– ¿Qué le han hecho?
Luego gimió y balanceó la cabeza y echó con fiereza a los demás. Parecieron a punto de empezar sus aullidos penetrantes y vibrantes, pero con alguno de sus sentidos me observaba y formulamos el convenio tácito de que no caería al suelo presa de la histeria. Le acaricié la cabeza que al tacto era un colchón cubierto de bultos, su elástico pelo africano dividido en pequeñísimas trenzas debajo del doek [pañuelo que suelen usar las mujeres negras, en general de colores, confeccionados por ellas mismas. (N. de la T.)] (con frecuencia la había visto hacerlas, de niña). Me acunó.
– Dios estará con él en ese lugar. Todo el tiempo, todo el tiempo. Hasta que vuelva a casa.
Así intercedía por nosotros, también, mediando en nuestro rechazo de la fe hacia una forma aceptable para los blancos ricos que pasan por alto, simplemente, las visitas a la iglesia. No sé qué respondí; nosotros también teníamos nuestra forma de enmendar sin ofender.
– Piensa en él, Lily. Piensa en él a menudo y no se sentirá solo -o algo parecido.
Abrazadas, las dos solas, fuimos lentamente hasta la gran cocina donde ella había preparado tantas comidas para mi padre, para su familia. El despertador que se llevaba a su cuarto todas las noches estaba en el alféizar de la ventana de encima de la pila, marcando los segundos del fin del primer día… de por vida significa de por vida. Por último, me dijo que se habían terminado los huevos y que no había pan para el desayuno de mañana. Volví a salir aquel día; fui en el coche hasta la verdulería portuguesa, camino abajo. El lado oeste de la cuesta, donde estaban las tiendas, conservaba el calor del sol vespertino, volviendo llamativas las rayas y las manchas del parabrisas. Algunos niños blancos descalzos que ya se habían puesto sus pijamas cortos de algodón estaban comprando leche y cigarrillos y el regalo de un chicle o un helado de cucurucho para llevar a los pisos de arriba. Yo estaba entre mujeres jóvenes de mi edad, algunas con hijos colgando de la cadera o de la mano, con las espaldas y el declive de los pechos manchados de un rosa parduzco profundo después de una tarde en sus piscinas, entre hombres negros en mono de trabajo, que bebían en silencio y de pie botellas de coca o naranjada, entre autoritarias blancas de mediana edad que lucían el yelmo de los cabellos recién teñidos mientras elegían frutas y lechuga y limones siguiendo el plan de la cena que darían esa noche. Henriques sabía que comprábamos huevos pardos, extragrandes. Probablemente mi madre había iniciado la costumbre; sea como fuere, Lily siempre insistía en que comprara esos huevos. Henriques tenía una sonrisa para todos, como si habiendo escapado al servicio de un pobre en el ejército colonial portugués de Madeira no tuviera ningún derecho a estar fatigado o irritado. No se atrevía a coquetear con chicas sudafricanas educadas, como yo, pero expresaba una tímida preferencia o deseo regalando un melocotón o una manzana perfecta cuyo precio pasaba por alto.
– Hoy tenemos malasuerte -unía las palabras al pronunciarlas-. Los pardos llegarán mañana, no sé si quiere esperar.
En la puerta de la tienda de bebidas de al lado, las negras desamparadas que siempre estaban allí, no profesionales pero sí dispuestas a negociar el uso de sus poco firmes cuerpos en el callejón a cambio de un trago, regateaban con atontados trabajadores negros de la construcción. Los hombres entraban y salían de la sección de la tienda donde servían a los negros, trayendo cervezas en envases de cartón y botellines de brandy cuya envoltura de papel de estraza quitaban apenas lo suficiente para desenroscar el tapón de la botella antes de pasarla de boca en boca. Las mujeres ebrias y pendencieras compartían de la misma forma un cigarrillo entre regateo y regateo. Una de ellas se tambaleó y tropezó: su blusa parecía una salchicha gris reventada y llevaba una manta atada a la cintura en lugar de una falda. Se agarró a mí:
– Disculpe, señorita, disculpe.
