando ni siquiera con el largo de una de sus uñas rojas cuando ellos sólo estaban cumpliendo con su obligación-, el ministro de Justicia, quería quitarla de en medio, confinarla, condenarla durante un largo período. El fiscal, en lo que a la señora Kgosana se refería, hizo una sugerencia por su propio bien, objetivamente, bajo la forma de una advertencia a Santorini. A su defendida no le convenía correr el riesgo de ventilar, en respuesta a alegatos que se hacían ante la Comisión Investigadora de los disturbios de Soweto y que entonces estaba en sesión, ninguna línea de defensa que pudiera resultar útil a la acusación en el caso de que en el futuro se plantearan acusaciones contra ella. Más le valía no hacer presiones para «presentarla»… porque también Marisa estaba detenida.

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