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A veces él no estaba dormido aunque aparentaba estarlo.

– ¿Qué era esa canción?

– ¿Canción? -agachada en el suelo, limpiando trozos de corteza y hojas rotas.

– Estabas cantando.

– ¿Qué? ¿De veras? -había llenado un tiesto abollado, de Benarés, con ramas de nísperos del Japón.

– Por la alegría de vivir.

Ella lo miró para ver si le estaba tomando el pelo:

– No me di cuenta.

– Pero nunca lo dudaste un solo instante.

Ella no le mostró el perfil de intimidad que él estaba acostumbrado a ver.

– Supongamos que no.

– Enfermedad, ahogo, arresto, cárceles -abrió sus ojos almendrados y vidriosos desde una ostentosa vulnerabilidad indolente-. Daba igual.

– Nunca lo he pensado. No. En última instancia, daba igual -una risilla embarazosa, casi forzada-. No éramos la única gente viva -se sentó en el suelo con los pies debajo del cuerpo, los muslos inclinados hacia las rodillas, las manos sujetas entre las piernas.

– Yo soy la única persona viva.

Podría haberlo desviado de este terreno con el tipo de comentario que surge fácilmente: Qué discretamente te deshaces de los demás.

Pero él poseía un dominio del timón que resistía las desviaciones.

– Una familia feliz. Tu hogar era feliz. Estuvieron los juicios de Moscú y estuvo Stalin antes de que tú y yo naciéramos; la sublevación de Berlín Oriental y luego Checoslovaquia, allá hubieran cárceles y refugios llenos de gente como tu padre aquí. Los comunistas son los últimos optimistas.

– Mi hermano, mi madre… ¿qué tiene que ver esto con la política? Son cosas que le ocurren a cualquiera.

El se paseaba inquieto, con los brazos cruzados, las manos palpando clínicamente sus músculos pectorales.

– Eso es. A cualquiera… Pueden afectar a cualquiera. Y significan todo… Finalmente a nadie le importa un comino quién está preso ni qué guerra se está librando, mientras ocurra lejos, pero los Lionel Burger de este mundo… las angustias personales y las políticas son idénticas para vosotros. Sobrevivís a todas. Al mismo nivel. Y ocurra lo que ocurra, al margen de lo que ocurra…

Ella esperaba, apartada de él, frotándose con la mandíbula el hombro encorvado en obstinada escucha.

Conrad empezó a hablar y se interrumpió, insatisfecho. Por último se decidió, con una extraña expresión de esfuerzo en su boca bordeada de vello, como si tragara algo, tanto de las angustias como de su propia extrañeza.

– ¡Por Cristo! Tú. Canturreando entre dientes. Recogiendo flores.

Ella sacó las manos de entre los muslos y se miró las palmas, una parte tan responsable y poco conocida de sí misma, como si hubieran actuado ajenas a su propia voluntad. Las palabras salieron de su boca de la misma manera.

– Nada más que una supervivencia animal, tal vez.

De vez en cuando él desaparecía; una vez trajo de Swazilandia un cuenco de madera y una talla naive. El cuenco albergaba al gato dormido o la masa del pan que ponía a levar, el pájaro rojo y negro siempre instalado donde él pudiera verlo al despertar por la mañana. Cuando se vendió el cochazo de Lionel Burger sólo quedó el Volkswagen de Rosa y él se arrogó su uso, e iba a buscarla al hospital, esperándola sin emplear jamás un saludo verbal. A veces, sin haberlo hablado, pasaban las noches en el cine o, paseando por los terrenos que rodeaban la cabaña de latón, seguían andando kilómetros enteros a través de los suburbios.

Una noche de esas pasaron junto a la casa de su padre. Al acercarse como una transeúnte cualquiera, aminoró el paso. El ritmo de su compañero se acompasó al de ella. El vio que las luces de las habitaciones de arriba estaban encendidas, pero sólo ella sabía que las filigranas de luz detrás de las oscuras ventanas del salón llegaban desde una ventana del pasillo en el que debían de haber dejado entornada una puerta. Sólo ella, con el oído acostumbrado a distinguir su tono de cualquier otro sonido, oyó que a través del jardín, más allá de los muros, sonaba el teléfono de arriba en su lugar, la habitación de su madre.

