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– ¿Qué hiciste?

– ¿Qué hace Edipo con dos rivales? Me la tiraba en mis ensueños, en la escuela, y cuando servía la cena miraba fijamente su vestido en el punto donde se separan las piernas… ¿Atroz? -percibió en su voz la mímica del rostro impresionado que él imaginaba tenía ella en la oscuridad-. Estaba loco por ella; claro que podía estarlo cuando ya había allí otro que no era mi padre. Estaba enamorado y en tal caso nadie piensa en nada más.

Dos negros con una mujer balanceándose entre ambos, pasaron charlando explosivamente, sirvientes cómodos en la órbita de domesticidad vecinal de sus amos blancos. No vieron o no reconocieron a Rosa.

– ¿Tu madre… la que vive en Knysna?

– Mi madre. La misma. No es vieja ahora sino otra cosa… de edad intermedia. Vieja en las raíces; cuando el pelo le crece canoso un centímetro, se lo vuelve a teñir. Nunca más vieja de un centímetro. Tiene mejor figura que tú con pantalones. Vive con mi hermana, ese personaje enteramente domesticado que ha parido cinco hijos. Ningún hombre excepto el gordito semental de mi hermana. Dirigen una escuela de cerámica, las dos mujeres. Siempre está inclinada sobre el horno o sobre un nieto que necesita que le suenen las narices. La misma: supongo que es la misma.

El teléfono había dejado de sonar en la casa. Rosa lo supo por la ausencia de distracción en sus oídos. Alguien que ahora vivía allí debía de haber atendido.

– ¿Tienes una cerilla? -ella no fumaba.

El se detuvo un segundo y sacó un mechero con el pulgar listo para encenderlo. Como si alguien lo guiara, hizo pasar la débil llama por la placa cuyas dimensiones no cubrían exactamente el cuadrado blancuzco de la entrada de ladrillos: el perfil esmaltado de un perro feroz como emblema indicador de la instalación de un sistema de alarma contra robos.

– ¿Qué ocurrió entonces?

– No ocurrió nada… no a la manera en que siempre estaban ocurriendo cosas en esa casa -se alejaron, bajo los árboles-. Algunos lo sabíamos y otros no, supongo. Creo que la chica que trabajaba en mi casa lo sabía y eso le daba alguna autoridad sobre mi madre, la señorita blanca le tenía miedo a alguien… me pareció notarlo en la forma en que mi madre la trataba, siempre halagándola. Uno aprende lo que es el poder a partir de cosas como ésta. Pobre mamá. No pensé más en su cuerpo porque me fascinaron las cargas eléctricas de la casa.

Las farolas los perdían y los encontraban a intervalos regulares, la calle cedió el lugar a otra.

– En uno de esos equipos para chicos que me regalaron para navidad o para mi cumpleaños… no, me parece que entonces estudiaba física en la escuela… aprendí con cuánta rapidez pasan por tu cuerpo doscientos veinte voltios. Apenas el contacto de un segundo, no tienes que agarrarte ni tironear. No es como clavar un cuchillo ni tan definido como apretar el gatillo. Sólo un toque. Yo solía fijar la vista en esa cosa de baquelita marrón durante minutos enteros: todo lo que tienes que hacer es encender y meter los dedos en los agujeros. Un miedo terrible, una tentación terrible.

Sus voces sólo se elevaban y bajaban cuando estaban en la cabaña. Unos pasos más allá, en el terreno, dominaban las cigarras, que los borraban como hacía la oscuridad con sus cuerpos entre una farola y otra; a ciertas horas del día el tráfico de las autopistas por las que estaban prácticamente rodeados aislaban las palabras como quedan aislados los gritos de los pájaros donde la marea rodea un promontorio.

– ¿Nunca te imaginaste matando algo sólo porque era pequeño y débil? Ya sabes cómo se obsesiona uno con la posibilidad de la muerte cuando es adolescente. ¿Un conejo que te tenía miedo? ¿Un bebé que admiraste en su cochecillo? ¿Cómo sería… sería fácil herirlo como forma de castigo por su impotencia? Rosa, ¿no has notado nunca la mirada de un chico contemplando al bebé? Una cabecita que podrías imaginar aplastada aunque nunca hayas sido capaz de hacerle daño a nada ni a nadie. ¿Qué hacías con estos sentimientos cuando eras una cría?

En una ocasión reaccionó, casi furiosa.

– Conrad, no me creerás porque es lo mismo que decirle a alguien que nunca te masturbaste. Creo que jamás los he experimentado.