Pero los huevos no estaban rotos. Los sentí entrechocar suavemente como pelotas de ping-pong en la bolsa de papel.
Así fueron las cosas, Conrad. Esa noche fuiste a la casa de mi padre para ver cómo era pertenecer a una familia en la que el padre podía correr el riesgo de que lo encarcelaran para toda la vida, cosa que ocurrió. No te reprocho la curiosidad, la fascinación que todo eso tenía para ti. Yo no estaba; me encontraba con los Santorini y otros que habían formado parte de la vida de mi padre. Lily estaba en vela para un velatorio -necesitaba de algún tipo de ceremonia para hacer la transición a la vida cotidiana ahora que mi padre estaría entre rejas de por vida- y te impresionó que no te dejara ir sin invitarte a un vaso de zumo de naranja fresco. Me lo comentaste después. Estabas pensando que era otro ejemplo interesante del «gracioso nivel de vida» de la casa de mi padre: jarras de zumo de naranjas recién exprimidas siempre a mano. Ignorabas que era el que yo no había bebido.
En casa de Theo tomamos Dáo, el vino favorito de Lionel. Eran las botellas que quedaban de una caja que mi padre le había regalado a Theo para su cumpleaños (en ese entonces Lionel ya era un prisionero a la espera de juicio, me pidió que las encargara y se las enviara). Todos los presentes se mostraban vehementemente orgullosos de Lionel. Sí, ése era el estado de ánimo reinante. Marisa Kgosana, cuyo marido llevaba dos años en Robben Island, apareció a las diez con su habitual séquito de admiradores robustos y silenciosos; agitando sus bellos pechos, saludó con un arrollador gesto de las manos, tan engalanadas de su propia negrura como de sus sortijas y sus uñas pintadas de rojo.
– Rosa, ¿de por vida con respecto a quién? ¿La vida de ellos o la de él?
Mi padre está muerto y su marido sigue en Robben Island. Ella ha sido proscrita durante años. Tiene muchos amantes y probablemente lo ha olvidado como marido, no es la Penélope sobre la que escriben los fieles cuando encuentran una prensa comprensiva. El tampoco debe esperar que lo sea, porque su estilo, como el de mi padre, consistía en seguir viviendo como pudieras. Y si él no sobrevive a sus carceleros, los hijos suyos y de Marisa los sobrevivirán.
Theo me pone delante solicitudes para un curso por correspondencia en la universidad a distancia.
– Será mejor que te des prisa con esto. Lionel dice que la matrícula de presos para este año se cerrará la semana que viene -y a los demás, adoptando la negligente arrogancia ligeramente altanera con que expresó la asociación con mi padre durante el juicio-: Dios sabe dónde lo averiguó. Pero lo hizo, esta última semana. Cuando tenía el fallo encima. Y fue lo primero que dijo esta tarde, después que pronunciaran la sentencia. ¿Me oyes, Rosa? No olvides mi curso. Antropología, y si no es posible, el de psicología industrial.
– ¿Imparten estos cursos?
– Si Lionel lo dice, así será. Rosa tendrá estos papeles enseguida… mañana por la mañana mi niña…
Lionel estaba pasando su primera noche sin los privilegios de un preso a la espera de juicio. Creo que fue eso lo que pensé. Se habían llevado su ropa. Había iniciado un encarcelamiento que sólo podía concluir con la conclusión de su vida o el final del régimen, no del gobierno del momento, sino de cualquier otro que lo sucediera. Había una demostración de valentía y sentimientos en la sala llena de gente, en casa de Theo, gente que se comportaba como Lionel Burger habría esperado que lo hicieran, como él mismo habría hecho en la situación de ellos. Así se veían a sí mismos. Las emociones fuertes -¿la fe?- tienen distintas maneras de manifestarse entre las diferentes disciplinas en las que la gente ordena su conducta. Eso despertaba tu curiosidad… eso era lo que te maravillaba. Eso fue lo que te llevó a la casa vacía de Lionel Burger. No puedo decirte nada más porque ahora comprendo que yo misma no sé nada más.