En la calle él estaba tan cómodo como los niños o los negros. Un puño golpeó el tronco del árbol callejero bajo el que permanecían, una especie de caricia por su solidez.

– ¿Cuántos años teníamos tú y yo cuando ocurrió lo de Sharpeville?

Nadie atendió el teléfono que seguía sonando, que todavía sonaba, ni su madre, ni Lily que recorría el piso de arriba con zapatos con la parte de atrás inclinada debido a sus tobillos gruesos, ni el viejo Kowalski agradecido, Lionel, ella misma.

– Doce. Más o menos.

– Doce. ¿Lo recuerdas?

– Claro que lo recuerdo.

– Yo sólo sé lo que he leído, eso es todo.

Las manchas movedizas de las sombras de las hojas sobre sus cuerpos y rostros hicieron del aire algo visto en lugar de sentido, como si en vez de sentir su habitación alrededor, viera su propio esqueleto.

– Supongo que en esa casa había crispación -en el claroscuro cada uno de ellos era una criatura camuflada por la vegetación suburbana-. Tu expresión favorita.

– Lionel descubrió que les habían disparado por la espalda. Le pregunté a mi madre y ella me lo explicó… pero yo no entendía qué quería decir, cuál era la diferencia si te mataban por la espalda o de frente. Alguien que conocíamos muy bien, Sipho Mokoena, estaba allí cuando ocurrió y vino a vernos directamente, llamaron a mi padre a su consultorio. Sipho no estaba herido, la pernera de su pantalón había sido rasgada por una bala. Yo imaginaba (¿por las películas de cowboys?) que una bala te atravesaba y tenían que quedar dos orificios… exactamente iguales… pero cuando oí que mi padre le hacía tantas preguntas entendí que lo que importaba era que pudieras ver de qué lado y desde qué nivel partía un proyectil. Lionel sabía cómo ponerse en contacto con gente que trabajaba en el hospital al que habían llevado los heridos… a la prensa no se le permitió acercarse. Desperté muy tarde en medio de la noche, debían de ser las tres de la madrugada cuando volvió y todos estaban con mi madre en el comedor, recuerdo que los platos seguían sobre la mesa: ella había cocinado para todos. Nadie se acostó. Allí estaban los líderes del Congreso Nacional Africano, y los abogados, Giffbrd Williams y alguien más… era urgente salir a conseguir declaraciones juradas de los testigos con el fin de que si había una investigación saliera a la luz lo que realmente había ocurrido, para que no hubiera un encubrimiento estatal… gente del Congreso Panafricano. Tsolo y sus hombres eran los que de hecho habían organizado esa protesta específica contra los pases en la comisaría de Sharpeville, pero aquello no importaba, lo ocurrido había sobrepasado con mucho la rivalidad política. Cuando volví a levantarme para ir a la escuela Lionel ya estaba encerrado con otra gente, no había dormido un minuto en toda la noche. Lily me dio una bandeja con café para que se la llevara, y noté que se habían olvidado de apagar las luces a pesar de que ya era de día. El tipo de cosas que se graban en tu mente cuando eres un niño. Tony y yo seguíamos pidiéndole a Sipho que nos mostrara dónde se habían roto sus pantalones. Sipho dijo que cuando la policía estaba cargando los cadáveres en camionetas tuvo que pedirles que se llevaran también los sesos… los sesos de un hombre con la cabeza aplastada y desparramada, que dejaron en el camino. Mi madre se puso nerviosa y se llevó a Tony del comedor. El chillaba y pataleaba, no quería irse. Pero yo oí que Sipho decía que habían enviado a un policía negro a recoger los sesos con una pala.

– Unos negros muertos por la espalda. Es algo que modificó para ti la visión de todas las cosas, allí -señalando la casa-, a la manera en que un fogonazo atraviesa una habitación en la oscuridad. ¿Se supone que debo creerlo?

– Pero a los doce años tienes que haber tenido conciencia…

– Para mí no podían existir los acontecimientos políticos a esa edad. ¿Qué es una matanza comparada con el hecho de haber descubierto por mí mismo que mi madre tenía otro hombre? Si en una conspiración tu padre hubiese logrado incitar a toda la población negra a que hiciera la revolución, yo no habría sabido qué era lo que me golpeaba.

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