– El día en que alguien dijo por primera vez: mira, ésa es Rosa Burger… Tengo la impresión de que has crecido sólo a través de otra gente. Te decían lo que era apropiado sentir y hacer. ¿Cómo empezaste a conocerte a ti misma? Haces las cosas como es debido… lo que se espera de ti. Aquello en lo que has llegado a confiar.

Ella había adoptado una postura muy erguida, al mismo tiempo resistente y sin embargo atenta hasta la tensión. No necesitaba mirarlo.

– No sé de qué otro modo decirlo. Racionalidad, extroversión… Quiero despejar los términos porque a eso estoy llegando: sólo palabras; la vida no está allí. La tensión que posibilita la vida se crea en otro sitio, de otra manera.

A veces ella le devolvía la pelota, insultando a la manera de una persona a quien no podía llegar alguien como él.

– En el I Ching.

– Esa basura -la chica con la que se acostaba siempre cargaba con el libro como si fuera su breviario.

– Según Jung, entonces -un libro junto a la cama.

– ¡Descuida, allí también hay algo para ti! Una vez, de niño, Jung imaginó a Dios sentado en las nubes, cagando sobre el mundo. Su padre era pastor… Cometes la gran blasfemia contra toda doctrina y empiezas a vivir…

– ¿De qué tensión hablas? ¿Por qué tensiones?

– La tensión entre la creación y la destrucción en ti misma.

Rosa, los labios apretados, la respiración profunda, la mirada de alguien que lucha contra la ira, el desaliento o el desprecio.

– Desvariando entre tus fantasías y obsesiones.

– Sí, fantasías, obsesiones. Son mías. Son la forma en que se me plantea la cuestión de mi propia existencia. De ellas derivan las maravillas -con ese gesto heredado de algún antepasado que aporreaba biblias apoyó la palma de su mano, dura, en los poemas de Borges que ella había estado leyendo-, las verdaderas razones por las que no matarás y por las que, tal vez, puedes seguir viviendo. Saint-Simón y Fourier y Marx y Lenin y Luxemburg, de quien eres tocaya… no puedes extraerlas de ellos.

Cuando él (que no tenía conversación con otros) empezó a hablar ella perdió la concentración en aquello en lo que estaba ocupada, manteniéndose quieta y callada como si quisiera atraer algo que pudiera aproximársele. Sus manos rezaban el rosario de un gesto repetitivo. Los pies y las pantorrillas se entumecieron debajo del peso de su cuerpo pero no se levantó del suelo, en la permanencia de una sensación que retiene la lucidez.

– Quería matarme, naturalmente. Creía que debía matarme por haber follado a mi madre. Esto es claro y fácil de entender tanto para ti como para mí. No hay ninguna diferencia, cuando se llega a la culpa, entre lo que has hecho y lo que has imaginado. Pero yo no tenía la menor idea… no sabía que existiera esta relación.

– Pobre diablillo.

– No, no, no. Rosa, te estoy diciendo la verdad acerca de lo que importa. Esta sólo era una de las maneras en que alcanzaba las realidades: el sexo y la muerte. El resto es escapismo.

Rosa rastrilló con cuatro dedos de su mano izquierda el pelaje tieso y sucio de la vieja alfombra, una y otra vez.

– ¿Viste algún muerto de pequeño?

– No. Un perro o un gato. Los pájaros que matábamos en la escuela con tirachinas. O al menos que ellos mataban… Los otros. Yo renuncié.

Ella sonrió.

– ¿Por qué?

– Porque dejaban de cantar.

– Así fue cómo elegiste «la alegría de vivir».

– A mi manera. Que me dijeran que era una crueldad no fue lo que me disuadió, sin duda.

En algún lugar del yermo exterior a la casita, los peones camineros habían hecho un depósito para herramientas con montículos de piedrecillas, carretillas volcadas pegoteadas con alquitrán, estacas y caballetes y faroles a modo de barricadas. Había un cobertizo levantado con chapas de plomo y ladrillos sueltos de la mansión demolida. El brasero del vigilante, penetrado de triangulares ojos rojos por la noche, humeaba a través de pimenteros semipelados y aterciopeladas hojas de nísperos durante el día; los gatos forajidos aguardaban para pasar como un rayo sobre la harina de maíz quemada que escupía sobre los carbones la olla negra sin asas. Los ruidos de un campamento señalaban la dirección del emplazamiento; siempre había parásitos alrededor del vigilante. Rosa tropezaba con la curiosa postura de la espalda de un borracho que meaba contra un árbol, o el gato, al percibir la presencia de alguna amenaza de los de su propia especie, súbitamente daba un brinco incompleto en el aire.

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